¿Sabes cuál es un error en el que siempre incurrimos? El de creer que la vida es inmutable, que una vez metidos en unos raíles hemos de recorrerlos hasta el final. En cambio, el destino tiene mucha más fantasía que nosotros. Justamente cuando crees encontrarte en una situación que no tiene escapatoria, cuando llegas al ápice de la desesperación, con la velocidad de una ráfaga de viento cambia todo, queda patas arriba, y de un momento a otro te encuentras viviendo una nueva vida.
Dos meses después del bombardeo de la casa terminó la guerra. Yo viajé inmediatamente a Trieste, mi padre y mi madre ya se habían trasladado a un apartamento provisional con otras personas. Había tal cantidad de asuntos prácticos de que ocuparse que después de una semana ya casi me había olvidado de los años que había pasado en L'Aquila. También Augusto llegó un mes después. Tenía que volver a coger las riendas de la empresa que le había comprado a mi padre, durante aquellos años de guerra había delegado su administración y no había trabajado casi nada con ella. Además, mi padre y mi madre ya no tenían vivienda y habían envejecido mucho de veras. Con una rapidez que me sorprendió, Augusto decidió abandonar su ciudad para trasladarse a Trieste, compró esta torre en la meseta y antes del otoño vinimos a vivir aquí todos juntos.
Contrariamente a mis previsiones, mi madre fue la primera en dejarnos, murió poco después de comenzar el verano. Su temple empecinado había quedado minado por aquel período de soledad y de miedo. Con su desaparición volvió a manifestarse vivamente en mí, con prepotencia, el deseo de tener un hijo. Nuevamente dormía con Augusto y pese a ello, por las noches, entre nosotros no ocurría nada o casi nada. Yo pasaba mucho tiempo en el jardín, sentada en compañía de mi padre. Precisamente fue él quien me dijo, durante una tarde soleada: «Para el hígado y para las mujeres, las aguas pueden resultar milagrosas.»
Dos semanas después, Augusto me acompañó a coger el tren hacia Venecia. Allí, a última hora de la mañana, cogería otro tren hacia Bolonia, y, tras otra combinación, al atardecer tenía que llegar a Porretta Terme. A decir verdad, yo no creía gran cosa en los efectos de las aguas termales; si había decidido partir era sobre todo por un gran deseo de soledad, sentía la necesidad de estar en compañía de mí misma de una manera diferente de la que había vivido durante los años anteriores. Había sufrido. Casi todo estaba muerto dentro de mí, yo era como una pradera después de un incendio, todo se veía negro, carbonizado. Sólo con la lluvia, el sol, el aire, lo poco que había quedado debajo podría poco a poco encontrar la energía para volver a crecer.
10 de diciembre
Desde que te fuiste ya no leo el periódico, no estás tú para comprarlo y no hay nadie que me lo traiga. Al principio me incomodaba un poco esta carencia, pero después, lentamente, la incomodidad se ha convertido en alivio. Recordé entonces al padre Isaac Singer. «Entre todas las costumbres del hombre moderno -decía-, la lectura de la prensa diaria es una de las peores. Por la mañana, en el momento en que el alma está más abierta, la prensa vuelca sobre la persona todo lo malo que el mundo ha producido el día anterior.» En sus tiempos, para salvarse era suficiente con no leer los diarios; hoy por hoy ya no es posible; están la radio, la televisión, basta conectarlas un instante para que el mal nos alcance, se meta dentro de nosotros.
Así ocurrió esta mañana. Mientras me vestía escuché a través del informativo regional que habían autorizado a los convoyes de refugiados para que cruzaran la frontera. Estaban allí inmovilizados desde hacía cuatro días, no les permitían avanzar y ya no podían volver sobre sus pasos. Había viejos, enfermos, mujeres solas con sus niños. El comentarista dijo que el primer contingente ya había llegado al campamento de la Cruz Roja y había recibido las primeras atenciones. La presencia de una guerra tan próxima [3] y tan grave me causa una gran turbación. Desde que estalló vivo como con una espina clavada en el corazón. Es una imagen trivial, pero, en su trivialidad, expresa bien la sensación. Transcurrido un año, al dolor se sumaba la indignación, me parecía imposible que nadie interviniese para poner fin a esa matanza. Después he tenido que resignarme: allí no hay pozos de petróleo, sino solamente pedregosas montañas. Con el tiempo, la indignación se ha convertido en rabia, y esa rabia sigue latiendo en mi interior como una carcoma tozuda.
