Repentinamente, la luz fulgurante de un rayo los cegó. Sintieron el olor a carne quemada. Había caído exactamente sobre el cordero de Abel, consumiéndolo.
En las piedras sólo quedaba la silueta del animal y un montón de negra ceniza.
Abel miró a Caín. Sonrió beatíficamente.
– Alabado sea Elokim -dijo en voz alta y se postró.
Maldito seas, Elokim, pensó Caín, maldito seas. Prefieres a mi hermano, igual que mi padre.
Él nunca había escuchado la voz de Elokim. Cuando la escuchó súbitamente reverberar en su cabeza se puso a temblar. Oyó claramente el reclamo: ¿Por qué me maldices, Caín, por qué estás triste? Si eres atento y justo, también aceptaré tu ofrenda. Cuando me insultas te insultas a ti mismo.
Salió corriendo, avergonzado, contrito. No se detuvo hasta que llegó donde Eva. Se le metió en el pecho como cuando era niño.
– La Voz me habló. La Voz me habló -repetía-. La oí, madre. La oí.
Eva lo acunó. Lo apaciguó. La confusión de Caín era un desgarro en su corazón. Todos sus otros hijos alguna vez habían creído escuchar la voz de Elokim. Todos menos Caín. Ahora que la había escuchado, ella intuía que a la par del terror, al fin se sentía tomado en cuenta. Adán, que recién bajaba al refugio, supo por Eva lo sucedido. Vio a Caín apretado entre sus brazos. Antes de que pudiera reaccionar sintieron a Abel y Luluwa entrar al refugio, deslizándose presurosos por la escalera. Caín saltó fuera de los brazos de la madre, se colocó en un rincón, la espalda contra la pared, el rostro hosco. Abel no lograba contener su emoción.
El mismo Elokim se había llevado su ofrenda envuelta en un rayo de luz, dijo jubiloso. Tendrían que haberlo visto, exclamó. De la oveja que puso en la piedra de las ofrendas apenas quedaron cenizas.
Luluwa no sólo corroboró lo que decía Abel, narró el altercado entre los hermanos. Reprochó a Caín. No era así que lograría la comprensión de Elokim, dijo. Los ojos de Caín brillaron en la oscuridad. Impenetrables. Calló. Dejó que celebraran a Abel y lo censuraran a él. Aklia lo miraba de reojo. Intentó sentarse a su lado, tomarle la mano. Él la apartó con un manotazo que nadie sintió mas que ella.
Caín no durmió esa noche. Vagó frente a la cueva, bajo la luz de la luna. Eva se asomó y vio la silueta acongojada, el furor de sus pasos. Volvió al lado de Adán apesadumbrada y no pudo conciliar el sueño.
Al otro día, Caín se fue con Aklia al campo. Adán pensó que estaba más tranquilo. Luluwa estuvo agitada hasta que regresaron. Eva no lograba aquietar el ruido en su interior. Será el otoño, pensó, ver cómo muere todo lentamente. Los árboles quedándose sin hojas, la noche que corta, el graznido de los búhos, el sonido de pasos que no existen más que en mi imaginación. El mundo tenso, agazapado, le recordaba el aire detenido después de comer la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
La madre acurrucó a Aklia.
– Caín no me quiere -dijo ella-. Ni Caín ni Abel ni Luluwa ni mi padre. ¿Qué soy yo, madre? ¿Cuál es mi destino? Veo las bandadas de monos y a menudo quisiera irme con ellos.
– Pero no eres una de ellos, Aklia.
– Me sentiría más cómoda. Nadie me rechazaría.
– ¿Qué sabes, hija?
– Sé que Caín no se apareará conmigo. ¿Qué sabes tú, madre?
– No eres un mono.
– ¿Y qué importaría si lo fuera? Al menos sabría qué soy.
– Pero tú piensas.
– ¿Cómo sabes que ellos no piensan?
– No hacen más que sobrevivir. No hablan.
– ¿Y eso está mal?
– No sé, Aklia. A veces no sé cuál es el Bien y cuál es el Mal. Tranquilízate. Duérmete.
Eva pensó largo rato en las palabras de Aklia. Viendo su rostro recordó el mono que la invitara a subir a un árbol en la hondonada y que luego le mostrara el camino de regreso a la cueva. La apretó contra sí. Lloró sin hacer ruido. Sus lágrimas humedecieron el pelo de su hija.
