Volvía a casa de aquellos paseos cada vez más confundida, más insegura. Era desagradable, ya te lo he dicho, sus palabras me herían. Muchas veces sentí deseos de no volver a verlo más, el martes por la noche me decía «ahora le llamo por teléfono, le digo que no venga porque no me encuentro bien»; en cambio no le telefoneaba. El miércoles por la tarde lo esperaba ante la puerta, puntual, con sus zapatones y su mochila.
Nuestras excursiones duraron poco más de un año, sus superiores lo apartaron de su encargo de un día para otro.
Tal vez lo que te he contado te lleve a pensar que el padre Thomas era un hombre arrogante, que había vehemencia o fanatismo en sus palabras y en su visión del mundo. No era así: en el fondo era la persona más plácida y mansa que yo haya conocido jamás, no era un soldado de Dios. Si algún misticismo había en su personalidad, era un misticismo totalmente concreto, anclado en los asuntos cotidianos.
«Estamos aquí, ahora», repetía constantemente.
Al despedirse, ante la puerta me entregó un sobre. Había dentro una tarjeta postal con un paisaje de pastizales montañeses. «El reino de Dios está dentro de vosotros» estaba impreso arriba en alemán, y detrás él, con su caligrafía, había escrito: «Sentada bajo la encina no sea usted, sino la encina; en el bosque sea el bosque, en el prado sea prado, entre los hombres sea con los hombres.»
El reino de Dios está dentro de vosotros, ¿recuerdas? Esa frase ya me había impresionado cuando vivía en L’Aquila como esposa infeliz. En aquel entonces, cerrando los ojos, deslizándome con la mirada hacia el interior, no conseguía ver nada. Tras mi encuentro con el padre Thomas algo había cambiado, seguía sin ver nada, pero ya no se trataba de una ceguera absoluta: a lo lejos empezaba a haber un resplandor, de vez en cuando, y durante brevísimos instantes lograba olvidarme de mí misma. Era una luz pequeña, débil, apenas una llamita, habría bastado un soplo para apagarla. Pero el hecho de que existiera me daba una extraña levedad, no era felicidad lo que sentía, sino júbilo. No había euforia, exaltación, no me sentía más sabia ni más en lo alto. Lo que dentro de mí crecía era tan sólo una serena conciencia de existir.
Prado sobre el prado, encina bajo la encina, persona entre las personas.
20 de diciembre
Esta mañana, precedida por Buck, he subido al desván. ¡Cuántos años han pasado sin que abriese esa puerta! Había polvo por todas partes y grandes telarañas colgaban de los ángulos de las vigas. Removiendo cajas y cartones he descubierto dos o tres nidos de lirones; dormían tan profundamente que no se dieron cuenta de nada. Cuando somos niños nos gusta mucho subir a los desvanes, en la vejez no tanto. Todo lo que era misterio, descubrimiento aventurero, se vuelve dolor del recuerdo.
Iba en busca del belén; para encontrarlo tuve que abrir varias cajas y los dos baúles más grandes. Me encontré entre las manos, envueltos en papel de periódico y trapos viejos, los juguetes de cuando Ilaria era niña, su muñeca predilecta.
Debajo, relucientes y perfectamente conservados, estaban los insectos de Augusto y su lente de aumento, todo el equipo que utilizaba para coleccionarlos. En un frasco para caramelos, no lejos, atadas con una cinta roja, estaban las cartas de Ernesto. No había nada tuyo, tú eres joven, estás viva, el desván no es todavía tu sitio.