Es ridículo que a mi edad todavía me impresione tanto una guerra. En el fondo, diariamente se libran docenas y docenas en el mundo, a lo largo de ochenta años debería haberme forjado algo así como un callo, un hábito. Pero, desde que nací, la hierba alta y amarillenta del Carso ha sido atravesada por refugiados y ejércitos, victoriosos o en desbandada: primero los contingentes de infantería de la Gran Guerra con el estallido de las bombas en la meseta; después el desfile de los supervivientes de las campañas de Rusia y de Grecia; las matanzas fascistas y nazis; los estragos en las foibe [4] ; y ahora nuevamente el tronar de los cañones junto a la frontera, este éxodo de inocentes en fuga de la gran matanza de los Balcanes.
Hace más o menos un año, cuando me dirigía en tren de Trieste a Venecia, viajé en el mismo compartimento en que lo hacía una médium. Era una señora algo más joven que yo, con un sombrerito aplanado en la cabeza. Naturalmente, yo no sabía que se trataba de una médium, lo reveló ella conversando con su vecina de asiento.
«¿Sabe usted? -le decía mientras cruzábamos la meseta del Carso-. Si camino por esta zona oigo todas las voces de los muertos, no puedo dar un par de pasos sin quedar aturdida. Gritan todos de una manera terrible: cuanto más jóvenes han muerto, con más fuerza gritan.» Después le explicó que, en los sitios en que se había producido alguna acción violenta, algo quedaba para siempre alterado en la atmósfera: el aire queda corroído, ya no es compacto, y esa corrosión, en vez de liberar sentimientos benévolos a manera de contrapeso, favorece la realización de nuevos excesos. En otras palabras: donde se ha derramado sangre volverá a derramarse sangre, y sobre ésta más y más aún. «La tierra -había dicho la médium concluyendo su comentario-, es como un vampiro: apenas prueba la sangre quiere más sangre fresca, cada vez más.»
Durante muchos años me he preguntado si este sitio en el que nos ha tocado vivir no incubará en si una maldición; me lo he preguntado y me lo sigo preguntando sin conseguir darme una respuesta. ¿Recuerdas cuántas veces fuimos juntas a la fortaleza de Monrupino? En los días de bora pasábamos horas contemplando el paisaje, era casi como ir en avión y mirar hacia abajo. La vista abarcaba los 360 grados, rivalizábamos sobre quién identificaba antes alguna cima de los Dolomitas o sobre quién distinguía Grado de Venecia. Ahora que ya no puedo ir allí materialmente, para ver el mismo paisaje tengo que cerrar los ojos.
Gracias a la magia de la memoria, todo aparece ante mis ojos como si estuviera en el mirador de la fortaleza. No falta nada, ni siquiera el sonido del viento, los aromas de la estación que he escogido. Me quedo allí, contemplo los pilares de piedra caliza erosionados por el tiempo, el gran espacio despejado en que se ejercitan los tanques, el oscuro promontorio de Istria zambullido en el azul del mar, miro en torno y por enésima vez me pregunto: si hay una nota discordante, ¿dónde está?
Amo este paisaje, y tal vez este amor me impida resolver el asunto; lo único que sé con certeza es la influencia del aspecto exterior sobre el carácter de quienes viven en estos parajes. Si frecuentemente soy tan áspera y brusca, si tú también lo eres, se lo debemos al Carso, a su erosión, a sus colores, al viento que lo flagela. Si hubiéramos nacido, ¡yo qué sé!, entre las colinas de la Umbría, acaso hubiéramos sido más plácidas, la exasperación no habría formado parte de nuestro temperamento. ¿Hubiera sido mejor? No lo sé, es imposible imaginar una condición que no se ha vivido.
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