Gioconda Belli - El Infinito En La Palma De La Mano

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El mágico relato de nuestros orígenes es probablemente el que más fascinación ha inspirado en la humanidad a lo largo de los tiempos. Pero, más allá de los cuarenta versículos que la Biblia dedica a Adán y Eva, más allá incluso de la leyenda, ¿cómo sería la vida de aquella inocente, valiente y conmovedora primera pareja?, ¿cómo sería aquel universo primigenio?
Poesía y misterio se dan la mano en esta sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas.
El infinito en la palma de la mano ha sido galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2008 por su singularidad y su capacidad evocadora. Gioconda Belli ha creado un mundo nuevo que surge de los Grandes libros secretos, textos apócrifos o prohibidos llenos de revelaciones y fantásticas apariciones, y recrea magistralmente la historia más prodigiosa que pueda imaginarse.

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– Pensé que Abel dormía tendido sobre la tierra y que, a su lado, Caín velaba su sueño. Pero luego oí los gemidos de Caín. Lo vi con la cabeza entre las piernas. Se mecía de atrás para adelante con las manos entrelazadas detrás de la nuca. No más verme, lanzó un grito. Se echó a llorar. ¿Qué le pasa a Abel, Caín?

»Y me dijo: Está muerto, Luluwa, lo maté.

Está muerto Luluwa, lo maté. Está muerto, Luluwa, lo maté. Está muerto, Luluwa, lo maté. Eva oyó la frase y todas las palabras del mundo excepto ésas desaparecieron. Quería pensar y sólo está muerto, Luluwa, lo maté, quería hablar y sólo está muerto, Luluwa, lo maté. Y era estar viendo aquellas palabras, viendo la imagen que Luluwa describía: Abel en el suelo y Caín diciendo aquello una y otra vez.

Luluwa siguió hablando.

– ¿Lo mataste?, le pregunté, sin poder entender. Pensé que nunca habíamos visto morir a uno de nosotros. Pensé que Caín se equivocaba. Entonces me arrodillé junto a Abel y empecé a llamarlo. Vi la sangre bajo su cabeza. Una aureola roja. Vi que Abel miraba fijo al cielo. Lo zarandeé. Le rogué que despertara. Abel estaba frío, helado, como el agua del río. No despierta, me dijo Caín. Me dijo que ya lo había intentado. Me dijo que no se oía ningún ruido dentro de él. Gritó que lo había matado. Y lo mató -gimió Luluwa, soltándose en llanto-, lo mató. Es cierto. Yo lo vi. Está muerto. No se mueve. No habla. Mira fijo. Y está frío. Caín lo mató, ¡Caín lo mató! No quiso hacerlo pero lo mató. Pobre Caín. ¿Qué irá a ser de nosotros? ¿Dónde está Abel? ¿Dónde es la muerte? ¿Cómo haremos para que vuelva?

Ninguno de ellos había muerto aún, pensó Eva. Ellos no podían morir, pensó Adán.

Eva recordó a la Serpiente: no era fácil morir, había dicho. Elokim no dejaría que esto sucediera, se dijo Adán. Eva y él, tiempo atrás, se habían lanzado de la cima del monte creyendo que morirían, sólo para despertar dentro del río sin un rasguño.

– Vamos, Luluwa, llévanos donde tus hermanos.

Capítulo 29

Corrieron los cuatro sin detenerse. Corrieron a través del paisaje de otoño.

Oscurecía. En el cielo las nubes ardían en la roja luz del crepúsculo, la tierra oscura y hostil les devolvía el sonido de sus pies cayendo rítmicos sobre el suelo.

Una manada. Una manada despavorida. A su paso los pájaros levantaban el vuelo. Los animales olían su angustia. Ninguno se acercó.

Está muerto, Luluwa, lo maté. Quería borrar las palabras, pero sonaban igual que los talones cayendo uno tras otro sobre el sendero. ¿Y si era cierto? ¿Y si Caín había matado a Abel? Todos sabían matar. Hasta ella. Los peces morían en sus cestas. Sus colas golpeaban contra los costados cuando se quedaban sin agua.

Pero ¿matar a otro como ellos? ¿Cómo no iba a medir Caín su fuerza? Luluwa contó que Caín le había pegado con una piedra. Así mataba Adán los conejos.

Así le contó que mató a la osa que destrozó a su perro. ¿Qué había hecho Adán, qué había hecho ella al matar la primera criatura? ¿Qué fuerzas crueles desataron para sobrevivir, para comer? ¿Y por qué lo había dispuesto así Elokim?

¿Sabría acaso lo que hacía? ¿O lo hacía todo con el abandono con que pintaba el cielo, con que armaba las flores, las alas de los pájaros? ¿Pensaba acaso? Si no vivía como ellos, ¿cómo podía disponer de sus vidas, disponer de lo que podía o no ser?

