Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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– Es una nube -dijo Eva, para tranquilizar a los gemelos-. Es como que tenía frío y se envolvió en una nube.

Adán se le acercó. Señaló el cielo y la miró fijamente. Ella comprendió.

– Hazlo -dijo ella-. Habla con ellos.

Poco después vieron la luna reaparecer tras el velo cobrizo. La luna entera. A salvo.

Capítulo 25

Al Norte, siguiendo el rastro de los bisontes, Adán se había topado tiempo atrás con un valle feraz cercado por montañas donde la caza era abundante. Allí llevaría a sus hijos, hablaría con ellos, les haría saber cuál de sus hermanas tomaría cada uno como pareja. Eva quería proteger a Aklia. Temía que Caín la repudiara como sustituta de Luluwa. Le rogó a Adán que se asegurara de aplacarlo antes de regresar.

Partieron pocos días después, de madrugada. Eva salió a despedirlos, disimulando su pesadumbre. Caminó con ellos hasta que brilló alto el sol. A lo lejos divisaba las montañas oscuras bajo el cielo arisco del otoño. La hojarasca ocre que cubría el suelo crujía bajo sus pasos. El agua del río corría opaca, sucia por las lluvias que aflojaban la tierra, las raíces y las piedras de las márgenes. Cuando se separaron, Eva les pidió que alzaran la mano al llegar al borde del valle donde empezaba a espesarse la vegetación. Así podría verlos de lejos una vez más. Notó la extrañeza de los hijos, que estaban habituados a que los despidiera sin miramientos. Caín se imaginaría que lo hacía por él, pensó ella. Usualmente no salían los tres. Rara vez el padre le pedía a él que lo acompañara. Se iba con Abel y dejaba que Caín siguiera camino con ellas o solo, en busca de hongos o de tierra fértil donde plantar sus semillas. Se notaba que le complacía que el padre lo llevara esta vez. Abel iba también con buen ánimo. Quería a su hermano mayor. De pequeño siempre andaba detrás de él, imitándolo. A menudo sus intentos de seguirle los pasos terminaban en los inevitables accidentes de la niñez. Caín entonces soportaba la cólera del padre, imprecándolo por no cuidar del hermano.

Eva esperó en un promontorio hasta que, tras hacer el gesto acordado, los hombres se perdieron entre la distante vegetación.

Después, se sentó en el suelo y se echó a llorar.

– Eva, Eva, guarda tus lágrimas.

La Serpiente estaba sentada a su lado. No se arrastraba. Tenía la misma forma que cuando la vio por primera vez en el Paraíso.

– Te soñé -dijo Eva, asombrada-. Te soñé igual que antes, igual que como estás ahora. ¿Te perdonó Elokim?

– Sí.

– ¿Crees que nos perdonará también?

– A su modo, quizás.

– ¿Qué pasará con mis hijos?

– Conocerán el Bien y el Mal.

– ¿Sufrirán?

– Te dije que el conocimiento hace sufrir.

– Siempre hablas para que no te entienda.

– No sé hablar de otra forma.

– Dime qué es el Mal. ¿Eres tú el Mal?

La Serpiente rió.

– ¿Yo? No seas ridícula. El Mal, el Bien, todo lo que es y será en este planeta, se origina aquí mismo: en ti, en tus hijos, en las generaciones que vendrán. El conocimiento y la libertad son dones que tú, Eva, usaste por primera vez y que tus descendientes tendrán que aprender a utilizar por sí mismos. A menudo te culparán, pero sin esos dones la existencia se les haría intolerable. La memoria del Paraíso nadará en su sangre y si logran comprender el juego de Elokim y no caer en las trampas que él mismo les tenderá, cerrarán los círculos del tiempo y reconocerán que el principio puede llegar a ser también el final. Para llegar allí nada tendrán sino la libertad y el conocimiento.

– ¿Estás diciendo que nosotros crearemos el Bien y el Mal por nuestra cuenta?

– No hay nadie más. Están solos.

– ¿Y Elokim?

– Los recordará de vez en cuando, pero su olvido es tan grande como su memoria.

– Estamos solos.

– El día en que lo acepten serán verdaderamente libres. Y ahora, debo irme.

– ¿Te disolverás como el Jardín? ¿Nos veremos de nuevo?

– No lo sé.

– Yo creo que sí. Creo que no me olvidarás.

