Liliana Heker - Zona de clivaje
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– Ya sé lo que quiero que me regales para mi cumpleaños -dijo.
Y por unos segundos tuvo la ilusión de que el sentido de su vida estaba resuelto para siempre.)
– ¿Pero qué cosas escribís? -dijo la vecina.
Irene se puso en guardia. Cómo explicarle esto que ahora mismo, aturdida por el canto dorado de la mañana, aún la aureolaba, cómo contarle que ella a veces se sentía capaz de arrancar ciertos acordes secretos del universo, que en mañanas como ésta, a punto de vislumbrarse un sentido -ni más imposible ni más alcanzable que el de la muchacha que en este momento empujaba pensativa el cochecito de su bebé por la cortada Del Signo-, creía posible decirles a otras mujeres y a otros hombres cosas que a ella le parecía conocer de las mujeres y los hombres.
– Cosas, qué sé yo -se rió para que todo volviera a la normalidad.
Porque lo que en el fondo temía, si le confesaba la verdad a la vecina (o lo que en esta mañana azul creía la verdad), era la pérdida de estos remansos o transitorios cielos cotidianos, ya que tal vez entonces la vecina nunca más se atrevería a conversar con ella acerca del dulce de quinotos o de la bosta de vaca.
– Lo que pasa es que me la regalaron ayer, por eso tanto entusiasmo.
Aunque tal vez era todavía peor. Confesarle la verdad a la vecina la ataba a que esta noche de vigilia no fuera algo casual, un mero desprendimiento de su euforia por haber cargado los catorce kilos doscientos de su Remington. O de su necesidad de deslumbrar al hombre que ahora seguramente estaría celebrando a una adolescente implacable, toda futuro y palabras de grandeza. Porque la vecina sin duda creería en ella, en sus palabras de alto vuelo, y eso la ligaría a esta noche azarosa como a un destino. ¿ Y qué es un destino?, se preguntó siempre hábil para instalar una fuente de especulaciones cuando las papas quemaban. Como si la dificultad de la respuesta, o la astucia de haber ideado el interrogante oportuno, la eximiera de esta vergüenza de no haber tenido el coraje de picar alto, siquiera, para mentirle a la vecina.
– ¿El hombre rubio?
– ¿Qué?
– Si te la regaló el hombre rubio.
Irene sonrió apenas. La vecina se había desviado por un atajo que sin duda le resultaba más interesante.
– Sí.
– ¿Hace mucho que lo conocés?
Alerta. Este camino también era peligroso. Trece años. Decir la verdad era caerse en la historia de la vecina, cuyos incidentes le venía contando entre tortas fritas de balcón a balcón, porque es tan bueno desahogarse con alguien, ¿no te parece? Con Rodolfo, la vecina no se podía desahogar porque era tan sensible, cualquier cosa lo afectaba. Rodolfo era casado, la visitaba desde hacía ocho años, y era terriblemente sensible: cualquier reproche lo afectaba horrores. Encima venía lleno de problemas: la mujer que no lo comprendía, los viajes intempestivos. Pero el día menos pensado los problemas se acababan; él arreglaba un montón de compromisos, se separaba de la mujer y se venía a vivir con ella. Minga, había pensado Irene; éste no se separa más en la vida, querida. Y qué iba a pensar la vecina de ese hombre rubio que desde hacía trece años. Minga.
– Más o menos -dijo con ambigüedad.
– Es medio raro, ¿no? -dijo la vecina.
A Irene le dio risa. Se vio contándole la opinión de la vecina a Alfredo. Dijo que eras medio raro. Una risa bárbara.
– Tiene sus cosas -dijo-. Pero es amoroso.
– ¿No se piensa casar?
– No sé si se piensa casar -lo dijo con demasiada violencia, pero ya era tarde-. Al menos yo, no tengo intenciones de casarme en mi vida.
Y advirtió con alarma que ahora ya no podría sacarse de la cabeza lo que, con habilidad, había estado eludiendo toda la noche. El sol le daba de frente y se estaba poniendo molesto. Tenía que encontrar un pretexto para entrar de una buena vez, no se iba a quedar en el balcón toda la mañana.
