Emmanuel Carrère - De vidas ajenas
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Delphine aulló, Jérôme no. Tomó a Delphine en los brazos, la apretó contra él todo lo fuerte que pudo mientras ella aullaba, aullaba, aullaba, y a partir de aquel instante puso en práctica el programa: como no puedo hacer nada por mi hija, al menos salvo a mi mujer. No presencié la escena, que cuento según el relato de Philippe, pero asistí a la continuación y vi cómo se aplicaba el programa. Jérôme no perdió el tiempo en seguir esperando. Philippe no sólo era su suegro sino su amigo, confiaba plenamente en él y comprendió en el acto que, por brutales que fueran la conmoción y la pérdida, si Philippe había pronunciado aquellas dos palabras era verdad. Delphine, por su parte, quería creer que se equivocaba. Él se había librado, quizá Juliette también. Philippe meneaba la cabeza; es imposible, Juliette y Osandi estaban justo en la orilla del agua, no hay ninguna posibilidad. Ninguna. La encontraron en el hospital, entre las decenas, los centenares ya de cadáveres que el océano había devuelto y que a falta de sitio extendían en el suelo. Osandi y su padre también estaban allí.
El hotel, a lo largo de la tarde, se transforma en la balsa de la Medusa. Los turistas siniestrados llegan casi desnudos, a menudo heridos, conmocionados, les han dicho que aquí estarían a salvo. Circula el rumor de que existe el riesgo de una segunda ola. Los lugareños se refugian en el otro lado de la carretera costera, lo más lejos posible del agua, y los extranjeros en lo alto, es decir, en nuestro hotel. Las líneas telefónicas están cortadas, pero al final del día empiezan a sonar los móviles de los huéspedes: parientes, amigos que acaban de conocer la noticia y llaman, devorados por la inquietud. Les tranquilizan con la mayor brevedad que pueden, para ahorrar batería. Por la noche, la dirección del hotel pone en marcha en unas horas un grupo electrógeno que permite recargarlas y seguir las informaciones de la televisión. Al fondo del bar hay una pantalla gigante que normalmente sirve para ver los partidos de fútbol, porque los propietarios son italianos, así como una gran parte de la clientela. Todo el mundo, huéspedes, personal, supervivientes, se congrega delante de la CNN y descubre al mismo tiempo la magnitud de la catástrofe. Llegan imágenes de Sumatra, de Tailandia, de las Maldivas: se ha visto afectado todo el Sudeste Asiático. Empiezan a desfilar ininterrumpidamente las pequeñas filmaciones de aficionados donde se ve a la ola acercarse desde lejos y los torrentes de barro que irrumpen en las casas, llevándose todo por delante. Se habla ya de tsunami como si fuese una palabra conocida desde siempre.
Cenamos con Delphine, Jérôme y Philippe; a la mañana siguiente volveremos a verles en el desayuno, después en la comida, después en la cena: no nos separaremos hasta el regreso a París. No se comportan como personas anonadadas a las que todo da igual y ya no se mueven. Quieren volver con el cuerpo de Juliette, y desde la primera noche las cuestiones prácticas mantienen a distancia el vértigo aterrador de su ausencia. Jérôme se entrega a ellas impetuosamente, es su manera de seguir vivo, de mantener viva a Delphine, y Hélène le ayuda tratando de localizar a su compañía de seguros para organizar su repatriación y la del cuerpo. Es complicado, por supuesto, nuestros móviles funcionan mal, está la distancia, el desfase horario, todas las centralitas están saturadas, le hacen esperar, en los minutos preciosos durante los cuales las baterías se descargan hay que escuchar fragmentos de música relajante, voces grabadas, y cuando por fin Hélène contacta con un ser humano éste le pone en comunicación con otro número, la música se reanuda o bien la línea se corta. Estos contratiempos ordinarios y que en la vida ordinaria simplemente irritan, en estas circunstancias extraordinarias se convierten a la vez en monstruosos y caritativos, porque jalonan una tarea que cumplir, dan una forma al transcurso del tiempo. Hay algo que hacer, Jérôme lo hace, Hélène le ayuda, es tan sencillo como esto. Al mismo tiempo, Jérôme mira a Delphine. Ella mira al vacío. No llora, no grita. Come muy poco, al menos un poco. Le tiembla la mano pero es capaz de levantar hacia la boca un tenedor cargado de arroz al curry. De engullirlo. De masticarlo. De bajar la mano y el tenedor. De repetir el gesto. Yo miro a Hélène y me siento un zopenco, impotente, inútil. Le guardo casi rencor por estar tan sumida en la acción y no ocuparse ya de mí: es como si yo no existiera.
