Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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– ¿Y hasta dónde tendremos que retroceder?

– No sé, Adán. Creo que acabaremos en manada. Quizás Aklia contenga el futuro. Quizás por eso te parezca extraña. Quizás sea el pasado que nosotros no conocimos.

– Tan inocente, Aklia.

– Y esencial.

– Pero también mataría.

– Caín mató.

Eva calló.

– Me duele ese hijo tanto como éste -dijo ella al fin.

– ¿No sientes que debemos castigarlo?

– ¿Castigarlo? Te aseguro que ningún castigo que le impongamos será tan duro como el que sufrirá por sí solo. Se irá con Luluwa. Lo presiento. Creo que igual que tú y yo, ya han desobedecido.

Capítulo 30

Despuntaba el día cuando Caín regresó con Luluwa. Se postró de rodillas frente a Adán y Eva.

– Nunca quise matar a Abel -gimió-. No conocía el peso de mi mano.

– Levántate -dijo Eva.

Caín se puso de pie. Eva vio el círculo profundo sobre su frente. Bermellón. La carne viva. Quemada.

– ¿Quién te marcó? -preguntó Adán.

– Elokim.

– ¿Cómo? Dinos -inquirió Eva.

– Abel dijo que sería buen padre para los hijos de Luluwa, que yo sería feliz con Aklia -sollozó-. Le dije que Luluwa y yo éramos una misma cosa, que no podíamos existir el uno sin la otra. Pero él dijo que era la voluntad de Elokim que él procreara con Luluwa. Lo golpeé. No sabía que mis golpes lo matarían. Me escondí. Entonces oí la voz de Elokim. Me preguntó por Abel. ¡Me preguntó por Abel! ¡El que todo lo sabe! Me enfurecí -lloró-. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, le respondí. Dijo que la sangre de mi hermano había clamado hasta él. ¡Y me maldijo! La tierra jamás me dará frutos, decretó. Me convertiré en un fugitivo que vagará por el mundo. Le rogué, me postré. No podré soportar un castigo tan grande, le dije. Me matarán los animales, los que vengan más tarde, me matarán. Entonces me marcó en la frente. Verán la marca y no te matarán, dijo. Si lo hicieran, su venganza caería sobre ellos siete veces siete.

Caín hizo el gesto de echarse en los brazos de Adán. Lloraba, temblaba. Adán lo empujó. Eva lo tomó en sus brazos, pero no logró que lo abrazara su corazón. Caín se apartó.

Luluwa se tiró al suelo. Golpeó su frente contrata tierra. Pensó en Abel, en el cuerpo de Caín, que tan sólo días antes ella había sentido tan dentro de su cuerpo, pensó en cómo lo amaba; en la soledad que los acompañaría y en la que tendrían que vivir. Lloró con un llanto que ululaba como el viento, como si una tormenta hubiera tomado posesión de ella y sus rayos y truenos la estuviesen destrozando.

Entre todos llevaron el cadáver de Abel a la vieja cueva donde había nacido.

Eva limpió la sangre de su cabeza. Recordó la primera vez que lo limpiara en el manantial, lo suave y movedizo y cálido que era recién salido de su vientre; lo rígido y frío que estaba ahora. Dejó que el aire saliera de sus pulmones. Se escuchó aullar como loba. El dolor quedó intacto como una herida fresca que nada alcanzaría a sanar.

Adán quemó resinas aromáticas al lado de su hijo. Pensaron quemar el cuerpo en la hoguera para que el humo del sacrificio subiera hasta Elokim. ¿Dónde estabas, Elokim, mientras mis hijos se mataban?, clamó Adán en silencio. Luluwa suplicó que lo pusieran en la tierra. Ya que Abel no había tenido hijos, su cuerpo al menos se haría bosque y endulzaría las frutas. Adán imaginó la sonrisa del hijo apareciendo entre las hojas de algún árbol. Polvo eres y en polvo te convertirás. Polvo fértil.

Tres veces hubo que enterrar a Abel. La tierra, que nunca había conocido la muerte de un ser humano, devolvió una y dos veces sus restos. Cerraban el hueco y éste se abría. No fue sino hasta la tercera vez, hasta que Adán y Eva se postraron y pidieron a la tierra que lo recibiera, que ésta se cerró sobre el cuerpo de Abel y lo guardó para siempre.

