Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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Tanto mi padre como Augusto notaron el empeoramiento de mi humor. Reaccionaba bruscamente por naderías, apenas uno de ellos entraba en una habitación yo me marchaba a otra, necesitaba estar a solas. Constantemente repasaba las semanas que habíamos pasado juntos, frenéticamente las examinaba minuto tras minuto para encontrar algún indicio, alguna prueba que me impulsara definitivamente en una u otra dirección. ¿Cuánto tiempo duró ese suplicio? Un mes y medio, casi dos. Una semana antes de Navidad, llegó por fin al domicilio de aquella amiga que hacía el papel de puente una carta: cinco páginas escritas con una caligrafía grande y airosa. Repentinamente volví a sentirme de buen humor. Entre escribir y aguardar las respuestas volaron el invierno y la primavera también. La idea fija que tenía, el pensamiento puesto en Ernesto, alteraba mi percepción del tiempo, todas mis energías se concentraban en un futuro indefinido, en el momento en que podría volver a verlo.

La profundidad de su carta me había brindado seguridad acerca del sentimiento que nos unía. El nuestro era un amor grande, grandísimo, y como todos los amores verdaderamente grandes también estaba en buena medida lejos de los sucesos estrictamente humanos. Tal vez te parezca extraño que la prolongada lejanía no nos provocase un gran sufrimiento, y tal vez decir que no sufríamos en absoluto no sea exactamente la verdad. Tanto Ernesto como yo sufríamos por ese forzoso distanciamiento, pero era un sufrimiento que se mezclaba con otros sentimientos, detrás de la emoción de la espera el dolor pasaba a un segundo plano. Éramos dos personas adultas y estábamos casados, sabíamos que las cosas no podían ser de otra manera. Probablemente, si todo eso hubiera ocurrido en nuestros días, después de menos de un mes yo le habría pedido a Augusto la separación y Ernesto se la habría pedido a su mujer, y ya antes de Navidad habríamos estado viviendo bajo el mismo techo. ¿Hubiera sido mejor así? No lo sé. En el fondo, no consigo quitarme de la mente que la facilidad de las relaciones trivializa el amor, que transforma la intensidad del arrebato en una infatuación pasajera. ¿Sabes qué es lo que ocurre cuando al preparar una tarta mezclas mal la harina con la levadura? La tarta, en vez de elevarse de manera uniforme, se levanta sólo por un lado, más que levantarse estalla, la masa se rompe y chorrea como lava fuera del molde. Así es la unicidad de la pasión. Se desborda.

Tener un amante y conseguir verse con él no era cosa sencilla en aquellos tiempos. Ciertamente era más fácil para Ernesto: al ser médico siempre podía inventarse un congreso, unas oposiciones, algún caso de urgencia; pero para mí, que no tenía otra actividad que la de ama de casa, era casi imposible. Tenía que inventar alguna clase de compromiso, algo que me permitiera ausencias de pocas horas o incluso de unos días sin levantar sospecha alguna. Por lo tanto, antes de Pascua me inscribí en una asociación de aficionados al latín. Se reunían una vez por semana y frecuentemente llevaban a cabo excursiones de carácter cultural. Conociendo mi pasión por los idiomas clásicos, Augusto no sospechó nada ni puso objeción alguna: más aún, se alegraba de que volviera a recobrar los intereses de antaño.

Ese año el verano llegó en un abrir y cerrar de ojos. A finales de junio, como todos los años, Ernesto se fue a las termas y yo, con mi padre y mi marido, me dirigí al mar. Durante aquel mes logré convencer a Augusto de que no había dejado de querer tener un hijo. El 31 de agosto, bien temprano, con la misma maleta y el mismo vestido del año anterior, me acompañó a coger el tren hacia Porretta. Durante el viaje, a causa de la excitación, no logré estarme quieta ni un instante. A través de la ventanilla veía el mismo paisaje que había visto un año antes, y, sin embargo, todo me parecía diferente.