Al abrir las bolsas que contenía uno de los baúles también encontré las pocas cosas de mi infancia que se habían salvado del derrumbe de la casa. Estaban chamuscadas, ennegrecidas, las saqué de su envoltorio como si fuesen reliquias. En su mayor parte eran objetos de cocina: un barreño esmaltado, un azucarero de cerámica azul y blanca, algún que otro cubierto, un molde para tartas y al final, desencuadernadas y sin cubierta, las hojas de un libro. ¿De qué libro se trataba? No lograba recordarlo. Sólo cuando lo cogí delicadamente y empecé a recorrer sus primeras líneas todo volvió a mi memoria. Fue una emoción fortísima: no era un libro cualquiera, sino el que más había querido de niña, el que me había hecho soñar más que ningún otro. Se llamaba Las maravillas del 2000 y era, a su manera, un libro de ficción científica. La historia era bastante sencilla, pero rica en fantasía. Para comprobar si se cumplirían los magníficos destinos del progreso, dos científicos de finales del siglo xix se hacían hibernar hasta el año 2000. Tras un siglo exacto, el nieto de un colega de ellos, hombre de ciencia a su vez, los descongelaba y, a bordo de una pequeña plataforma voladora, los llevaba a dar un paseo instructivo por el mundo. No había extraterrestres ni astronaves en esa historia, todo lo que ocurría se refería exclusivamente al destino del hombre, a lo que éste había construido con sus propias manos. Y, según el autor, el hombre había hecho muchas cosas y todas ellas maravillosas. Ya no había hambre ni pobreza en el mundo porque la ciencia, junto con la tecnología, había encontrado la manera de convertir en fértiles todos los rincones del planeta, y -cosa aún más importante- había logrado que esa fertilidad se distribuyese equitativamente entre todos los habitantes. Muchas máquinas aliviaban a los hombres de las fatigas del trabajo, todo el mundo tenía mucho tiempo libre y, de tal suerte, cada ser humano podía cultivar la parte más noble de sí mismo, todo rincón del globo resonaba de músicas, de conversaciones filosóficas doctas y serenas. Como si eso no bastase, gracias a la plataforma voladora era posible trasladarse en poco menos de una hora de un continente a otro. Los dos viejos hombres de ciencia parecían muy satisfechos: todo lo que habían hipotetizado en su fe positivista se había realizado. Hojeando el libro volví a encontrar también mi ilustración preferida: en ella los dos corpulentos investigadores, con barbas darwinianas y chalecos a cuadros, se asomaban felices por la plataforma para mirar hacia abajo.
A fin de ahuyentar cualquier sombra de duda, uno de ellos se había atrevido a formular la pregunta que más le escocía. Había preguntado: «Y los anarquistas, los revolucionarios, ¿todavía existen?» «¡Oh, claro que todavía existen! -había contestado sonriendo su guía-. Viven en ciudades que son solamente para ellos, construidas bajo los hielos de los Polos, de manera que, si por azar quisieran perjudicar a los demás, no podrían hacerlo.»
«¿Y los ejércitos? -seguía insistiendo el otro-, ¿cómo es que no se ve ni un solo soldado?»
«Ya no existen los ejércitos», contestaba el joven.
Llegados a ese punto, ambos suspiraban aliviados: ¡por fin el ser humano había regresado a su bondad original! Pero se trataba de un alivio de breve duración, porque inmediatamente el guía les comunicaba: «Oh, no, no es ése el motivo. El hombre no ha perdido la pasión por destruir, sino que solamente ha aprendido a contenerse. Los soldados, los cañones, las bayonetas, son instrumentos que han sido superados. En su lugar hay un ingenio poderosísimo aunque pequeño: justamente a él le debemos la ausencia de guerras. Efectivamente, bastaría subir a una montaña y dejarlo caer desde lo alto para que el mundo entero se redujera a una lluvia de esquirlas y polvillo.»
¡Los anarquistas! ¡Los revolucionarios! Cuántas pesadillas de mi infancia hay en esas dos palabras. Tal vez para ti sea un poco difícil comprender eso, pero has de tener en cuenta que cuando estalló la Revolución de Octubre yo tenía siete años. Oía que los mayores decían en voz baja cosas terribles; una compañera mía del colegio me había dicho que en poco tiempo los cosacos llegarían hasta Roma, hasta San Pedro, y que abrevarían sus caballos en las sagradas fuentes. El horror, naturalmente presente en las mentes infantiles, se había empapado de aquella imagen: por las noches, en el momento de dormirme, oía el rumor de sus cascos llegando al galope desde los Balcanes.
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