– Hacés bien -dijo la vecina-. Todos los hombres son unos canallas.
Irene sintió una furia helada.
– Son tan canallas como usted y como yo -sabía perfectamente que ésa era una violencia ridícula-. Tan canallas como cualquiera. ¿Se da cuenta de que nadie tiene la culpa de lo que le pasa a usted? ¿No se da cuenta de que se está jodiendo la vida porque se le da la gana?
Vio cómo saltaban las lágrimas en los ojos de la vecina, y se odió. Esa que ahora lloraba en silencio era una mujer apacible y pródiga que preparaba lentos guisos con pimentón y laurel. ¿Cómo podía conocer Irene, con qué derecho podía juzgar su recóndita idea de la felicidad? Entonces la vecina gritó:
– ¡Ahí está!
– Quién -dijo Irene.
Y en el preciso momento en que la otra, jugada al fin, dijo “tu novio”, Irene lo vio a Alfredo, quien se acercaba lo más campante por la vereda del mercado.
– ¡Desgraciada! -le gritó, con tanta fuerza que la otra vecina, la de la izquierda, culta asistente a cursillos sobre historia del arte y también a algunas conferencias de ese profesor rubio tan brillante a quien he visto con usted, Irene, la vecina de la izquierda levantó la vista del geranio cuyas hojas estaba lustrando-. Me hacés ir hasta el culo del mundo y resulta que la máquina te la trajiste al hombro.
Las hilachas de odio desaparecieron como por encanto, el mundo se transformó en un lugar habitable e Irene lo saludó con la mano, momentáneamente olvidada de la vecina, de la adolescente jetona y también de las cúspides doradas a las que se había encaramado la noche anterior.
Abrió la puerta, puro júbilo y deseo. En seguida iba a contarle en detalle -acicateando livianamente, como por mero rito, la conciencia de Alfredo- su aventura con la máquina de escribir, y después iba a escuchar en detalle -y un fantasma se haría humo- la aventura de él con esa chica llamada Cecilia, de quien todo lo que conocía hasta ese momento eran un gesto de fastidio, la acechante paciencia y su aversión al imperativo categórico. Pero no. Lo primero que dijo Alfredo al entrar fue:
– ¿A que no sabés con quién me encontré ayer?
Irene se desconcertó. Su interés apuntaba por anticipado en otra dirección; no estaba en condiciones de sentir curiosidad por un hecho imprevisto. Sólo le prestó atención al singular del verbo: “Encontré”. Con quién me encontré, nada de “nos encontramos”. Pero desechó el dato por inútil. Para Alfredo, la primera persona del plural venía a ser una especie de arcaísmo, como si nunca lo abandonara la sensación de que todo lo que vivía, así estuviese acompañado por una multitud, lo vivía solo.
– ¿Ayer, cuándo? -preguntó, con la esperanza de que la respuesta arrojara alguna luz sobre la existencia de Cecilia.
En la kitchenette, puso a calentar el café.
– ¿Y eso qué importancia tiene? -dijo Alfredo con cierta irritación, y se sentó mirando hacia la kitchenette. O sea de espaldas al escritorio con la Remington. Atajo clausurado.
– No, ninguna -dijo Irene; se sentó frente a Alfredo-. Dale, contame. Soy toda oídos.
