Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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Viola empezó a comportarse extrañamente, aunque nadie en la casa lo notó al principio. Se deshizo de su ropa y la cambió por pantalones vaqueros, camisas largas y zapatillas bigotudas. Se cortó el cabello hasta la nuca y dejó las perlas en un estuche para colgarse un aro de un lado y una plumita roja del otro. Dolores andaba como siempre, en las nubes. Alcanzó a percibir que algo estaba distinto porque la mareó el olor a marihuana que despedía el pelo de Viola. Iba con retraso a una cita y apenas esbozó un comentario acerca de cambiar de hábitos o de champú. Fue la única vez que Dolores detuvo su andar frenético para dedicarle unos segundos a Viola. Lo del divorcio la superaba: papeles por todas partes y las preguntas asfixiantes de sus amigas, nunca tan amigas ni tan regocijadas en la desgracia ajena. Si Dolores hubiera tenido dos neuronas sin ocupar en asuntos mundanos, habría bastado para medir la talla de aquellas chusmas enmascaradas tras el falso brillo del dinero. Pero Dolores no dedicaba ni un segundo a tales consideraciones. La amistad, según su limitada concepción de las cosas, empezaba y terminaba en el tamaño de las casas, el modelo del auto, las joyas o la calidad de los vestidos.

Le destrozaba los nervios el solo pensar cómo haría para desenvolverse sin el Pereira O. que hasta ahora había sido su escudo y mayor carta de presentación. Allá iba poniendo el apellido por delante y los billetes después, abriéndose camino como una reina. De sobra sabía que el dinero no alcanzaba. Podía seguir comprando como lo había hecho siempre, pero volvería a ser la hija del carnicero, el mismo que empezó con un puesto en la feria y terminó con una cadena millonaria. Claro que papá había pasado por alto ese detalle, decía a quien quisiera escuchar. Bien que le habían caído unos cuantos millones encima del apellido tapado de deudas. Pero ahora, él estaba recuperado. Tenía sus establecimientos funcionando y producía más de lo que podía contar. En cambio, ella volvía a ser Dolores, la hija del carnicero, llena de plata, pero oliendo a carne de vaca.

Unos meses después de terminado el divorcio, llegó la solución mezclada entre artículos de moda en una revista europea. A Dolores le habría pasado este anuncio inadvertido de no haber sido por el escudo de armas que lo decoraba. Le llamó la atención el par de leones enlazados y la corona fulgurante unida por guías de alguna planta cuyo nombre, por supuesto, excedía sus modestos conocimientos botánicos. Y se produjo el milagro: leyó.

"Hallony de Londres tiene el honor de presentar a la venta un título nobiliario de gran respetabilidad y estima. La posesión de dicho título otorga el derecho a ser nombrado Lord o Lady, incluir dicho apelativo en todos sus documentos y traspasar el mismo a sus herederos. Este título es plenamente reconocido por la ley británica y confiere un alto valor social así como beneficios comerciales por su gran consideración en el mundo de los negocios. Podrá ser solicitado por cualquier dama o caballero de cualquier nacionalidad, hecha la salvedad de que solamente aquel cuya integridad y honor sean considerados a la altura de las circunstancias podrá acceder a él, ya que pasará a formar parte de la historia y tradición británicas. El título viene acompañado del historial completo de la familia, escudo de armas y descripción detallada de las áreas otrora de influencia, así como determinación exacta de los sitios en los que sus antiguos poseedores fueron enterrados. Para recibir mayor información acerca de tarifas, honorarios legales e impuestos por transferencia y registro, por favor contáctese con el número abajo indicado. Todas las consultas serán tratadas con la máxima reserva".

