De todas maneras, una pequeña maldición sí que la hubo, hoy: esta mañana, al ir a la cocina encontré a la mirla exánime entre sus trapos. Ya durante los últimos dos días había manifestado indicios de malestar, comía menos y frecuentemente se amodorraba entre uno y otro bocado. La muerte debió de producirse poco antes del amanecer porque, cuando la cogí entre mis manos, la cabeza se bamboleaba de un lado a otro como si dentro se le hubiera roto el muelle. Era ligera, frágil, estaba fría. La acaricié un poco antes de envolverla en un trapito, quería darle un poco de calor. Afuera caía un aguanieve tupida; encerré a Buck en una habitación y salí. Ya no tengo energía para coger la pala y cavar, de manera que escogí el bancal de tierra más blanda. Con el pie excavé una pequeña fosa, puse en su interior a la mirla, volví a cubrirla y antes de entrar nuevamente en casa recé la oración que siempre repetíamos cuando enterrábamos a nuestros pajaritos. «Señor, acoge esta pequeñísima vida como has acogido a todas las demás.»
¿Recuerdas, cuando eras pequeña, a cuántos socorrimos e intentamos salvar? Después de cada día ventoso encontrábamos algún pajarillo herido: eran jilgueros, herrerillos, gorriones, mirlos, en cierta ocasión incluso un piquituerto. Hacíamos todo lo posible por curarlos, pero casi nunca nuestros cuidados tenían éxito: de un día para otro, sin señal premonitoria alguna, los encontrábamos muertos. ¡Qué tragedia ese día, entonces! Aunque ya había ocurrido muchas veces, te perturbabas igual. Después del sepelio te enjugabas la nariz y los ojos con la palma de la mano y después te encerrabas en tu habitación «para establecer espacio».
Cierto día me preguntaste cómo lograríamos encontrar a tu mamá; el cielo era tan grande que resultaba muy fácil extraviarse. Yo te dije que el cielo era una especie de gran hotel, allí arriba cada uno tenía una habitación y en esa habitación volvían a encontrarse todas las personas que se habían querido y se quedaban juntas para siempre. Durante algún tiempo esa explicación te había tranquilizado. Sólo cuando murió tu cuarto o quinto pececillo rojo volviste al tema y me preguntaste: «¿Y si no hay más espacio?» «Si no hay espacio -contesté-, hay que cerrar los ojos y repetir durante todo un minuto «habitación ensánchate". Entonces inmediatamente la habitación se vuelve más grande.»
¿Todavía guardas en la memoria estas imágenes infantiles o tu coraza las ha enviado al exilio? Yo sólo las he recordado hoy mientras enterraba la mirla. «Habitación ensánchate», ¡qué hermosa magia! Claro, entre tu madre, los hámsters, los gorriones y los pececillos rojos, tu habitación ya debe estar repleta como las tribunas de un estadio. pronto también yo iré allá: ¿me aceptarás en tu habitación o tendré que alquilar una al lado? ¿Podré invitar a la primera persona que he amado, podré por fin lograr que conozcas a tu verdadero abuelo?
¿En qué pensaba, qué me imaginaba aquel atardecer de septiembre cuando me apeaba del tren en la estación de Porretta? En nada, absolutamente en nada. En el aire se percibía el olor de los castaños y mi primera preocupación había sido encontrar la pensión en la que tenía reservada una habitación. Por entonces era todavía muy ingenua, desconocía el incesante trabajo del destino, la única convicción que tenía era que las cosas ocurrían según el uso bueno o menos bueno que hiciera de mi voluntad. En el instante en que había puesto los pies y apoyado la maleta sobre el andén, mi voluntad se había reducido a cero: no quería nada, o, mejor dicho, quería solamente una cosa, estar en paz.
