Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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No sabía si para ellas sería lo mismo, continuó. En su caso, hubo un día en que albergó el deseo muy hondo de sentir a Adán dentro de ella.

– Se me llenó la piel de ojos y manos -dijo-. Quería ver hasta el fondo. Quería tocar el aire guardado en Adán. Respirarlo. Quería entender su cuerpo y que él entendiera el mío. Quería otra manera de decir que fuera más cierta que las palabras, una manera de hablar como la del gato que se roza contra nuestras piernas para que sepamos que nos reconoce. Su padre sentía lo mismo. Empezamos juntando la boca, la lengua, porque de allí sale lo que hablamos. Exploramos la saliva, los dientes y de pronto un idioma desconocido nos poseyó. Era un idioma caliente, como si hubiéramos encendido un fuego en nuestra sangre, pero sus palabras no tenían forma. Parecían quejidos largos, pero nada nos dolía. Eran suspiros, gruñidos, qué sé yo. Las manos se nos llenaron de señas, de ganas de dibujarnos cosas ininteligibles en el cuerpo. A mí el sexo se me puso húmedo. Pensé que orinaba, pero no era igual. A Adán, el pene, eso que cuelga entre las piernas de los hombres, le creció mucho. Era una mano que apuntaba hacia mi centro. Por fin atinamos a comprender que esa parte suya tendría que alojarse en mí para que nos volviéramos a juntar. Dolió cuando él entró en mi interior mojado. Pensé que no alcanzaría, pero se acomodó apretadamente. La sensación fue extraña al principio. Empezamos a movernos. Creo que Adán pensaba que podría tocarme el corazón. Se hundía buscándome el fondo. Nos mecimos, igual que el mar sobre la playa. Después sentí que mi vientre quería apretar esa mano suya, estrecharla, salir a su encuentro. Creía que no resistiría más la sensación. Entonces, un destello se extendió por mis piernas, me subió por el vientre, el pecho, los brazos, la cabeza. Después temblé toda igual que la tierra cuando caen los truenos. Adán dice que para él fue un desborde, un río que salió impetuoso, derramándose hacia mí. Él tembló también -dijo Eva, sonriendo-. Gritó. Creo que lo mismo hice yo. Eso fue todo. Después nos quedamos dormidos.

»Hicimos lo mismo a menudo, ya cuando vivíamos aquí, en esta cueva, fuera del Paraíso. Así nos consolamos. Algo ganamos al perder la eternidad del Jardín. Amor, lo llamamos. Fue haciendo el amor que Adán se mezcló con ustedes, con Caín y Abel. Creo que por eso se le parecen.

Aklia y Luluwa se quedaron pensativas. La habían escuchado embelesadas. Les expliqué lo más sencillo, pensó Eva, temiendo lo que seguiría, la pregunta que no tardó: ¿Con quién haremos el amor nosotras?, dijeron, ¿se parecerán a Caín o a Abel nuestros hijos?

Capítulo 24

Pensaron que no tendrían mucho que llevar de la cueva al nuevo refugio, pero avanzando por la orilla de la planicie la mujer, el hombre, los hijos y las hijas semejaban una fila de hormigas marchando.

Eva caminaba despacio, retrechera. No fue sino hasta que aliñó las conchas, los huesos, los pequeños y grandes objetos de su entorno que se preguntó cómo era que había aceptado dejar aquel lugar familiar cuyos resquicios guardaban la memoria de su vida. Se asombró de encontrar en los escondrijos esparcidos bajo las rocas o en los boquetes de las paredes colmillos de animales, piedras de río agujereadas, el esqueleto de un pescado, una estrella de mar, una pluma del Fénix, los ombligos secos de sus hijos. Ver todo lo que había guardado fue reconocer lo ancho y largo del tiempo transcurrido desde que Elokim los echara del Jardín. La poseyó la tristeza de mirarse a distancia, como si la que guardara todo aquello fuera un recuerdo de sí misma. Imágenes del principio le ocupaban la mente, mientras indicaba a los hijos lo que debía irse o quedarse, las pieles curtidas, las vasijas pintadas, las flechas y pedernales, las figuras de barro gordas y fértiles que, en son de burla, amasó con arcilla en los días en que se quedaba sola sintiéndose como un mar a punto de ahogarse. Pensó que no quería irse. Tuvo la premonición de que cuando se hiciera el silencio y sólo quedaran sus dibujos en las paredes, la Eva que había existido allí se disolvería igual que el Jardín. Debatió sobre si detener la febril actividad, compartir con Adán el sonido lúgubre que la cueva vacía hacía sonar dentro de su pecho. La contuvo el entusiasmo de los demás. Estaban ansiosos por probar el nuevo refugio, cruzar el foso que habían construido.

