Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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El único maestro que existe, el único verdadero y creíble, es la propia conciencia. Para dar con ella hay que mantenerse en silencio -en soledad y en silencio-, hay que estar sobre la tierra desnuda, desnudo y sin nada alrededor, como si ya estuviésemos muertos. Al principio no percibes nada, lo único que sientes es terror, pero después, en lo profundo, lejana, empiezas a oír una voz. Es una voz tranquila y tal vez al principio te irrite con su trivialidad. Es extraño: cuando lo que esperas es oír las cosas más grandes, aparecen ante ti las pequeñas. Son tan pequeñas y tan obvias que podrías gritar: «Pero, ¿cómo? ¿Esto es todo?» Si la vida tiene un sentido -te dirá la voz-, ese sentido es la muerte, todas las demás cosas sencillamente giran alrededor de ella. Vaya descubrimiento, observarás a estas alturas, vaya hermoso y macabro descubrimiento, que hemos de morir lo sabe hasta el último de los hombres. Es cierto, con el pensamiento lo sabemos todos, pero saberlo con el pensamiento es una cosa y saberlo con el corazón es otra completamente distinta. Cuando tu madre me acometía con su arrogancia, yo le decía: «Me haces doler el corazón.» Ella se reía. «No seas ridícula -me contestaba-, el corazón es un músculo, si no corres no puede dolerte.»

Muchas veces intenté hablar con ella cuando ya había crecido lo suficiente como para entender, quería explicarle el proceso que me había llevado a apartarme de ella. «Es cierto -le decía-, hubo en tu infancia un momento en que te descuidé, tuve una grave enfermedad. Estaba enferma, si hubiera seguido ocupándome de ti habría sido peor. Ahora estoy bien -le decía-, podemos hablar de aquello, debatirlo, empezar otra vez desde el principio.» Ella no quería saber nada, «ahora la que está mal soy yo», decía, y rehusaba hablar. Odiaba la serenidad que yo estaba logrando, hacía todo lo posible por resquebrajarla, por arrastrarme al interior de sus pequeños infiernos cotidianos. Había decidido que la infelicidad era su estado. Se había atrincherado en sí misma a fin de que nada pudiese ofuscar la idea que había labrado sobre su existencia. Claro, racionalmente se decía que deseaba ser feliz, pero en realidad -en el fondo- a los dieciséis o diecisiete años ya se había cerrado toda posibilidad de cambiar. Mientras yo lentamente me iba abriendo a una dimensión diferente, ella se quedaba inmóvil con las manos apoyadas en la cabeza y aguardaba que las cosas se le cayeran encima. Mi nueva serenidad la irritaba, cuando sobre mi mesita de noche veía los Evangelios, decía: «¿De qué necesitas consolarte?»

Cuando Augusto murió, ella no quiso ni siquiera asistir al funeral. En los últimos años él había padecido una forma bastante grave de arteriosclerosis y daba vueltas por la casa hablando como un crío, cosa que ella no soportaba. «¿Qué es lo que quiere ese señor?», gritaba apenas aparecía él, arrastrando las pantuflas, ante la puerta de una habitación. Cuando él desapareció ella tenía dieciséis años, y no lo llamaba papá desde que tenía catorce. Murió en el hospital una tarde de noviembre. El día anterior lo habían ingresado por un ataque al corazón. Yo estaba con él en la habitación; no llevaba pijama, sino un camisón blanco que se ataba por la espalda. Según los médicos, había pasado lo peor.

La enfermera acababa de traer la cena cuando él, como si hubiera visto algo, se levantó repentinamente y dio tres pasos hacia la ventana. «Las manos de Ilaria -dijo con una mirada opaca-, ningún otro miembro de la familia las tiene así.» Después volvió a la cama y se murió. Yo miré hacia fuera por la ventana. Caía una fina lluvia. Le acaricié la cabeza.

Durante diecisiete años, sin dejar trasparentar nada, había conservado aquel secreto dentro de sí.

Es mediodía, hay sol y la nieve se está derritiendo. Delante de casa, sobre el prado, aparece a trechos la hierba amarillenta, de las ramas de los árboles caen gotas de agua una tras otra. Es extraño, pero con la muerte de Augusto me di cuenta de que la muerte, en sí misma, ella sola, no acarrea ninguna clase de dolor. Hay un vacío repentino -el vacío es siempre igual- pero justamente es en ese vacío donde cobra forma la diversidad del dolor. Todo lo que no se ha dicho en ese espacio se materializa y se dilata, se dilata y sigue dilatándose. Es un vacío sin puertas, sin ventanas, sin vías de escape, y lo que allí queda suspendido se queda para siempre, está sobre tu cabeza, contigo, a tu alrededor, te envuelve y te confunde con una niebla densa. El hecho de que Augusto supiera lo de Ilaria y jamás me hubiese dicho nada me hundió en un desaliento gravísimo. A estas alturas hubiera querido hablarle de Ernesto, de lo que había sido para mí, hubiera querido hablarle de Ilaria, hubiera querido discutir con él muchísimas cosas, pero ya no era posible.