Capítulo 31

Caín debía partir a la tierra de Nod. Dijo que Elokim así lo había ordenado.

Adán se negó a esperar para verlo marchar. Regresó solo a la cueva sin recuerdos. Sólo hijas le quedaban, dijo. Sus dos hijos estaban muertos.

Eva le reprochó su dureza. Con sus propias manos, para vengar la muerte de su perro, él había matado una osa que defendía a su cachorro. Conocía la rabia irracional de perder lo que amaba.

– Ojalá llegue el tiempo sin crueldad que sueñas, Eva.

– Perdona a Caín.

Adán no cedió. Ella recordó preguntarse alguna vez si Elokim lo formaría del filo de alguna montaña.

Eva permaneció con sus hijos en la cueva de los dibujos.

Caín y Luluwa apenas intercambiaban palabras. Aliñaban las piedras de labrar, las semillas y cobijas que llevarían con ellos al Este del Paraíso. Caín había conocido esas tierras en una de sus peregrinaciones. Eran verdes, decía. Aunque nada de lo que sus manos sembraran diera fruto, Luluwa no pasaría hambre ni sed.

Aklia no hablaba desde la muerte de Abel. Recogida en la concavidad de una roca, en la oscuridad del fondo de la cueva, no atendía los llamados de Eva. Cuando ésta se acercaba, fijaba en ella sus ojos dulces y atemorizados. Olvidada del habla parecía también haber perdido la razón y la conciencia, para entregarse sin reparos a una existencia de simio. Eva la vigilaba. Apenas durmió temiendo que se marchara con la manada de monos que pasó rondando la cueva por la noche.

Por la mañana observó a Caín y Luluwa lavarse en el manantial antes de salir a la incertidumbre de sus vidas vagabundas. Vio las manos de Caín y sintió que tocaba de nuevo la herida profunda en la cabeza de Abel. Sin dejar de amarlo, le deseó penurias que lo forzaran a la humildad y a la vergüenza. Poseía el terrible conocimiento de la textura del hijo, sabía el instante preciso en que se torcieron sus ramas, las raíces sedientas que nunca fueron regadas. Comprendía el origen pero no terminaba de entender la violencia. Aquella violencia, sobre todo. La que fue capaz de matar al hermano.

Luluwa sollozó al despedirse de Aklia, quien la observó y alzó los brazos no para abrazarla, sino para tocar su propia cabeza, los ojos brillantes sin lágrimas mirándola curiosos. No lloró al despedirse de Eva. Era orgullosa, reticente a admitir la fragilidad. Se protegía tras su belleza, pero, sobre todo, amaba a Caín y no quería mostrar frente a su madre ninguna fisura entre los dos.

Eva vio la turbia figura de sus hijos empequeñecerse al cruzar la planicie y echó de menos a Adán. Había esperado que llegara.

La pena la dejó inmóvil. Poco a poco sus ojos fijos volvieron a mirar la cueva con las paredes cubiertas de pinturas. Pensó en el rastro que antes de existir sobre la piedra esas figuras habían dejado grabadas en la corteza de su corazón. Cada símbolo tosco o fluido recuperó para ella lo que, de su pasado, quiso atesorar y proteger del olvido. Porque su ser entero, tras la muerte de Abel, estaba abierto y desprotegido, Eva recapituló sin falsedad ni invención su insólita existencia. Reconoció que Adán y ella, a pesar del desgarro, guardaban más que memorias del Paraíso; éste los seguía rondando y flotaba sobre sus vidas. Nunca lo habían perdido. No lo perderían mientras su rastro indeleble siguiera dibujado en el interior de ellos mismos.

La Serpiente apareció una vez más.

Antes de volver al lado de Adán, Eva llevó a Aklia a conocer el mar.

En pocos días el pelo de la hija había vuelto a cubrir sus mejillas. La piel de sus manos y sus pies largos y delicados se había endurecido adquiriendo un tono pardo. Parecía decidida a dejar que la noche la habitara. Caminaba tomada de su mano, dócil y torpe, vaciada de palabras. A ratos, en el trayecto, se soltaba y corría ayudándose con los brazos. El mar la deslumbró. Saltó contenta sobre la arena y se cubrió los ojos con el brazo para evitar el resplandor. Eva la dejó retozar, la mandó a recoger caracolas y conchas.

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