Adán la alcanzó en la vereda. Cargaba las boteas de piel donde llevaba lanzas, anzuelos, puntas de flecha. Notó el paso lento de ella, su cabeza inclinada, su desgano.

– Podremos regresar a la vieja cueva cada vez que queramos.

– Pero a ese tiempo ya no, Adán.

Por qué querría volver a ese tiempo, dijo él, a esa soledad, a ese desconcierto.

– No sé -dijo ella-. Será porque éramos más jóvenes. Será porque los días parecían más nuevos y pensábamos que podríamos hacer más que dedicarnos a sobrevivir. A veces siento que es lo único que hacemos.

Ése era el reto a su modo de ver, dijo él, demostrar que podían subsistir.

Subsistir para qué, dijo ella. ¿Cuál era el sentido de ser diferentes a los animales si de lo que se trataba era sólo de eso? Si ella había comido del fruto prohibido era pensando que algo más debía existir.

Quizás algo más existía y el propósito era descubrirlo, dijo él. Le preocupaba no descubrirlo nunca, dijo ella.

– Estás triste -dijo Adán-. La tristeza es como el humo. No deja ver.

Llegaron al refugio. La diligencia de los hijos al llegar la contagió. Era bueno el producto de su trabajo. Con lianas habían unido troncos delgados para que la pasarela no fuera muy pesada y poder retirarla al anochecer. El foso era lo suficientemente profundo, la cueva amplia, con más luz. Los animales los podrían asediar, ciertamente, pero no podrían entrar.

Instalarse no tomó mucho tiempo. Cada quién acomodó sus cosas. Era curioso verlos definir su espacio, arreglar cada uno sus herramientas: las piedras que labraban trabajosamente -pero que, poco a poco, habían afinado-, los palos con las puntas afiladas para cazar, los instrumentos con que cortaban y desollaban. Luluwa tenía cuentas doradas que atesoraba, paja y hierbas para hacer cestas; Aklia, huesos de animales para anzuelos y hasta instrumentos para desenredar los nudos del pelo de las ovejas; Abel, bastones y cayados de pastor, y Caín, los aperos con que perforaba agujeros para sembrar las semillas que recolectaba.

La luna se puso roja la primera noche que pasaron en la cueva. Abel entró dando gritos: El cielo se está comiendo la luna, decía. Salieron corriendo. En el firmamento, vieron la luna llena y una boca negra comiéndosele el borde. La boca se abría más y más; una boca de humo apagando el fulgor del pálido redondel indefenso en medio del cielo. Inexplicable. Una señal, pensó Adán.

Por temor a las angustias de Eva, él no había cumplido el mandato de Elokim: Abel con Luluwa, Caín con Aklia. Ahora Él se comería la luna. Las noches serían más negras. Miró a Eva. Aun en la oscuridad notó su rostro demudado.

¿Qué es eso? ¿Qué pasa?, preguntaban los hijos. A Eva le dolían las entrañas.

Adán tenía razón. Pensara ella lo que pensase, esta vez no podía contrariar a Elokim, descartar los sueños del hombre cuando en los suyos bien aceptaba que veía a la Serpiente y hablaba con ella. Imposible prever los castigos que les impondría Elokim si de nuevo desobedecían, si de nuevo era ella la que propiciaba la desobediencia del hombre. Y sin embargo, a través de los días, el presentimiento oscuro de una desgracia se le había venido expandiendo por el cuerpo. La luna tomó el color de las almendras. Rojiza y redonda, parecía posada encima de un luminoso pedestal en lo alto de un cielo cuya superficie rutilante semejaba de pronto un mar.

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