Tal vez ahora puedas entender lo que te dije al principio: los muertos pesan, no tanto por su ausencia, como por lo que entre nosotros y ellos no ha sido dicho.

Tal como después de la desaparición de Ernesto, también tras la desaparición de Augusto yo había buscado consuelo en la religión. Hacía poco había conocido a un jesuita alemán, tenía apenas algún año más que yo. Percatándose de mi incomodidad con las funciones religiosas, tras un par de entrevistas me propuso que nos viésemos en algún sitio que no fuese la iglesia.

Dado que a los dos nos gustaba caminar, decidimos pasear juntos. Venía a buscarme todos los miércoles por la tarde calzando zapatos de montañero y llevando una vieja mochila; su cara me gustaba mucho, tenía el rostro surcado y serio de un hombre que ha crecido en las montañas. Al principio me intimidaba el hecho de que fuese cura, todas las cosas que le contaba se las contaba a medias: tenía miedo de causar escándalo, de atraer condenas sobre mi cabeza, juicios sin compasión. Después, cierto día, mientras descansábamos sentados sobre una piedra, me dijo: «Usted se hace daño a sí misma, ¿sabe? Solamente a sí misma.» A partir de ese momento dejé de mentir, le abrí mi corazón como no lo había hecho con ninguna otra persona desde la muerte de Ernesto. Hablando y hablando, muy pronto olvidé que tenía ante mí a un eclesiástico. Contrariamente a otros curas que había conocido, no empleaba palabras de condena ni de consuelo, todo lo empalagoso de los mensajes más corrientes le era extraño. Había en él una especie de dureza que a primera vista parecía una forma de rechazo. «Sólo el dolor hace crecer -decía-, pero al dolor hay que enfrentarlo directamente; quien se escabulle o se compadece está destinado a perder.»

Vencer, perder, los términos guerreros que utilizaba servían para describir una lucha silenciosa, totalmente interior. En su opinión, el corazón del hombre era como la tierra, una mitad iluminada por el sol y la otra en la sombra. Ni siquiera los santos tenían luz en todas partes. «Por el simple hecho de que existe el cuerpo -decía-, somos sombra de todas maneras, somos anfibios como las ranas: una parte de nosotros vive aquí, en lo bajo, y la otra tiende hacia lo alto. Vivir es tan sólo tener conciencia de esto, saberlo, luchar para que la luz no desaparezca derrotada por la sombra. Desconfíe de quien es perfecto -me decía-, de quien tiene las soluciones ya listas en el bolsillo, desconfíe de todo, salvo de lo que le dice su corazón.» Yo le escuchaba fascinada, nunca había encontrado a nadie que expresase tan bien todo aquello que desde hacía tiempo se agitaba en mi interior sin lograr salir fuera. Con sus palabras cobraban forma mis pensamientos, repentinamente tenía un camino ante mí, recorrerlo ya no me parecía imposible.

A veces en la mochila llevaba algún libro por el que sentía un cariño especial; cuando hacíamos un alto en el camino me leía algunos fragmentos con su voz clara y severa. A su lado descubrí las oraciones de los monjes rusos, la oración del corazón, comprendí los pasajes del Evangelio y de la Biblia que hasta entonces me habían parecido oscuros. Durante todos los años que habían pasado desde la desaparición de Ernesto yo ciertamente había recorrido un camino interior, pero era un camino que se limitaba al conocimiento de mí misma. A lo largo de aquel camino me había encontrado, en determinado momento, ante una pared: sabía que más allá de esa pared el camino proseguía, más luminoso y más amplio, pero no sabía cómo superar el obstáculo. Un día, durante un chaparrón repentino, nos guarecimos dentro de una gruta. «¿ Qué se hace para tener fe?», le pregunté allí dentro. «No se hace, la fe viene. Usted ya la tiene, pero su orgullo le impide admitirlo, se plantea demasiadas preguntas, complica las cosas que son simples. En realidad, sólo tiene un miedo tremendo. Déjese llevar y lo que ha de venir vendrá.»

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