Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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Pero cuando aquella noche le dije a Ernesto: «Quiero un hijo», se trataba de algo absolutamente diferente y todo el sentido común estaba contra esa decisión; sin embargo, esa decisión era más fuerte que todo el sentido común. Y además, en el fondo, tampoco se trataba de una decisión, era un frenesí, una avidez de perpetua posesión. Quería a Ernesto dentro de mí, conmigo, a mi lado para siempre. Ahora, al leer de qué manera me comporté, probablemente te estremecerás de horror, te preguntarás cómo no te has dado cuenta antes de que yo ocultaba aspectos tan bajos, tan despreciables. Cuando me apeé en la estación de Trieste hice lo único que podía hacer: bajé del tren como una tierna y enamoradísima esposa. A Augusto inmediatamente le llamó la atención mi cambio, y en vez de preguntarse qué pasaba se dejó implicar.

Un mes más tarde era más que plausible que aquel hijo fuera suyo. El día que le comuniqué los resultados de los análisis, dejó su despacho a media mañana y pasó el día entero conmigo proyectando cambios en la casa por la llegada del niño. Mi padre, cuando acercando mi rostro al suyo le grité la noticia, cogió entre sus manos secas mis manos y se quedó así un rato, quieto, en tanto que los ojos se le ponían húmedos y enrojecidos. Hacía ya tiempo que la sordera lo había apartado de gran parte de la vida y sus razonamientos se desarrollaban de manera discontinua, entre una y otra frase había repentinos vacíos, retazos o residuos de recuerdos que nada tenían que ver. No sé por qué, pero ante sus lágrimas, en vez de emoción sentí una sutil sensación de fastidio. En ellas leía retórica y nada más. De todas maneras, no llegó a ver a su nietecita. Murió sin sufrir, mientras dormía, cuando yo estaba en el sexto mes de embarazo. Viéndolo acomodado en el ataúd me chocó hasta qué punto se había resecado y se veía decrépito. Tenía en la cara la misma expresión de siempre, distante y neutra.

Naturalmente, tras haberme enterado del resultado de los análisis, le escribí también a Ernesto; su respuesta llegó en menos de diez días. Aguardé unas horas antes de abrir el sobre, estaba muy agitada, temía que dentro hubiera algo desagradable. Sólo me decidí a leer el contenido al atardecer; a fin de poder hacerlo libremente me encerré en el reservado de un café. Sus palabras eran moderadas y razonables. «No sé si esto es lo mejor que se puede hacer -decía-, pero si lo has decidido así, respeto tu decisión.»

Desde aquel día, allanados todos los obstáculos, empezó mi tranquila espera de madre. ¿Me sentía un monstruo? ¿Era eso? No lo sé. Durante el embarazo y a lo largo de muchos años después no sentí ni una duda, ni un remordimiento. ¿Cómo conseguía fingir que amaba a un hombre mientras llevaba en el vientre el hijo de otro, al que verdaderamente amaba? Pero ¿ves?, en realidad las cosas nunca son tan simples, nunca son blancas o negras, cada tinte lleva consigo muchos matices diferentes. No me costaba nada ser amable y cariñosa con Augusto porque verdaderamente le tenía cariño. Lo quería de una manera muy distinta de cómo quería a Ernesto: lo amaba, no ya como una mujer ama a un hombre, sino como una hermana ama a un hermano mayor un poco tedioso. De haber sido él malo todo habría sido diferente, ni en sueños se me habría ocurrido dar a luz un hijo y vivir con un marido así; pero él era tan sólo mortalmente metódico y previsible; aparte de eso, en el fondo era amable y bondadoso. Se sentía feliz de tener ese hijo y a mí me hacía feliz dárselo. ¿Por qué razón habría tenido que revelarle el secreto? Haciéndolo habría hundido tres vidas en la infelicidad permanente. Por lo menos, así pensaba entonces. Ahora que hay libertad de movimientos, de elecciones, puede parecer verdaderamente horrible lo que hice, pero en aquel entonces -cuando me tocó vivir aquella situación- era cosa sumamente corriente, no digo que en cada pareja hubiera un caso así, pero por cierto era bastante frecuente que una mujer concibiese un hijo con otro hombre en el ámbito del matrimonio. ¿Y qué era lo que ocurría? Lo que me ocurrió a mí: absolutamente nada. El niño nacía, crecía igual que los demás hermanos, llegaba a adulto sin que asomara nunca la menor sospecha. En aquellos tiempos la familia tenía cimientos solidísimos, para destruirla hacía falta mucho más que un hijo diferente. Así ocurrió con tu madre. Vino al mundo e inmediatamente fue hija mía y de Augusto. Para mí lo más importante era que Ilaria era hija del amor y no de la casualidad, de los convencionalismos o del aburrimiento; pensaba que eso eliminaría cualquier otro problema. ¡Qué equivocada estaba!