Luluwa señaló el promontorio. Subieron. Aklia gemía, trastabillaba. Eva la vio apoyándose en sus manos para empujarse, para ir más rápido.

– Cuidado con tus manos, Aklia.

Ella la miró con sus ojos dulces. No habló. No hizo más que un ruido triste y agudo.

Adán vio la figura de Abel tendida en el suelo. Mucho animal había matado para no reconocer las señales. Pero corrió a tocarlo. Fue el primero que hundió su cabeza en el pecho de Abel. Su llanto era ronco, inmenso. El aire se llenó de su quejido. Era un llamado, una admisión de derrota.

Eva se acercó despacio. Le temblaban las piernas. Recordó la sensación de Abel en su vientre. El sebo y la sangre de su pequeño cuerpo. Sus ojos se detuvieron en las plantas de los pies del muchacho. Estaban curtidas. Eran lisas, grandes. Los dedos. Los piececitos de sus hijos. Nada le maravilló tanto cuando nacieron. Los pies y las pequeñas orejas, los lóbulos curvos como caracolas. Se acercó más. Vio sus ojos fijos. Se inclinó y tocó sus párpados para cerrarlos. Lo hizo sin pensar. El conocimiento del Bien y del Mal.

Hermoso Abel. Dormido. Le pasó la mano por la frente. Fría su piel. La tristeza le corrió lenta por el cuerpo, como irse llenando de agua toda hasta no poder respirar. Se sentó cerca de su cabeza. Lo acarició. Quería abrazarlo, pegarlo contra su pecho, apretarlo fuerte, consolarlo. ¡Qué solo estaría!, pensó. Más solo que ellos que estaban solos.

Adán lloraba. El llanto le salía de un lugar que no parecía estar dentro de él, sino dentro de la tierra misma. Ella tomó la cabeza de Abel y la puso sobre su regazo.

– Ayúdame, Adán, ayúdame a abrazarlo, ponlo en mis brazos.

Adán la ayudó. Ella acunó al hijo. Lo meció. No habría cómo llorar este dolor, pensó, las lágrimas corriéndole por las mejillas, derramándose sobre sus pechos. Apretó a Abel. ¿Dónde está tu vida, Abel? ¿Por qué no te mueves?

Estaba tan pesado, tan abandonado. Tocó su cabeza. La herida en el cráneo. Ya no sangraba. A ella el vientre se le puso hueco, sentía el vacío del hijo como un desalojo de sí misma. Sólo agua la inundaba. Agua asfixiándola hasta que pudo sacar el quejido profundo, dejarse ir en la pena de saber que nunca más volvería a ver a Abel vivo. Nunca más.

Vio a Aklia saltando, gimiendo. Luluwa.

– ¿Dónde está Caín? -preguntó-. ¿Dónde está mi hijo Caín?

– No sé -dijo Luluwa-. No sé.

– Búscalo, Luluwa. Búscalo para que nos ayude a llevar a Abel a la cueva. No podemos dejarlo aquí.

Entró la noche. Adán encendió fuego. Uno a cada lado de Abel, Adán y Eva acompañaban a su hijo bajo un cielo oscuro y estrellado.

Aklia se había quedado dormida.

– Recuerdo cuando fui consciente de que era -dijo Adán-. Lo recuerdo y pienso que habría sido mejor nunca existir.

– Yo recuerdo cuando comí la fruta del árbol. No debí haber comido.

– Nunca habría muerto Abel. Fue contigo que todo empezó, Eva. -Alzó los ojos. La miró con adolorido rencor.

– Sin mí no habría existido Abel -reaccionó ella-. No nos habríamos amado. Conmigo empezó la Vida que tenía que ser. Sólo cumplí con mi destino.

– Y empezó la muerte.

– Yo di vida, Adán. El que empezó a matar fuiste tú.

– Para sobrevivir.

– No te culpo, pero una vez que aceptamos que había que matar para sobrevivir permitimos que la necesidad dominara nuestra conciencia, admitimos la crueldad. Y mira ahora cómo la crueldad ha venido a posarse en nuestras vidas.

– Era inevitable. Tan inevitable como que tú comieras la fruta.

– Si Elokim no nos hubiera obligado a cruzar a los gemelos entre ellos, quizás esto no hubiera sucedido.

– ¿Para qué nos creó, Eva? No creo que pueda sufrir más de lo que he sufrido.

– La Serpiente decía que Elokim nos hizo para ver si los nuestros serían capaces de volver al punto de partida y recuperar el Paraíso.

– ¿Acaso nosotros no somos el principio?

– Según me dijo, en el Jardín nosotros fuimos la imagen de lo que Elokim quería ver al final de su creación. Cuando comimos el higo, él alteró la dirección del tiempo. Ahora, para volver al punto de partida, nuestros hijos y los hijos de sus hijos, las generaciones que nos sucederán, tendrán que recomenzar, retroceder. Eso dijo.

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