Me quedé en la localidad termal tres semanas, y en esas tres semanas viví más y más profundamente que en todo el resto de mi existencia. Un día, mientras Ernesto estaba trabajando, al pasear por el parque pensé que en ese momento lo más bello sería morir. Parecerá raro, pero la máxima felicidad, al igual que la máxima desdicha, trae consigo siempre este contradictorio deseo. Tenía la sensación de estar en la ruta desde hacía mucho tiempo, de haber caminado durante años y años por sendas abruptas, a través de matorrales; para avanzar me había abierto un estrecho sendero con un hacha; avanzaba y de todo lo que había a mi alrededor -salvo lo que estaba ante mis pies- nada había visto; no sabía adónde estaba yendo, ante mí podía haber un abismo, un barranco, una gran ciudad o un desierto; después, de pronto, el matorral se había abierto, sin darme cuenta había ascendido hacia lo alto. Repentinamente me encontraba en la cumbre de una montaña, el sol acababa de asomar y ante mí, con diferentes esfumados, otras montañas se escalonaban hacia el horizonte; todo era de un color azul celeste, una ligera brisa acariciaba la cima, la cima y mi cabeza, mi cabeza y dentro de ella mis pensamientos. Desde abajo ascendía de vez en cuando algún rumor, el ladrido de un perro, el repicar de las campanas de alguna iglesia. Cada cosa era al mismo tiempo leve e intensa. En mi interior y fuera de mí todo se había vuelto claro, ya nada se superponía, nada se convertía en sombra, yo no tenía ya ganas de volver a bajar, de meterme en la maleza; quería zambullirme en ese color celeste y quedarme allí para siempre, dejar la vida en el momento más alto. Conservé aquel pensamiento hasta la noche, cuando llegó el momento de volver a ver a Ernesto. Pero no me atreví a comentárselo durante la cena, tenía miedo de que se echase a reír. Solamente más tarde, cuando vino a mi dormitorio, acerqué los labios a su oído para hablarle. Quería decirle: «Quiero morir.» ¿Sabes qué le dije, en cambio? «Quiero un hijo.»

Cuando me marché de Porretta sabía que estaba embarazada. Creo que también Ernesto lo sabía, los últimos días estuvo muy turbado, confundido, frecuentemente callado. Yo no, en lo más mínimo. Mi cuerpo había empezado a modificarse desde la mañana siguiente a la concepción, repentinamente el pecho se me había vuelto más voluminoso, más compacto, y la piel del rostro más luminosa. Es verdaderamente increíble qué poco tiempo tarda el físico en acomodarse al nuevo estado. Por ese, puedo decirte que, aunque todavía no había hecho los análisis, aunque el vientre todavía se veía plano, yo sabía muy bien qué era lo que había ocurrido. Me sentía de pronto invadida por una gran luminosidad, mi cuerpo se modificaba, empezaba a expandirse, a volverse poderoso. Antes de entonces nunca había experimentado nada que se pareciese a eso.

Los pensamientos graves solamente me asaltaron cuando me quedé sola en el tren. Mientras estuve junto a Ernesto no tuve ninguna duda sobre el hecho de que tendría aquel niño: Augusto, mi vida en Trieste, las chácharas de la gente, todo estaba muy lejos. Pero en aquel momento todo ese mundo se estaba aproximando, la rapidez con que avanzaría el embarazo me imponía tomar decisiones cuanto antes, y, una vez asumidas, mantenerlas para siempre. En seguida comprendí, paradójicamente, que abortar resultaría mucho más difícil que tener el hijo. Un aborto no habría pasado inadvertido para Augusto. Y ¿cómo podía justificarlo ante sus ojos después de haber insistido durante tantos años en mi deseo de tener un hijo? Además, yo no quería abortar, esa criatura que estaba creciendo dentro de mí no había sido un error, algo que hubiera que eliminar cuanto antes. Era la realización de un deseo acaso el deseo más grande y más intenso de mi vida entera.

Cuando se ama a un hombre -cuando se le ama con la totalidad del cuerpo y del alma-, lo más natural es desear un hijo de él. No se trata de un deseo inteligente, de una elección fundada en criterios racionales. Antes de conocer a Ernesto me imaginaba que quería tener un hijo y sabía exactamente por qué lo quería, cuáles serian los pros y contras de tenerlo. En palabras pobres, era una elección racional, quería tener un hijo porque había llegado a una determinada edad y me sentía muy sola; porque era una mujer y si las mujeres no hacen nada, por lo menos pueden tener hijos. ¿Comprendes? Para comprar un automóvil habría adoptado exactamente el mismo criterio.

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