¿Quién hubiera podido imaginar que los horrores que me tocaría ver serían diferentes, mucho más perturbadores que unos caballos al galope por las calles de Roma? Cuando era niña, al leer ese libro echaba muchas cuentas para calcular si, dada mi edad, lograría asomarme al 2000. Noventa años me parecían una edad bastante avanzada pero no imposible de alcanzar. Esa idea me daba una especie de embriaguez, un leve sentimiento de superioridad sobre todos aquellos que no conseguirían llegar al 2000.
Ahora que casi hemos llegado, sé con certeza que yo no lo alcanzaré. ¿Siento nostalgia? ¿Lo lamento? No, sólo estoy muy cansada, entre todas las maravillas que nos vaticinaban sólo he visto a una convertirse en realidad: el ingenio poderosísimo y minúsculo. No sé si esto les ocurre a todos en los últimos días de la existencia, esta repentina sensación de haber vivido demasiado, de haber visto demasiado, de haber sentido demasiado. No sé si al hombre del neolítico le ocurría como ahora o no. En el fondo, pensando en el siglo que he atravesado casi enteramente, tengo la idea de que de alguna manera el tiempo ha padecido una aceleración. El día es siempre un día, la noche siempre se prolonga en proporción al día, el día en proporción a las estaciones. Así es ahora, como en los tiempos del período neolítico. El sol sale y se pone. Astronómicamente, si es que hay alguna diferencia, ésta es mínima.
Sin embargo, tengo la sensación de que ahora todo está más acelerado. La historia hace que ocurran muchas cosas, nos hace blanco de acontecimientos siempre diferentes. Al terminar cada día nos sentimos más cansados, cada vez más; al terminar una vida, exhaustos. ¡Es suficiente que pienses en la Revolución de Octubre, en el comunismo! Lo vi aparecer; por culpa de los bolcheviques no dormí por las noches; lo he visto difundirse por los países y dividir el mundo en dos grandes gajos, de un lado el blanco y del otro el negro -blanco y negro siempre en permanente lucha entre sí- y por esa lucha nos hemos quedado todos con el aliento suspendido: existía aquel ingenio, ya lo habían lanzado pero podía volver a caer en cualquier momento. Después, de repente, un día como otro cualquiera, conecto la televisión y veo que todo eso ya no existe, se derriban los muros, las alambradas, las estatuas: en menos de un mes la gran utopía del siglo se ha convertido en un dinosaurio. Está embalsamada, en su inmovilidad se ha vuelto inofensiva, está situada en medio de una sala y al pasar delante de ella todos dicen: «¡Qué grande era, oh! ¡Qué terrible era!»
Digo el comunismo pero hubiera podido decir cualquier otra cosa, ante mis ojos han pasado tantas, y ninguna ha permanecido. ¿Entiendes ahora por qué te digo que el tiempo se ha acelerado? Durante el neolítico, ¿qué podía ocurrir a lo largo de una existencia? La temporada de las lluvias, la de las nieves, la estación del sol y la invasión de la plaga de langostas, alguna escaramuza cruenta con unos vecinos poco simpáticos, acaso la llegada de algún pequeño meteorito con su cráter humeante. Aparte del propio territorio, más allá del río no había otra cosa. Al ignorar la extensión del mundo, forzosamente el tiempo era más lento.
«Que puedas tú vivir en años interesantes», se dicen, al parecer, unos a otros los chinos. ¿Un benévolo augurio? No lo creo, más que un augurio me parece una maldición. Los años interesantes son los más agitados, son aquellos en los que ocurren muchas cosas. Yo he vivido años muy interesantes, pero los que tú habrás de vivir tal vez sean más interesantes todavía. Aunque se trata de un simple convencionalismo astronómico, al parecer el cambio de milenio siempre trae consigo una gran perturbación.
El día 1 de enero del año 2000, los pájaros se despertarán en la copa de los árboles a la misma hora que el 31 de diciembre de 1999, cantarán de la misma manera y, apenas hayan terminado de cantar, irán en busca de alimento. En cambio, para los hombres todo será diferente. Tal vez -en caso de que no se haya producido el castigo previsto- se apliquen con buena voluntad a la construcción de un mundo mejor. ¿Ocurrirá eso? Tal vez, pero acaso no. Los indicios que hasta el día de hoy he podido percibir son diferentes entre sí y todos se contradicen entre sí. Hay días en que me parece que el hombre no es sino un gran mono a merced de sus instintos y, lamentablemente, en condiciones de manipular armas complicadas y peligrosísimas; al día siguiente, en cambio, tengo la sensación de que ya ha pasado lo peor y de que empieza a emerger la parte mejor del espíritu. ¿Cuál de las hipótesis será la verdadera? Quién sabe, tal vez ninguna de las dos, tal vez realmente el Cielo, durante la primera noche del 2000, para castigar al hombre por su estupidez, por la manera tan poco sabia que ha tenido de despilfarrar su potencialidad, hará que caiga sobre la tierra una terrible lluvia de fuego y guijarros.
