Susanna Tamaro - Donde el corazón te lleve

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Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja. Nuestros encuentros en la vida son un momento fugaz que debemos aprovechar con la verdad de la palabra y la sutileza de los sentimientos.
Viendo inminente el final de su vida, Olga decide escribir a su nieta una larga carta para dejar constancia de lo que ninguna de las dos ha sabido ni decir ni escuchar. Cuando la nieta regrese, sólo encontrará la relación de los pensamientos, sentimientos, delicadeza y esperanza, soledad y amargura que la vida ha ido tejiendo. Por la carta, se sabrá cuál fue la historia de la familia, las peleas con la hija muerta, los desencuentros y las heridas que nunca cicatrizaron.
Con esta obra intimista y epistolar, Susanna Tamaro conquistó a trece millones de lectores en todo el mundo. Con gran sensibilidad revela la riqueza de los sentimientos que permanecen ocultos. Diálogo que enseña a conocer mejor la naturaleza de nuestras relaciones, Donde el corazón te lleve es una obra narrativa exquisita: dulce remembranza de una voz que se deja llevar por los tímidos dictados del corazón.

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El primer domingo, mientras me dirigía a pie a oír misa, Ernesto se me acercó al volante de un coche. «¿Adónde va?», me preguntó asomándose por la ventanilla. Apenas se lo dije abrió la portezuela diciendo: «Créame, Dios se quedará mucho más contento si en vez de ir a la iglesia viene a darse un hermoso paseo por los bosques.» Tras largos trayectos y muchas curvas llegamos a un sitio en el que se abría un sendero que se perdía entre los castaños. Yo no llevaba el calzado adecuado para caminar por un suelo accidentado y tropezaba constantemente. Cuando Ernesto me cogió la mano, me pareció la cosa más natural del mundo. Caminamos largo rato en silencio. En el aire ya se percibía el olor del otoño, la tierra estaba húmeda, en la copa de los árboles amarilleaban las hojas y la luz, al pasar entre ellas, se atenuaba en diferentes tonalidades. De pronto, en medio de un claro, dimos con un enorme castaño. Acordándome de mi encina me acerqué, primero lo acaricié con la mano, después apoyé una mejilla sobre su corteza. En seguida Ernesto apoyó su cabeza junto a la mía. Desde que nos habíamos conocido nunca nuestros ojos habían estado tan próximos.

Al día siguiente no quise verlo. La amistad se estaba transformando en otra cosa y necesitaba reflexionar. No era una chiquilla, sino una mujer casada con todas sus responsabilidades; él también estaba casado, y por añadidura tenía un hijo. Lo había previsto todo en mi existencia hasta la vejez y el hecho de que irrumpiera algo que no había calculado me llenaba de una gran ansiedad. No sabía cómo había de comportarme. Al primer impacto lo nuevo da miedo, para conseguir avanzar es necesario superar esa sensación de alarma. De tal suerte, en determinado momento pensaba: «Es una gran tontería, la más grande de mi vida; tengo que olvidarlo todo y borrar lo poco que ha habido.» Al momento siguiente me decía que la tontería más grande iba a ser justamente dejarlo correr, porque era la primera vez desde mi infancia que me sentía viva, todo vibraba a mi alrededor y dentro de mí, me parecía imposible tener que renunciar a ese nuevo estado. Además, naturalmente, tenía una sospecha, la sospecha que sienten o por lo menos sentían todas las mujeres: es decir, que me estuviese tomando el pelo, que quisiera divertirse y nada más. Todos esos pensamientos se agitaban en mi cabeza mientras estaba sola en esa triste habitación de pensión.

Esa noche no logré conciliar el sueño hasta las cuatro, estaba demasiado excitada. Pero a la mañana siguiente no me sentía fatigada ni mucho menos: mientras me vestía empecé a cantar; en esas pocas horas había brotado en mi interior un anhelo tremendo de vivir. El décimo día de mi estadía envié a Augusto una postal: Aire excelente, cocina mediocre. Confiemos, había escrito, despidiéndome con un abrazo afectuoso. La noche anterior la había pasado con Ernesto.

Durante esa noche repentinamente me había dado cuenta de una cosa, y era que entre nuestra alma y nuestro cuerpo hay muchas pequeñas ventanas y a través de éstas, si están abiertas, pasan las emociones, si están entornadas se cuelan apenas; tan sólo el amor puede abrirlas de par en par a todas y de golpe, como una ráfaga de viento.

Durante la última semana de mi permanencia en Porretta estuvimos siempre juntos; dábamos largos paseos y hablábamos hasta quedarnos con la garganta reseca. ¡Qué diferentes eran las cosas que decía Ernesto de las de Augusto! Todo en él era pasión, entusiasmo, sabía entrar en los argumentos más difíciles con una sencillez absoluta. A menudo hablábamos de Dios, de la posibilidad de que además de la realidad tangible hubiese alguna otra cosa. Él había militado en la Resistencia, más de una vez había visto la muerte cara a cara. En esos momentos había nacido en él el pensamiento de alguna cosa superior, no por miedo, sino por la dilatación de la conciencia en un espacio más amplío. «No puedo seguir los ritos -me decía-, jamás frecuentaré un sitio de culto, nunca podré creer en los dogmas, en las historias que han inventado otros hombres como yo.» Nos robábamos las palabras de la boca, pensábamos las mismas cosas, las decíamos de la misma manera, parecía que nos conociéramos desde hacía años y no desde hacía dos semanas.