V

Apenas se fue el señor, la casa adquirió el ritmo alegre del desorden. Verdad era que perturbaba bastante con sus idas y venidas repentinas, aquel despotismo -vestigio de una pretendida aristocracia- y el desconcierto anímico que dejaba flotando cuando desaparecía sin siquiera despedirse de las hijas. A mí me hizo falta, pero no lo comenté con nadie. Dolores, en cambio, parecía una adolescente. Modernizó el estilo de su ropa, se volvió más informal y se cortó el pelo à la garçonne. Todo le quedaba bien. A decir verdad, entre lo del pelo y la ropa, Dolores rejuveneció y supongo que se convenció de ello porque se volvió más inmadura que nunca. Cuando las hijas fueron a buscar a la madre para transitar el dolor de la pérdida, se encontraron con una chica bastante parecida a ellas, igualmente desorientada pero dispuesta a disfrutar al máximo su reciente soltería.

Después vino su viaje a Inglaterra, el punto máximo del divague en el que vivía. Recuerdo, sin embargo, que me resultó fascinante lo del título nobiliario. De hecho, la señora se parecía a las princesas de los cuentos que yo devoraba por las noches cuando niña, ajena a los rezongos de mamá. "La noche es para dormir, Airam. Los pobres tenemos que descansar porque el cuerpo no aguanta." Los pobres, los pobres… Lo decía como si se tratara de un virus metido en la sangre, una enfermedad congénita de la que no había cura ni escape. Yo odiaba esas palabras en su boca porque en su boca eran verdad para mí. Me resistía a creer que estaba condenada a mirar la vida desde abajo.

Empecé a tener una sensación ambivalente hacia mi madre, un matiz de resentimiento que me negaba a reconocer. Tampoco entendía bien de qué iban esas emociones nuevas que se despertaban junto con mi adolescencia. Volvía del colegio mareada por el mundo rico y me daba contra la realidad de mi pobre habitación junto a la cocina. Mamá nunca pudo entender esto. Estaba contenta de verme con un uniforme bonito, igual al de las gemelas, hablando inglés mejor que ellas y recibiendo felicitaciones de maestras y profesoras. Qué pena que nunca la llamaron para contarle de mi tristeza, de la soledad en la que vivía, sin una amiga, sin jugar ni correr en los recreos. Rendía al máximo, obtenía las mejores notas, era la primera, ganaba medallas y llevaba la bandera en los actos. Mamá se henchía de orgullo cuando iba a verme con aquel vestido comprado para Franco Palma, su único vestido de fiesta, siempre el mismo.

Yo confundía aquellos breves momentos de gloria con algo parecido a la felicidad: la hija de la sirvienta pasaba por encima de las señoritas. Era el regalo que hacía a mi madre, la forma de agradecerle el sacrificio y la promesa de un futuro mejor. Pero era también una frágil pantalla detrás de la cual escondía mi sensación de no pertenecer a ninguna parte. Aquella efímera felicidad se desvanecía en cuanto veía a las otras marchar en grupos, planear idas al cine y, más adelante, incursionar en el remolino de los primeros amores. A todo eso yo permanecía ajena; jamás me permitieron entrar. Podía ser la mejor, pasarlas en todo y llevarme los premios, pero no pertenecía a su mundo y me lo recordaban con una crueldad educada, un desprecio disfrazado de indiferencia.

Mamá no estaba preparada para comprender sutilezas. Para ella eran todas buenas. "Lindas tus amigas, Airam", me decía, "¿no querés invitar alguna a casa?". Y yo pensaba de qué casa me estaba hablando. Mi casa era un cuarto, nada más. Me daba vergüenza que vieran cómo vivía. No me alcanzaba el sermón moral de la honradez de los pobres y la riqueza de los valores espirituales. Podía entenderlo, claro, pero llegado el momento, me daba vergüenza. Incluso llegué a avergonzarme de mi madre y a llenarme de culpa por eso. Ahora me parece lógico que una jovencita tuviera esas sensaciones encontradas; ahora me perdono con más facilidad. Pero, entonces, me sentía la peor. Y no podía evitarlo. Le decía a mamá que no fuera a buscarme, no le pasaba las invitaciones a las reuniones de padres, le acomodaba hasta el último detalle del peinado y la ropa cuando se empecinaba en venir conmigo. La pobre se habrá dado cuenta, supongo, aunque nunca me lo dijo. Pero sí, se dio cuenta porque un buen día dejó de ir.

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