Pero no era cierto. Estaba contrariada. Tanto trabajo desbaratado en un segundo porque Alfredo había instalado desde el vamos un nuevo centro de atención y ni siquiera había mencionado a la mirona. Sin embargo, ella puso todo su cuerpo en actitud de escuchar. Los antebrazos sobre la mesa, el tronco un poco volcado hacia adelante, la cara alerta. ¿Y esto no era un modo de la traición? Fingir que anhelaba una futura historia que a él sí parecía importarle mucho, como parecía importarle mucho -se le notaba desde que había entrado- compartirla por fin con ella, ¿no era acaso un modo de la traición? ¿Y podía Irene confesarse de cuántas traiciones como ésta estaba hecha su inquebrantable fidelidad? “¡No!”, exclamó efusiva cuando él se lo dijo, haciendo hincapié en la impresión que le había causado verlo, después de doce años, con su inalterable sonrisa cínica y blanquísima. “¿Pero te saludó él primero?”, mientras internamente buscaba la forma de averiguar (sin cometer la vulgaridad de preguntárselo) si la mirona estaba ahí, si había sido vista junto a Alfredo en este encuentro inesperado. “Fue algo mutuo”, dijo él, y le contó que venían caminando en direcciones opuestas y prácticamente se toparon, se quedaron como paralizados o aturdidos, uno frente al otro, sin saber bien qué decir. O emocionados, escribiría Irene, súbitamente absueltos de toda angustia por la momentánea ilusión de que ahora podían sentirse menos solos en el mundo, ¿o hay acaso sosiego mayor que el de saber que en alguna parte hay una inteligencia capaz de comprendernos? “Me impresionó lo viejo que está”, dijo Alfredo, y se rió porque en realidad había sido Enrique Ram, dijo, quien se fijó en el pelo encanecido de Alfredo y en los surcos de su cara, y dijo: “Pero usted está mucho más viejo, Etchart”. Hubo una ráfaga, algo fugazmente desgarrador, cuando Irene lo miró a Alfredo con los ojos de doce años después, y tal vez también a ella misma, a lo que ellos dos habían sido, como vistos doce años después. “Siempre el mismo hijo de puta”, dijo risueña, ya que en cierto modo estaba haciendo un esfuerzo por entender este encuentro en el mismo sentido y con la misma intensidad con que Alfredo se lo estaba contando. ¿O él no había venido para eso?, escribiría. Para compartir con la única persona que en cierto modo podía entenderlo un encuentro que para él había sido conmovedor aunque por pudor no lo diría, ni creía necesario decírselo a Irene para que ella lo entendiera. ¿Y esto no era acaso un modo del amor? Estar escuchándolo ella porque él necesitaba ser escuchado ¿no era un modo del amor? Como era un modo del amor que él se hubiese acordado súbitamente de la Remington sólo porque necesitaba un pretexto para venir a compartir con ella, y sólo con ella, lo único que de verdad le importaba. Y esto entonces no era la historia de dos mentiras, o de dos traiciones, sino una única e incomparable historia de amor. Así que Irene trataba ahora de escucharlo con verdadero interés. Aunque sin conseguirlo del todo ya que lo más creativo de su cerebro estaba alerta, acechando el momento en que Ram fijará su mirada en la adolescente que acompaña al de pelo encanecido y hará algún comentario mordaz que, tal vez, hasta aludirá a otra adolescente brillante e incisiva -pensó la modesta-, o simplemente lo mirará con sorna a Alfredo como diciéndole usted siempre el mismo degenerado, Etchart, aunque se las dé de humanista, en el fondo lo único que necesita es una mujercita fresca al lado que lo haga creer que todavía es joven. Nada. Lo que Alfredo le estaba señalando era que Ram, pese a su habitual tono irónico, parecía realmente contento de haberlo encontrado. “¿Pero no te hizo ningún comentario sobre el asunto de su mujer?”, preguntó Irene con interés real ahora, ya que guardaba intacto en su memoria -y no sólo ella- el escándalo estallando doce años atrás, la desencadenada furia de Ram, su dureza al desheredar al hijo dilecto; y le costaba creer que tanta llamarada no hubiese dejado huella. Aunque tal vez, escribiría, Marina de Ram había sido un mero pretexto, ya que todo terminó tres meses después sin dejar rastros aparentes. Y lo único que Alfredo había estado buscando era romper ferozmente con un vínculo en el cual