Comoquiera que fuese, durante los primeros años todo siguió su curso de una manera natural, sin sobresaltos. Yo vivía para ella, era -o creía ser- una madre muy afectuosa y solícita. Desde el primer verano había tomado la costumbre de pasar los meses más calurosos con la niña en las playas del Adriático. Habíamos alquilado una casa y Augusto, cada dos o tres semanas, venía a pasar con nosotras el sábado y el domingo.

En aquella playa Ernesto vio por primera vez a su hija. Naturalmente, simulaba ser un perfecto extraño, durante el paseo «casualmente» caminaba a nuestro lado, alquilaba una sombrilla a pocos pasos de distancia y desde allí -cuando no estaba Augusto-, disimulando su atención detrás de un libro o de un periódico, nos observaba durante horas. Después me escribía por las noches largas cartas registrando todo lo que había pasado por su cabeza, sus sentimientos hacia nosotras, lo que había visto. Entretanto, a su mujer también le había nacido otro hijo, él había dejado el trabajo de temporada en las termas y había instalado en Ferrara, su ciudad, una consulta médica privada. Aparte de aquellos encuentros simuladamente casuales, en los primeros tres años de vida de Ilaria no nos vimos más. Yo estaba muy cautivada por la niña, todas las mañanas me despertaba con la alegría de saber que ella existía; aunque hubiese querido no habría podido dedicarme a ninguna otra cosa. Poco antes de despedirnos, durante mi última estadía en las termas, Ernesto y yo establecimos un pacto. «Todas las noches -había dicho Ernesto-, a las once en punto, en cualquier sitio que me encuentre y cualquiera que sea mi situación, saldré al aire libre y buscaré a Sirio. Tú harás lo mismo y así nuestros pensamientos, aunque estemos muy alejados, aunque no nos hayamos visto desde tiempo atrás y lo ignoremos todo el uno del otro, allá arriba volverán a encontrarse y estarán unidos.» Después salimos al balcón de la pensión y desde allí, levantando la mano entre las estrellas, entre Orión y Betelgeuse, me señaló a Sirio.

12 de diciembre

Anoche me despertó repentinamente un ruido, tardé un poco en darme cuenta de que se trataba del teléfono. Cuando me levanté ya había sonado muchas veces y dejó de sonar justo cuando llegué hasta él. Levanté el auricular de toda maneras y, con voz insegura y adormilada, dije «dígame» dos o tres veces. En vez de regresar a la cama me senté en la butaca cercana. ¿Eras tú? ¿Quién más hubiera podido ser? Aquel sonido en el silencio nocturno de la casa me había impresionado. Volvió a mi mente la historia que una amiga me había relatado años atrás. Su marido estaba hospitalizado desde hacía tiempo. A causa de la rigidez de los horarios de visita, el día que él murió ella no había podido estar a su lado. Agobiada por el dolor de haberlo perdido de esa manera, la primera noche no había logrado dormir; estaba allí, en la oscuridad, cuando repentinamente sonó el teléfono. Se extrañó, ¿cómo podía ser que alguien la llamase a esas horas para darle el pésame? Mientras tendía la mano hacia el aparato le llamó la atención algo extraño: del teléfono brotaba un halo de luz temblorosa. Cuando atendió la llamada su sorpresa se transformó en terror. En el otro extremo había una voz lejanísima que hablaba trabajosamente: «Marta -decía entre silbidos y ruidos de fondo-, quería saludarte antes de irme…» Era la voz de su marido. Una vez terminada esa frase había habido durante un momento un fuerte ruido de viento; inmediatamente después la línea se cortó y se hizo el silencio.

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