Nos quedaba poco tiempo, las últimas noches no dormimos más de una hora, nos adormecíamos el tiempo mínimo necesario para recobrar fuerzas. A Ernesto lo apasionaba mucho el tema de la predestinación. «En la vida de cada hombre -decía-, sólo existe una mujer con la cual puede conseguir una unión perfecta, y en la vida de cada mujer sólo hay un hombre con el que ella puede ser completa.» Pero el encuentro era un destino de pocos, de poquísimos. Todos los demás se veían obligados a vivir en un estado de insatisfacción, de perpetua nostalgia. «¿Cuántos encuentros de ésos habrá? -decía en la oscuridad del dormitorio-. ¿Uno de cada diez mil, uno de cada millón, de cada diez millones?» Uno de cada diez millones, sí. Todos los otros son adaptaciones, simpatías epidérmicas, transitorias, afinidades físicas o de carácter, convencionalismos sociales. Tras estas consideraciones no hacía más que repetir: «¡Qué afortunados hemos sido, ¿no?! ¡A saber qué hay detrás de todo esto!»

El día de mi partida, esperando el tren en la minúscula estación, me abrazó y susurró junto a mi oído: «¿En qué otra vida ya nos hemos conocido?» «En muchas», repuse, y me eché a llorar. Tenía en el bolso, escondidas, sus señas en Ferrara.

Inútil describirte mis sentimientos durante esas largas horas de viaje, eran sentimientos demasiado agitados, demasiado «armados el uno contra el otro». Sabía que durante esas horas tenía que llevar a cabo una metamorfosis, constantemente acudía a la toilette para controlar la expresión de mi rostro. La luminosidad de mi mirada, la sonrisa, tenían que desaparecer, apagarse. Para confirmar la bondad de los aires sólo había de mantenerse el colorido de las mejillas. Tanto mi padre como Augusto encontraron que había mejorado extraordinariamente. «¡Ya sabía que las aguas son milagrosas!», exclamaba mi padre sin cesar, en tanto que Augusto, cosa casi increíble tratándose de él, me rodeaba de pequeñas galanterías.

Cuando tú también experimentes el amor por primera vez, entenderás qué variados y cómicos pueden ser sus efectos. Mientras no estás enamorada, mientras tu corazón es libre y tu mirada no es de nadie, entre todos los hombres que podrían interesarte ni uno solo se digna prestarte atención; después, en el momento en que te sientes atrapada por una única persona y no te importan los demás absolutamente nada, todos te persiguen, pronuncian dulces palabras, te galantean. Es el efecto de las ventanas que antes te mencioné: cuando están abiertas, el cuerpo da al alma una gran luz e igualmente el alma al cuerpo, con un sistema de espejos se iluminan entre sí. En breve se forma a tu alrededor una especie de halo dorado y cálido, y ese halo atrae a los hombres como la miel atrae a los osos. Augusto no se había librado de ese efecto y tampoco yo, aunque te parezca extraño, no tenía ninguna dificultad en ser amable con él. Ciertamente, si Augusto hubiera estado por lo menos un poco más metido en las cosas del mundo, si hubiera sido algo más malicioso, no habría tardado en percatarse de lo que había ocurrido. Por primera vez desde que nos habíamos casado sentí gratitud hacia sus horripilantes insectos.

¿Pensaba en Ernesto? Claro que sí, prácticamente no hacía otra cosa. Pero pensar no es la palabra adecuada. Más que pensar, existía por él, él existía en mí, en cada gesto, en cada pensamiento, éramos una misma persona. Al dejarnos habíamos quedado de acuerdo en que la primera en escribir seria yo; para que él también pudiese hacerlo yo tenía que conseguir antes la dirección de alguna amiga de confianza para que allí me enviase sus cartas. Le envié la primera carta el día anterior al día de los muertos. El período siguiente fue el más terrible de toda nuestra relación. En la lejanía, ni siquiera los amores más grandes, los más absolutos, se libran de la duda. Por las mañanas abría de golpe los ojos en la oscuridad y me quedaba inmóvil y en silencio al lado de Augusto. Eran los únicos momentos en que no tenía que ocultar mis sentimientos. ¿Y si Ernesto, me preguntaba, sólo fuera un seductor, uno que en las termas, para combatir el tedio, se divertía con las señoras solas? A medida que pasaban los días sin que llegase una respuesta, esta sospecha se transformaba en certeza. «Muy bien -decía entonces para mis adentros-, si el asunto ha sido así, incluso si me he comportado como la más ingenua de las mujerucas, no se ha tratado de una experiencia negativa ni inútil. Si no me hubiese entregado habría llegado a la vejez y a la muerte sin enterarme jamás de lo que una mujer puede llegar a sentir.» Te das cuenta de que, en cierto sentido, trataba de anticiparme para atenuar el golpe.

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