– Acepta tu soledad, Eva. No pienses en mí, ni en Elokim. Mira a tu alrededor. Usa tus dones.

La Serpiente desapareció súbitamente en el aire de la tarde. Eva desanduvo el camino andado. Soplaba un viento fuerte. Se avecinaba tormenta. Se preguntó si resistirían ellos la realidad de estar solos. ¿Estarían tan solos? Recordó las pieles con las que se cubrieron al salir del Jardín, el viento que los salvó de la muerte cuando se lanzaron de la montaña, la luna reciente rojiza y oculta ¿Por qué aquellas señales? ¿Sería que la Serpiente quería que se olvidaran de Elokim? Cierto era que si estaban solos a nadie más que a ellos les correspondería conocer el Bien y el Mal, aprender a vivir sin esperar nada que no se procuraran por sí mismos, definir sin ayuda el propósito de existir. Ésa quizás era la libertad de la que hablaba la Serpiente. Si Elokim los había inducido a usarla para olvidarse de ellos y marcharse a crear otros mundos, el conocimiento, cuanto había sucedido, hasta la expulsión del Jardín, habría sido un regalo y no un castigo; una muestra de confianza de que ellos y cuantos de ellos se desprendieran y habitaran aquellas extensiones, encontrarían por sí solos y construirían una manera de vivir que los consolara de la certeza de la muerte. Pero ¿cómo explicarse los mandatos? ¿Caín con Aklia, Abel con Luluwa? ¿Cómo sobreviviría su libertad si tenían que actuar contra su corazón para obedecer designios ignotos como aquél? ¿Por qué siempre enfrentarlos a la angustia de esas disyuntivas, obedecer o desobedecer, y a los castigos? No, pensó Eva. No estamos solos. Más nos valiera estarlo.

Retornó a la cueva. Lloviznaba. Encontró a Luluwa y Aklia tejiendo palmas para las cestas en que recolectaban frutas. El silencio de las premoniciones pesaba sobre ellas. Sin que Eva ni Adán les dijeran nada, Aklia y Luluwa percibían que el viaje del padre con los hijos era más que un viaje de caza. Habían sangrado. Eran mujeres. La vida esperaba en ellas.

¿Cuándo regresarán?, preguntaron. No tardarán, dijo Eva. Intuía el corazón de las hijas como si fuera el propio, pero no se animaba a advertirles lo que sobrevendría. Formaba las palabras, las masticaba, las sentía moverse en el aire de su boca, pero algo en ella se negaba a pronunciarlas. Quería que conservaran liviano el cuerpo, retrasarles el dolor, alargar cuanto fuera posible el tejido apretado que hasta ahora había envuelto sus vidas y que aquellas palabras, al pronunciarse, desgarrarían. Jamás pensó experimentar dolor mayor que el que sintió cuando nacieron, pero el que aquellos días le atravesaba el aire que respiraba era tan cruel como el que se alojaba en su recuerdo. Saber que sufrirían y el poco consuelo que podría darles era un ahogo atenazado en su pecho. Se soñaba tras ellas bordeando precipicios, ríos revueltos, incendios. Soñaba que la voz se le quedaba muerta en la garganta cuando intentaba avisarles del peligro, los abismos, las fieras.

Capítulo 26

Pasaron los días. Eva salió al río a buscar peces y cangrejos. Las hojas empezaban a palidecer en los árboles, olía a tierra mojada y un aire triste de verano moribundo flotaba sobre el paisaje. Se puso en cuclillas en la ribera con la cesta de palma a esperar que los peces se acercaran. Miró el brillo del agua, la transparencia, la espuma de la corriente arremolinándose en los bordes de las rocas. Quizás exageraba su pesadumbre, pensó. ¿Qué me pasa?, pensó. No recordaba un desánimo semejante. ¿Por qué no esperar que sus hijos se acomodaran a sus parejas? Se querían. Eran hermanos. No tendrían que separarse ni renunciar al amor. Sin conocer la intimidad de los cuerpos, quizás soportarían la renuncia con menos dolor del que ella presentía. Quizás ella, sabiendo la hondura de su deseo por Adán, lo imaginaba igual en Caín, en Luluwa. Abel no objetaría a su pareja. Aklia prefería a Caín. Por más que intentara convencerse, sin embargo, no lograba imaginar a Luluwa y a Caín resignados a desoír el instinto que, desde pequeños, los mantenía entrelazados.

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