Más tarde nos tumbamos en la cama, uno al lado del otro. Con la punta de los dedos rozo la yema de los suyos, que no responden. Quisiera estrecharla entre mis brazos, pero sé que no es posible. Sé en qué piensa, es imposible pensar en otra cosa. A unas decenas de metros de nosotros, en otro bungalow, Jérôme y Delphine deben de estar acostados también, con los ojos abiertos. ¿La estrecha él en sus brazos o tampoco es posible para ellos? Es la primera noche. La noche que sigue al día en que su hija ha muerto. Esta mañana estaba viva, se ha despertado, ha ido a jugar a la cama de sus padres, les llamaba papá y mamá, se reía, estaba caliente, era lo más hermoso y lo más cálido y dulce que existe en el mundo, y ahora está muerta. Estará siempre muerta.
Desde el comienzo del día, yo decía que no me gustaba el Hotel Eva Lanka, proponía que nos mudásemos a una de las pequeñas guesthouses de la playa, mucho menos confortables pero que me recordaban mis viajes de mochilero hace veinticinco, treinta años. No lo decía realmente en serio: en mi descripción de esos lugares maravillosos, hacía hincapié en la ausencia de electricidad, las mosquiteras agujereadas, las arañas venenosas que te caen encima de la cabeza; Hélène y los niños lanzaban grandes gritos, se burlaban de mis nostalgias de viejo hippy, se había convertido en un sketch ritual. La ola se ha llevado las guesthouses de la playa, y con ellas a la mayor parte de sus inquilinos. Pienso: podríamos haber estado entre ellos. Jean-Baptiste y Rodrigue podrían haber bajado a la playa debajo del hotel. Podríamos haber salido al mar, como estaba previsto, con el club de submarinismo. Y Delphine y Jérôme deben de pensar, por su lado: podríamos habernos llevado a Juliette al mercado. Si lo hubiéramos hecho, ella habría venido también esta mañana a nuestra cama. El mundo estaría de luto a nuestro alrededor pero estrecharíamos a nuestra hijita entre los brazos y diríamos: gracias a Dios está aquí, es lo único que importa.
La mañana del segundo día, Jérôme dice: voy a ver a Juliette. Como si quisiera asegurarse de que la cuidan bien. Ve, dice Delphine. Jérôme se va con Philippe. Hélène le presta un bañador a Delphine, que nada un largo rato, lentamente, con la cabeza bien erguida y la mirada vacía. Alrededor de la piscina, hay ahora tres o cuatro familias de turistas siniestrados, pero sólo han perdido sus pertenencias y no se atreven a quejarse demasiado delante de Delphine de la calamidad que han sufrido. Los suizos alemanes se dedican a su curso ayurvédico tan apaciblemente como si no hubieran notado nada de lo que ocurre a su alrededor. Hacia mediodía, Philippe y Jérôme vuelven, demacrados: Juliette ya no está en el hospital de Tangalle, la han trasladado a otro sitio, según unos a Matara, según otros a Colombo. Hay demasiados cadáveres, queman algunos, evacúan a otros, empiezan a circular rumores de epidemia. Lo único que han podido hacer por Jérôme es darle un pedazo de papel en el que han garabateado algunas palabras que un empleado del hotel le traduce con un apuro consternado. Es una especie de recibo, que dice únicamente: «Niña blanca, rubia, con un vestido rojo.»Hélène y yo también vamos a Tangalle. El chófer del tuk-tuk es locuaz, many people dead, pero su mujer y sus hijos, gracias a Dios, han salido ilesos. Cuando nos acercamos al hospital, el olor nos asalta. Lo reconocemos, a pesar de que nunca lo hemos respirado. Dead bodies, many dead bodies, dice el chófer, tapándose la nariz con un pañuelo, y nos invita a imitarle. En el patio, unos hombres, unos pocos con bata de enfermeros y los demás vestidos con ropa de calle, deben de ser voluntarios, transportan en camillas cadáveres que se amontonan, unos encima de otros, en la trasera de un camión entoldado. Éstos parten, van a llegar otros. Entramos en una sala grande de la planta baja, que se parece menos al vestíbulo de un hospital que a una lonja de pescado. El suelo de cemento está húmedo, resbaladizo, lo inundan cada cierto tiempo para mantener una apariencia de frescura. Los cuerpos están colocados en hileras; cuento unos cuarenta. Están aquí desde ayer, muchos hinchados por el tiempo que han pasado en el agua. No hay occidentales, quizá, como Juliette, hayan sido evacuados los primeros. La piel de los cuerpos es más gris que oscura. Nunca he visto un muerto, me parece extraño, a los cuarenta y siete años, haberme ahorrado hasta tan tarde la experiencia. Con un pedazo de tela apretado contra la nariz, visitamos otras salas, subimos al primer piso. No hay ningún control, se distingue mal entre los visitantes y los empleados del hospital, no hay