Ya te lo he dicho, merodeaba durante tardes enteras por la meseta. A veces, cuando intuía que la soledad iba a empeorar todavía más mi humor, deambulaba por la ciudad; mezclándome con la multitud recorría las calles más conocidas buscando algún tipo de alivio. A esas alturas era como si tuviera un trabajo, salía cuando Augusto salía y regresaba cuando él regresaba. El médico que se ocupaba de mí me había dicho que en ciertos casos de agotamiento era normal el deseo de moverse tanto. Dado que no tenía ideas de suicidio, no era nada arriesgado dejarme deambular por ahí; en su opinión, a fuerza de correr terminaría por calmarme. Augusto había aceptado sus explicaciones, aunque no sé si verdaderamente las creía o si era simplemente por desidia e inercia; de todas maneras yo le agradecía ese hacerse a un lado, ese no poner obstáculos a mi gran inquietud.
En una cosa, de todas maneras, el médico tenía razón; sumida en ese gran agotamiento depresivo, no tenía ideas suicidas. Es extraño, pero realmente era así: tras la muerte de Ernesto no pensé en matarme ni por un instante, no creas que era Ilaria lo que me retenía. Ya te lo he dicho: en aquel momento no me importaba lo más mínimo ella. Más bien, en alguna parte de mí intuía que esa pérdida tan repentina no era -no debía, no podía ser- una finalidad en sí misma. Había un sentido en ella, yo percibía ese sentido ante mí como un peldaño gigantesco. ¿Estaba allí para que yo lo superase? Probablemente sí, pero no lograba imaginar qué podía haber detrás, qué veda una vez que hubiese subido.
Cierto día llegué con el coche a un sitio en el que nunca había estado anteriormente. Había una iglesita con un pequeño cementerio alrededor; a los lados unas colinas cubiertas de maleza, sobre la cima de una de ellas se divisaba el pináculo claro de una fortaleza. Poco más allá de la iglesia había dos o tres casas de campesinos, gallinas que rebuscaban libremente en la calle, un perro negro ladrando. En un cartel decía «Samatorza». Samatorza, el sonido evocaba la soledad, el sitio justo donde ordenar los pensamientos. De allí arrancaba un sendero pedregoso y empecé a recorrerlo sin preguntarme adónde conducía. El sol ya se estaba poniendo pero, cuanto más avanzaba, menos ganas tenía de detenerme. De vez en cuando algún arrendajo me sobresaltaba. Algo había que me llamaba, que me impulsaba a avanzar: de qué se trataba era cosa que comprendí solamente cuando llegué al espacio abierto de un claro, cuando allí en el centro pude ver, plácida y majestuosa, con las ramas abiertas como brazos dispuestos a recibirme, una encina enorme.
Es ridículo decirlo, pero, apenas la vi, mi corazón empezó a latir de otra manera, más que latir aleteaba, parecía un animalito contento, sólo latía de esa manera cuando veía a Ernesto. Me senté a su lado, la acaricié, apoyé la espalda y la nuca contra su tronco.
Gnosei seauton , eso había escrito cuando era una muchacha sobre la cubierta de mi cuaderno de griego. Al pie de la encina, aquella frase sepultada en mi memoria repentinamente regresó a mi mente. Conócete a ti mismo. Aire, respiración.
16 de diciembre
Anoche nevó; apenas me desperté vi todo el jardín blanco. Buck corría como un loco por el prado, saltaba, ladraba, cogía con la boca una rama y la lanzaba por los aires. Más tarde vino a visitarme la señora Razman; tomamos un café y me invitó a que pasáramos juntas la Nochebuena. «¿ Qué es lo que hace todo el día?», me preguntó antes de marcharse. «Nada -contesté-. Miro un poco la televisión, pienso un rato.»