siempre seguiría siendo el alumno; ruptura o traición que lo dejó huérfano por segunda vez pero que era el precio de las noches que siguieron, noches en las que, irreparablemente solo, buscaba en la oscuridad las palabras que configurarían este lento legado que era él, que era lo que él tenía que decirles a los hombres, donde entraban otros legados, y también su propia tormentosa visión del hombre contemporáneo, y también, por qué no, esta traición y otras traiciones o actos de piedad o de amor que van tramando la historia secreta de los humanos, todo lo que tal vez conformaría su inédita concepción de humanista raro y despiadado, sabiendo que nadie, ningún maestro o dios podría legitimar tanta búsqueda en la vigilia. Pero Alfredo dijo que no, que ni siquiera se había mencionado el asunto de la mujer de Ram, y que buen favor le había hecho él: con el odio que ella le tenía entonces a Ram -y que en camas compartidas él le fue desarmando, explicándole por qué ciertos hombres, acosados por una lucidez que los deja irremediablemente solos, tienen la perversa compulsión de ser crueles, y sin embargo necesitan protección, necesitan también ellos ser redimidos por el amor aunque nunca se animen a confesarlo-, hubiera terminado haciéndole una porquería. “¿Y qué te creés que le hizo?”, dijo Irene, mientras empezaba a alarmarla en serio que Cecilia todavía no hubiese entrado en la narración. “Eso no se lo hizo ella; se lo hice yo. ¿Te das cuenta de la diferencia?” Irene se daba cuenta, cierta parte de su cabeza reconocía que eso era verdad, el engaño de la mujer de Ram no significaba nada, como si entre los dos hombres le estuviesen negando la gracia de toda voluntad: esto era sólo un problema entre ellos dos. Pero su zona más lógica estaba tratando de analizar las posibles razones de la ausencia de Cecilia en este relato. Podía ser que él no la hubiese mencionado porque en realidad no estaba; lo que no significaba gran cosa ya que a lo mejor todavía no había llegado (digamos que el encuentro se había producido cuando Alfredo iba hacia el barcito) o se había ido a la casa por algo -¿avisarle a la madre que hoy iba a dormir en la casa de una compañera?-. O tal vez ya estaba en el barcito y Alfredo sólo había salido a comprar cigarrillos cuando se topó con Ram. Pero también podía ocurrir que Cecilia hubiese estado allí, junto a Alfredo, que todo el tiempo hubiese estado allí mientras Alfredo le contaba a ella el encuentro, que siempre volviese a estar allí cuando él recordara ese momento. Contrariada, o alegre, o envanecida, ¿constituyendo algo tan privado, tan incomunicable que Alfredo no podía contárselo a ella? Aunque tal vez, escribiría, él ni siquiera se acordaba de que a su costado había una adolescente mirona, incapaz todavía de darle un signo a lo que ocurría y hasta ignorante de quién era ese viejo cínico de dientes blanquísimos. Y lo único que a él le importaba era lo que ahora, tomando café de espaldas a la Remington, le estaba contando: la velada aunque inocultable exaltación de Ram al referirse a “esa Anti-Estética suya tan reveladora”, el recatado respeto “aun cuando yo no coincido para nada con su visión del mundo, Etchart, usted lo sabe”, frases que pasajeramente lo hacían sentirse menos solo. ¿O acaso Irene ignoraba que, al escribir ciertas páginas, Alfredo esperaba en secreto que Ram las leyese, como si lo volviese menos vulnerable saber que en algún sitio, aunque aun lo odiara, Ram seguía comprendiéndolo, del mismo modo que él comprendía ciertos textos del viejo cínico, como hilos tendidos, que aún lo hacían sonreír, o putearlo, o francamente maravillarse? Entonces la confirmación de que ese diálogo silencioso había existido era lo único que le importaba, al punto que había olvidado por completo que a su lado había habido una adolescente jetona. ¡Pamplinas!, dijo su ángel negro, que tanto se había nutrido de las novelas de la Condesa de Segur como -ya se verá- en los potreros donde habría defendido con dignidad la auriazul camiseta de Boca Juniors, o en las peligrosas herejías de Gombrowicz. ¡Pamplinas! Lo que pasa es que esta vez el gran pelotudo está metido hasta las verijas con la moderna colegiala.
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