ninguna puerta cerrada, los cadáveres yacen por todas partes, grisáceos e inflados. Pienso en el rumor de epidemia, en el holandés que decía en el hotel, con un aire de autoridad, que si no se quemaban todos los cadáveres inmediatamente, era inevitable una catástrofe sanitaria: envenenarían el agua de los pozos, las ratas transmitirían el cólera en los pueblos. Tengo miedo de respirar por la boca, pero también por la nariz, como si el olor atroz fuese contaminante. Me pregunto qué hemos venido a hacer aquí. Ver. Sólo ver. Hélène es la única periodista en el lugar, anoche ya dictó un artículo, otro esta mañana, se ha traído la cámara de fotos, pero no tiene ánimos para sacarla. Aborda a un médico visiblemente agotado, le hace preguntas en inglés. El responde, pero no le entendemos bien. Cuando salimos al exterior, el camión lleno de cadáveres se ha ido. Detrás de la verja, al borde de la carretera, hay un terraplén de hierba seca y cortante, a la sombra de un baniano inmenso, y al pie de este árbol una docena de personas. Son blancos, con la ropa desgarrada, y están cubiertos de pequeñas heridas que no se han molestado en vendar. Nos acercamos, forman un corro a nuestro alrededor. Todos han perdido a alguien, a su mujer, su marido, un hijo, un amigo, pero, al contrario que Jérôme y Delphine, no lo han visto muerto y quieren seguir esperando. La primera que nos cuenta su historia se llama Ruth. Escocesa, pelirroja, de unos veinticinco años. Vivía en un bungalow de la playa con Tom, acababan de casarse, era su luna de miel. Estaban a diez metros el uno del otro cuando llegó la ola. A Ruth se la llevó, ha salvado la vida de la misma forma que Philippe, y después buscó a Tom. Le buscó por todas partes: en la playa, entre los escombros, en el pueblo, en la comisaría, y luego, cuando comprendió que todos los cuerpos iban a parar al hospital, no se ha movido de aquí. Ha visitado el interior varias veces, ha vigilado la descarga de los camiones que traen nuevos cadáveres y la carga de los que los llevan hacia las hogueras, no ha dormido ni comido, la gente del hospital le ha dicho que se vaya a descansar, le han prometido que la avisarán si hay noticias, pero no quiere irse, quiere quedarse aquí con los demás, que se quedan por el mismo motivo que ella. Adivinan que las noticias va sólo pueden ser malas. Pero quieren estar presentes cuando descarguen del camión el cuerpo del ser querido. Como Ruth espera aquí desde anoche, está muy al corriente de lo que ocurre: confirma que los cadáveres de los blancos, si pasan por el hospital, son rápidamente trasladados a Matara, donde hay más sitio y, al parecer, una cámara frigorífica. Los de la gente del pueblo aguardan a que sus familias los reclamen, pero muchas de ellas, sobre todo entre los pescadores que tenían su casa muy cerca del agua, han perecido enteras y ya no hay nadie que venga a buscarlos, así que los mandan quemar. Todo esto se hace de un modo caótico, a la buena ventura. Como la electricidad, el teléfono y la carretera están cortadas, del exterior no puede llegar ninguna ayuda, pero ¿qué quiere decir el exterior, cuando toda la isla está afectada? Nadie se ha librado, cada cual se ocupa de sus muertos. Ruth dice esto pero ve perfectamente que Hélène y yo nos hemos librado. Estamos ilesos, estamos juntos, tenemos la ropa limpia, no buscamos a nadie en particular. Después de la visita al infierno, volveremos al hotel y allí nos servirán la comida. Nos bañaremos en la piscina, besaremos a nuestros hijos, pensaremos que nos hemos librado por los pelos. Sé que la mala conciencia no sirve de nada, más bien es sólo una pérdida de tiempo y energía, pero eso no impide que me sienta torturado y tenga muchas ganas de que acabe todo. Hélène, en cambio, dedica todas sus fuerzas a hacer lo que puede, da igual que sea irrisorio, hay que hacerlo de todas maneras. Es atenta, precisa, hace preguntas, piensa en todo lo que puede ser útil. Se ha traído todo nuestro dinero en metálico y lo reparte entre Ruth y sus acompañantes. Anota el nombre de todos, después el nombre y la filiación de los desaparecidos: mañana intentará ir a Matara para buscarlos. Anota los números de teléfono de las familias, en Europa o en América, para llamarlas y decir: «He visto a Ruth, está viva; he visto a Peter, está vivo.» Propone que los que quieran vengan a nuestro hotel, basta con que se queden dos o tres de guardia, los demás podrán comer, lavarse, curarse las heridas, dormir un poco, telefonear, y luego vendrán a relevar a los de guardia. Pero nadie accede a venir con nosotros.
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