Acerca de ti, nunca me pregunta nada; elude discretamente el tema pero por el tono de su voz comprendo que te considera una ingrata. «Los jóvenes -dice a veces en medio de la conversación-, no tienen corazón, no tienen ya el respeto que tenían antaño.» A fin de que no prosiga yo asiento, pero para mis adentros estoy convencida de que el corazón sigue siendo el mismo de siempre, sólo que hay menos hipocresía, eso es todo. Los jóvenes no son egoístas por naturaleza, de la misma manera que los viejos no son naturalmente sabios. Comprensión y superficialidad no son asuntos de años, sino del camino que cada uno recorre. En algún sitio que no recuerdo, hace muchos años, leí un lema de los indios americanos que decía: «Antes de juzgar a una persona, camina durante tres lunas con sus mocasines.» Me gustó tanto que, para no olvidarlo, lo copié en la libreta de notas que está junto al teléfono. Vistas desde fuera, muchas existencias parecen equivocadas, irracionales, locas. Mientras nos mantenemos fuera es fácil entender mal a las personas, sus relaciones. Solamente estando dentro, solamente caminando tres lunas con sus mocasines pueden entenderse sus motivaciones, sus sentimientos, aquello que hace que una persona actúe de una manera en vez de hacerlo de otra. La comprensión nace de la humildad, no del orgullo del saber.
¿Quién sabe si meterás los pies en mis pantuflas después de haber leído esta historia? Espero que sí, que irás chancleteando mucho tiempo de una habitación a otra, que darás más vueltas por el jardín, del nogal al cerezo, del cerezo a la rosa, de la rosa a esos antipáticos pinos negros que están al final del prado. Lo espero, no para mendigar tu compasión, ni para que me des una absolución póstuma, sino porque es necesario para ti, para tu futuro. Entender de dónde venimos, qué hubo antes de nosotros, es el primer paso para poder avanzar sin mentiras.
Esta carta se la tenía que haber escrito a tu madre y en cambio te la he escrito a ti. Si no la hubiese escrito, entonces sí que mi existencia habría sido verdaderamente un fracaso. Cometer errores es natural, irse sin haberlos comprendido hace que se vuelva vano el sentido de una existencia. Las cosas que nos ocurren nunca son finalidades en sí mismas, gratuitas; cada encuentro, cada pequeño suceso encierra un significado, la comprensión de nosotros mismos nace de la disponibilidad para recibirlos, la capacidad de cambiar de dirección en cualquier momento, de dejar la vieja piel como las lagartijas al cambiar la estación.
Si aquel día hace casi cuarenta años no hubiese vuelto a mi mente la frase de mi cuaderno de griego, si allí no hubiese puesto un punto antes de volver a avanzar, hubiera seguido repitiendo las mismas equivocaciones que había cometido hasta aquel momento. Para librarme del recuerdo de Ernesto hubiera podido buscarme otro amante, y después otro y otro más; en la búsqueda de una copia de él, en el intento de repetir lo que ya había vivido, habría experimentado con docenas de hombres. Nadie habría sido igual al original y yo habría seguido cada vez más insatisfecha y acaso ya vieja y ridícula, me habría rodeado de hombres jóvenes. O también habría podido sentir odio por Augusto, en el fondo también a causa de su presencia me había resultado imposible asumir decisiones más drásticas. ¿Comprendes? Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil de este mundo. Siempre existe una culpa exterior, hace falta mucha valentía para aceptar que la culpa -o, mejor dicho, la responsabilidad- nos pertenece tan sólo a nosotros. Sin embargo, ya te lo he dicho, es ésta la única manera de seguir avanzando. Si la vida es un recorrido, se trata de un recorrido siempre cuesta arriba.
A los cuarenta años comprendí desde dónde tenía que arrancar. Comprender adónde quería llegar ha sido un largo proceso, lleno de obstáculos, pero apasionante. ¿Sabes? Ahora, a través de la televisión, de los periódicos, me entero, leo cosas sobre esta gran proliferación de gurús: hay un montón de gente que de la noche a la mañana se pone a seguir sus dictámenes. A mí me da miedo la abundancia de todos estos maestros, los caminos que propugnan para encontrar la paz interior y la armonía universal. Son las antenas de un gran desconcierto general. En el fondo -y tampoco tan en el fondo-, estamos a finales de un milenio, y aunque las fechas son pura convención igualmente atemorizan, todos están a la espera de que ocurra algo tremendo, quieren estar preparados. Acuden entonces a los gurús, se inscriben en escuelas para reencontrarse consigo mismos y después de asistir un mes ya están impregnados de esa arrogancia que distingue a los profetas, a los falsos profetas. ¡Qué grande, enésima, espantosa mentira!
Читать дальше