Apartado de todos, Caín se dedicó a sus semillas. Sacó la cosecha de lentejas, de trigo, removió la tierra para los cultivos que asomarían en primavera. Regresaba a la cueva a horas intempestivas. Vigilaba a Luluwa y Abel. Se negaba a hablarle a Aklia.
Adán se resistía a sumirse en la tristeza que los amenazaba. Habían sobrevivido hasta ahora y continuarían sobreviviendo. Él y Eva se reproducirían si es que los hijos no lo hacían. Con el tiempo, Caín calmaría su desasosiego. Si su madre y él soportaron la pérdida del Paraíso, él tendría que resistir. Había que esperar. El tiempo pasaba y se llevaba la inconformidad, uno aceptaba lo que no podía cambiar. Eva estaba ojerosa. Dormía poco.
Volvió la rutina de la caza. Se acercaba el invierno y debían prepararse para las noches frías y oscuras, para la tierra yerta y los árboles desnudos. Abel y Adán retornaron a salir juntos. Aklia, Luluwa y Eva recogían hongos, hierbas y peces.
Las noches eran tensas, llenas de ruidos y pasos. Eva cerraba fuerte los ojos y se negaba a ver quién andaba por allí. Obligaba a Adán a que se quedara quieto. Una madrugada le pareció oír una manada de monos al otro lado de la pasarela. Se sentó y buscó a Aklia y no pudo verla, pero por la mañana ella estaba allí como siempre. Fue un sueño, se dijo.
Llegó el día en que Caín salió de su alejamiento. Eva pensó que quizás ella volvería a dormir como antes y no el sueño frágil cortado por sonidos que ya no atinaba a saber si eran reales o imaginarios. Vio a Caín acercarse a Abel y los vio conversar y tuvo que apartarse para esconder sus lágrimas de alivio.
A la mañana siguiente los hermanos salieron juntos. Eva los vio partir envueltos en un aire plácido. Inclinado sobre el surco que abría para desviar agua del río y acortar el trecho que caminaban para apagar la sed, Adán sonrió a su mujer.
El día transcurrió ligero y cristalino. Hacia el crepúsculo, Eva pintaba vasijas, Aklia afilaba anzuelos, Adán terminaba el canal para llevar el agua. El ruido de la hojarasca, de alguien corriendo los hizo levantar la cabeza.
Luluwa salió de los arbustos, jadeando.
¿Qué fue lo que dijeron los ojos de Luluwa que la sacudió? Eva se levantó con urgencia.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
Luluwa abrió la boca. No salió ningún sonido.
– ¿Qué pasó? -repitió la madre.
Adán y Aklia dejaron lo que hacían.
– Caín golpeó a Abel. Abel ya no hace ruido. Está en el suelo, con los ojos abiertos.
Luluwa empezó a hablar. Contó que temprano en la tarde, mientras tejía unas cestas, vio que era inútil intentar que sus manos siguieran el compás de sus pensamientos. El desasosiego hizo que decidiera salir a buscar a Caín y Abel. Angustiada, se fue sin advertir a nadie, porque sentía su cabeza llena de insectos revoloteando, y una cantidad de pájaros sin rumbo abriendo las alas, atrapados en su pecho. Con la rapidez de sus piernas llegó sin demora al plantío de trigo. Se preguntó dónde llevaría Caín a Abel, porque no los encontró allí, ni río arriba, donde crecían los hongos, ni donde las calabazas asomaban sus cabezas naranja. Pensó en la vieja cueva, las higueras, los perales. Corrió jadeando. A su paso se espantaban los monos en los árboles, los cerdos salvajes. En la carrera, los espinos le rayaron la piel. Cuando llegó al bosquecillo de perales, sintió el olor de Caín. Había estado allí, pero se había marchado. Afinó el olfato, dio la vuelta a la montaña solitaria, se subió sobre unas rocas para ver si desde allí atisbaba a los hermanos. Divisó una silueta sobre un terraplén. Corrió hacia allá gritando para avisarle a Caín de que no se fuera, que la esperara.
Al llegar se inclinó para calmar el dolor agudo de la carrera atravesado en las costillas.
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