Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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Una idea vieja, dijo Eva. Así les impidió Elokim regresar al Paraíso. El abismo.

Crearían el propio.

Aklia y Eva encontraron una que se prestaba a sus propósitos. Era ancha, con el cielo alto y un agujero en la parte superior por donde podría salir el humo de la hoguera.

Caín encontró troncos con cuya punta cavó para remover la tierra. Adán marcó la anchura de la zanja que cavarían.

Caín y Luluwa eran fuertes. Uno al lado del otro cavaban al unísono sin distraerse. Aklia y Abel intentaban imitarlos. Aklia tuvo que rendirse. Abel no cedió. Quería que Luluwa viera que era tan fuerte como Caín, pensó Eva, observándolos. ¿Qué se propondría Elokim haciendo a una de sus hijas tanto más bella que la otra? ¿Por qué tenía tal poder la belleza? Podía verlos, a Abel y Adán, seguir los movimientos de Luluwa, detenerse en los hoyuelos sobre sus caderas, las piernas largas, los brazos, los pechos. Era inevitable, incluso para ella, admirar el cuerpo flexible, alzándose e inclinándose para cavar la tierra. Adán estaba consciente de la presencia de Eva descansando un momento bajo un árbol. Miraba a la hija de reojo y apartaba rápidamente los ojos, avergonzado de lo que fuera que estaba pensando. Sin malicia, Abel no ocultaba su fascinación. Eva miró a Caín detenerse de pronto, tomar del brazo a Luluwa y empujarla para que se colocara frente a él. Desde donde ella estaba alcanzó a ver al hijo confrontar al hermano, amenazante. Vio a Abel, asustado, mirar al padre. Él mandó a Luluwa a descansar junto a Eva. No estoy cansada, dijo ella. No importa, dijo Adán. Acompaña a tu madre.

Luluwa se sentó al lado de Aklia, que tejía con lianas una estera. Solitaria Luluwa. Eva se percató de que desde pequeña estaba envuelta en un aire tenue que la aislaba de los demás. Fue una niña hermosa, pero a medida que creció, la belleza la cercó, igual que el precipicio los separó a ellos del Jardín.

No existía en la naturaleza, ni entre los insectos, ni los paisajes, ni las plantas nada que provocara en el corazón el deslumbre que Luluwa producía sin hacer nada más que existir. Es más bella que tú, le había admitido Adán, diciéndole que jamás pensó que ninguna otra criatura se le aproximara en belleza. Eva, hasta hacía poco, había creído que Luluwa poseía la misma inocencia de Abel, una inocencia absoluta y noble, incapaz de concebir la complejidad que a ellos les mortificaba.

Era fácil sentir como arrogancia la ingenuidad con que Abel creía en la innata bondad del mundo, su alegría inalterable, su sorpresa ante lo que los demás consideraban incomprensible, dudoso y hasta perverso.

En el Jardín, la Serpiente le había dicho que Elokim no quería que Adán y ella tuvieran conocimiento para que fueran dóciles como el gato y el perro. Así era Abel, una hermosa, dulce, dócil criatura doméstica; sencillo como un niño.

Pero Luluwa no era igual por mucho que quisiera que la consideraran de la misma manera. Luluwa tenía conciencia del poder de su radiante apariencia. Ejercerlo era parte de su ser, de lo que la hacía diferente. Eva no estaba segura, sin embargo, de que se percatara a cabalidad del efecto que tenía en sus hermanos y hasta en Adán.

Aklia se cubría con una túnica tejida con lana. Luluwa llevaba una mínima piel atada a su cintura.

– Tendrás que cubrirte, Luluwa -dijo la madre-. Ya no eres una niña. Agitas a tus hermanos y hasta a tu padre.

– No es mi culpa ser como soy -dijo ella.

– Lo sé.

– ¿Cómo es que yo los miro y no me agito? Son ellos los que deben cuidarse de sí mismos.

Eva calló. Luluwa hablaba poco. Cuando lo hacía, era rotunda.

– Luluwa lleva razón -dijo Aklia-. ¿Por qué ellos se agitan y nosotras no?

– Quisieras que Caín se agitara por ti, ¿no es cierto, Aklia? -dijo Luluwa.

– ¿Es verdad, Aklia? -preguntó la madre.