A tu abuelo lo vi desde la primera noche: comía con otra persona en el comedor de mi pensión. Aparte de un viejo caballero, no había más huéspedes. Estaba discutiendo de política bastante animadamente, el tono de su voz me molestó en seguida. Durante la cena lo miré fijamente un par de veces con expresión más bien de fastidio. ¡Menuda sorpresa tuve al día siguiente al descubrir que precisamente él era el médico del establecimiento termal! Durante unos diez minutos me estuvo interrogando sobre el estado de mi salud; cuando llegó el momento de desvestirme me ocurrió algo muy embarazoso: empecé a sudar como si estuviera realizando un gran esfuerzo. Al auscultarme el corazón, exclamó: «¡Vaya, qué susto!», y se echó a reír de una manera más bien disgustante. En cuanto empezó a accionar el manómetro de la presión, la columna de mercurio inmediatamente, subió de golpe a los valores más altos. «¿Sufre usted de hipertensión?», me preguntó entonces. Yo estaba furiosa conmigo misma, trataba de repetir para mis adentros: «A qué viene tanto miedo, no es más que un médico que hace su trabajo, no es normal ni serio que me agite de esta forma.» Sin embargo, por más que me lo repitiese no conseguía serenarme. Ante la puerta, al tiempo que me entregaba la receta, me estrechó la mano. «Descanse, recobre el aliento -dijo-, de lo contrario ni siquiera las aguas podrán lograr nada.»
Esa misma noche, después de haber cenado vino a sentarse a mi mesa. Al día siguiente ya paseábamos juntos, conversando, por las calles del pueblo. Esa impetuosa vivacidad que al principio me había irritado tanto, ahora empezaba a despertar mi curiosidad. En todo lo que decía había pasión, arrebato; era imposible estar a su lado y no sentirse contagiada por el calor que emanaba cada frase suya, por el calor de su cuerpo.
Hace tiempo leí en un periódico que, según las últimas teorías, el amor no nace del corazón, sino de la nariz. Cuando dos personas se encuentran y se gustan empiezan a enviarse unas pequeñas hormonas cuyo nombre no recuerdo; esas hormonas entran por la nariz para subir hasta el cerebro y allí, en algún secreto meandro, desatan la tempestad del amor. En otras palabras, concluía el artículo, los sentimientos no son otra cosa que invisibles hedores. ¡Qué tontería tan absurda! Quien ha experimentado el amor verdadero en su existencia, el amor grande y sin palabras, sabe que esta clase de afirmaciones no son otra cosa que el enésimo golpe bajo para enviar hacia el exilio al corazón. Ciertamente, el olor de la persona amada provoca grandes turbaciones. Pero para provocarlas antes tiene que haber habido otra cosa, alguna cosa que, estoy segura, es muy distinta de un sencillo hedor.
Estando junto a Ernesto durante esos días, por primera vez en mi vida tuve la sensación de que mi cuerpo no tenía límites. Sentía a mi alrededor una especie de halo impalpable, era como si los contornos fuesen más amplios y esa amplitud vibrase en el aire con cada movimiento. ¿Sabes cómo se comportan las plantas cuando durante algunos días no las riegas? Las hojas se ablandan, en vez de elevarse hacia la luz cuelgan hacia abajo como las orejas de un conejo deprimido. Pues mi vida, durante los años anteriores, había sido justamente similar a la de una planta sin agua: el rocío nocturno me había brindado la nutrición mínima indispensable para sobrevivir, pero aparte de ésta no recibía otra cosa, tenía las fuerzas para sostenerme de pie y nada más. Es suficiente mojar la planta una vez sola para que se recobre, para que se yergan sus hojas. Eso me ocurrió la primera semana. A los seis días de mi llegada, al mirarme en el espejo por la mañana me di cuenta de que era otra. La piel era más lisa, la mirada más luminosa, mientras me vestía empecé a cantar, cosa que no hacía desde que era niña.
Oyendo esta historia desde fuera, tal vez te resulte natural pensar que bajo la euforia habría algunas preguntas, una inquietud, un tormento. En el fondo era una mujer casada, ¿cómo podía aceptar con ligereza la compañía de otro hombre? No había pregunta alguna, sin embargo, ninguna sospecha, y no porque fuese particularmente falta de prejuicio. Más bien porque lo que estaba viviendo se refería al cuerpo, solamente al cuerpo. Era como un cachorro que, tras haber vagabundeado largamente por las calles en invierno, encuentra un cubil cálido: no se pregunta nada y se queda allí, disfrutando la tibieza. Además, la estima que tenía de mis encantos femeninos era muy baja y, por consiguiente, ni siquiera me rozaba la idea de que un hombre pudiera sentir esa clase de interés por mí.
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