En el año 2000 tú tendrás apenas veinticuatro años y verás todo eso; yo, en cambio, ya me habré marchado, llevándome a la tumba esta curiosidad insatisfecha. ¿Estarás preparada?, ¿serás capaz de enfrentarte con los nuevos tiempos? Si en este momento bajase del cielo un hada buena y me dijera que puedo pedir tres deseos, ¿sabes qué le pediría? Le pediría que me convirtiese en un lirón, en un herrerillo, en una araña casera, en algo que viva a tu lado sin ser visto. No sé cuál será tu futuro, no consigo imaginarlo; dado que te quiero sufro mucho al no saberlo. Las pocas veces que hemos mencionado el asunto tú no lo veías nada rosado: con el absolutismo de la adolescencia estabas convencida de que la desdicha que te perseguía entonces te seguiría persiguiendo siempre. Yo estoy convencida exactamente de lo contrario. ¿Y eso por qué?, te preguntarás, ¿qué señales me llevan a alimentar esa idea descabellada? Por causa de Buck, tesoro mío: siempre y sólo por causa de Buck. Porque cuando lo escogiste en la perrera creías haberte limitado a escoger un perro entre otros perros. En realidad, durante esos tres días libraste en tu interior una batalla mucho más grande, mucho más decisiva: sin la menor duda, entre la voz de la apariencia y la voz del corazón, sin la más mínima vacilación, elegiste la del corazón.
Es muy probable que a tu misma edad yo hubiese elegido algún perro de suave pelaje y elegante estampa, habría escogido al más noble y perfumado, un perro para sacar a pasear y provocar envidia. Mi inseguridad, el ambiente en que había crecido, ya me habían entregado a la tiranía de la exterioridad.
21 de diciembre
Como resultado de toda esa larga inspección en el desván, al final sólo bajé el belén y el molde para tartas que habían sobrevivido al incendio. «Vaya por el nacimiento -dirás tú-, pero el molde, ¿qué tiene que ver?» Pues ese molde pertenecía a mi abuela, es decir a tu tatarabuela, y es el único objeto que ha quedado de toda la historia femenina de mi familia. Con la larga permanencia en el desván se ha oxidado mucho, lo llevé inmediatamente a la cocina y en el fregadero, utilizando la mano buena y las esponjas adecuadas, traté de limpiarlo. Piensa en la cantidad de veces que, durante su existencia, ha entrado y salido del horno, cuántos hornos diferentes y cada vez más modernos ha visto, cuántas manos diferentes y, sin embargo, parecidas lo han rellenado de masa. Si lo traje abajo fue para que siguiese viviendo, para que tú lo utilices y acaso, a tu vez, lo dejes para que lo usen tus hijas, para que en su historia de humilde objeto resuma y rememore la historia de nuestras generaciones.
Cuando lo vi en el fondo del baúl, volvió a mi recuerdo la última ocasión en que estuvimos juntas. ¿Cuándo fue? Hace un año, tal vez un poco más de un año atrás. A la hora de la siesta habías entrado en mi dormitorio sin llamar a la puerta; yo estaba descansando tendida en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y tú, al verme, habías estallado en llanto sin contenerte lo más mínimo. Tus sollozos me habían despertado. «¿Qué hay? -te pregunté, al tiempo que me sentaba-. ¿Qué ha pasado?» «Pasa que pronto te vas a morir», me contestaste, llorando con más intensidad aún. «Ay, Dios, esperemos que no sea tan pronto -repuse riendo, para después añadir-: ¿Sabes qué? Te voy a enseñar a hacer algo que yo sepa hacer y tú no; así cuando yo ya no esté lo harás y te acordarás de mí.» Me levanté y me echaste los brazos al cuello. «Pues entonces -te dije para dominar la emoción que me asaltaba a mí también-, ¿qué quieres que te enseñe a hacer?» Enjugándote las lágrimas, meditaste un rato y después dijiste: «Una tarta.» Por lo tanto, fuimos a la cocina y emprendimos una larga batalla. En primer lugar, te negabas a ponerte el delantal, porque decías: «¡Si me lo pongo, después tendré que ponerme también rulos y calzar pantuflas, qué horror!» Después, cuando había que montar las claras a punto de nieve, te quejabas de que te dolía la muñeca, te enfadabas porque la mantequilla no se amalgamaba con las yemas, porque el horno nunca estaba suficientemente caliente. Al lamer la espátula con que había diluido el chocolate, se me manchó de marrón la nariz. Al verme te echaste a reír. «A tu edad -decías-, ¿no te da vergüenza? ¡Tienes la nariz marrón, como la de un perro!»
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