– Siempre me he sentido más cerca de Caín -dijo Aklia-. Es menos perfecto que Abel. Yo soy menos perfecta que Luluwa.

– Pero Caín es mi gemelo -dijo Luluwa-. Él es mío y yo de él.

– Abel no me mira siquiera -dijo Aklia-. Caín me trae frutas, nueces.

– Abel sólo se mira a sí mismo. No nos necesita. No necesita a nadie -dijo Luluwa.

– Es muy bueno -dijo Eva-. Es feliz.

– Nunca duda -dijo Luluwa-. Nunca se pregunta nada. Él y sus animales se entienden muy bien.

Callaron. Las tres miraron a los hombres, que seguían cavando.

¿Sería cierto que sólo ellos se agitaban? Luluwa y Aklia eran muy jóvenes aún para saberlo, pero ella sí que sentía el ímpetu de su cuerpo cuando Adán la acunaba en las noches. Era su cercanía, sin embargo, la que producía en ella ese efecto. Verlo simplemente no era suficiente. Sí que pensaba que Adán era bello y admiraba el volumen de sus brazos, lo ancho de su pecho y la fuerza de sus piernas, pero eran sus ojos, la manera como la miraba lo que para ella convertía el día o la noche en ocasión propicia para guardarse el uno dentro del otro y reconocer, en medio de la soledad de su destierro, el consuelo de estar juntos. Los hombres parecían sin duda más impresionables. La belleza por sí sola hablaba a sus cuerpos. Viéndolos mirar a Luluwa, los percibía ajenos entre sí, poseídos por un instinto que los incitaba a disputarse la presa. ¿Cómo entender que la belleza los inquietara de esa manera en vez de infundirles el deseo de celebrarla? Tendría que preguntarle a Adán, pensó Eva. Abel seguramente no sabría responderle. Caín quizás tampoco. ¿Sería la belleza de Luluwa o habría otra razón? ¿El Sol, la Luna? ¿Hasta dónde llegaría todo aquello? ¿Qué pasaría cuando Adán le dijera a Caín que Luluwa se aparearía con Abel?

Eva soñó con la Serpiente. La vio como antes de que se arrastrara, de pie junto al árbol, su piel dorada llena de escamas, su rostro chato, las plumas suaves sobre su cabeza.

– ¿Te perdonó Elokim? -le preguntó.

– En sueños me perdona.

– ¿Qué sueña?

– Sueña que se arrepiente. Teme.

– ¿Qué nos hará felices?

– La inquietud. La búsqueda. Los desafíos.

– Dijiste que Elokim nos ha dejado solos para probar si seremos capaces de volver al punto de partida. ¿Sólo entonces seremos felices?

– Es largo el tiempo de Elokim.

Eva despertó. No quería despertar. Cerró los ojos. ¿Cuándo, dime cuándo volveremos?, preguntó en la oscuridad. Nadie respondió.

Capítulo 23

Construir el foso les llevó dos lunas llenas. En la segunda luna nueva, Aklia y Luluwa sangraron. Eva las abrazó. Las calmó.

– No sé por qué sucede, pero después de la sangre vienen los hijos.

Le contó a cada una su nacimiento. Aklia y Luluwa comprendieron qué era el agujero ciego que tenían en medio del estómago. Era el ombligo. Ni Adán ni Eva lo tenían. Preguntaron: ¿cuánto tendrían que esperar ellas para tener hijos?, ¿qué ponían los hombres de su parte?, ¿por qué Abel y Caín se parecían a Adán?

Eva sonrió. Querían saberlo todo.

Era temprano. Empezaba la época de lluvias y frío. Los hombres se marcharon solos a buscar troncos de árboles para hacer la pasarela sobre el foso. Eva retuvo a las hijas. Se acomodó con ellas sobre la piel de la osa. Avivó el fuego. Pensó en las palabras con que les diría lo que querían saber.

Ella había estado dentro de Adán, les dijo, antes de que comieran la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, pero Adán nunca había estado dentro de ella entonces. Hasta que dejaron de ser eternos no sintieron que necesitaban el uno del otro. La muerte los había obligado a otro tipo de eternidad, a crear a los que guardarían su memoria y continuarían cuando ellos partieran. Elokim había dicho que polvo eran y en polvo se convertirían. Pero también mandó que crecieran y se multiplicaran.

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