Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Marga miró a Vic con el ceño fruncido. ¿A qué venía tanta aspereza? ¿Por qué estaba siendo tan desagradable con aquel hombre, el simpático señor Faraday, todo un caballero inglés que aceptaba su derrota con tanta elegancia? Por fortuna, él no pareció inmutarse.

– Ya se lo dije, el juego es así. -Hizo una seña para llamar al camarero-. Anote esto en mi cuenta, por favor. Ahora, si me disculpan, tengo que volver a la tienda. Ha sido un placer conocerlas. Marga, deseo de corazón que disfrute del dinero. Y gracias por haber provocado esta situación tan agradable. No suelo hacer muchos tratos con personas como usted. Hasta siempre, señoras.

Y se fue. Visto de espaldas, con el paso elástico y su espeso pelo gris, el señor Faraday parecía veinte años más joven. Vic y Marga estuvieron mirándole hasta que salió al tráfico alborotado de Picadilly Street en dirección a su pequeña isla del tesoro. Victoria llamó al camarero.

– Tráigame dos scones con crema… y una porción de pastel de cerezas, por favor. ¿Tú no quieres nada?

– No… Bueno, sí, otra taza de té.

– … y té para dos. Gracias.

Victoria se volvió hacia Marga.

– Bien, pues asunto zanjado. El señor Faraday no quiere tu dinero. Sólo había en el mundo alguien más estúpido que tú, y era el vendedor de la película. Estamos de suerte. Marga, eres doscientos cincuenta mil dólares más rica que hace treinta minutos, y yo voy a celebrarlo con una sobredosis de azúcar. Debería haber pedido dos raciones de tarta, ¿no?

– No lo sé… todavía estoy un poco… Vamos, que no me hago a la idea de lo que ha pasado. Qué hombre más increíble, ¿verdad?

– Sí. Muuuuuy increíble. -Ni siquiera miró al camarero que le puso delante los scones cubiertos por una espesa capa de nata batida y bañados en mermelada. La emprendió con los dulces con la voracidad de un náufrago-. Está riquísimo… ¿De verdad no quieres un poco?

– No tengo hambre… Por cierto, ¿no has estado más bien arisca con Faraday?

Vic dejó los cubiertos en la mesa y ladeó la cabeza como si acabase de hacer un descubrimiento.

– Un poco, a lo mejor. Era un momento muy raro… y, además, los tipos tan estirados como él me ponen un poco nerviosa.

– No es estirado.

– Oh, sí que lo es. No te preocupes, apostaría a que ni se ha dado cuenta. Estaba tan subyugado por tu generosidad que no creo que fuese capaz de reparar en otra cosa.

– Puede ser… Debería llamar a mi madre y a Solange para quedar con ellas. Se van a quedar de piedra cuando les contemos lo que ha pasado.

– Claro. Llama, llama. Y habrá que hacer planes para estos días, ¿eh? Ya que estamos aquí, que Solange lo vea todo. La Torre, la abadía, los parques y hasta ese horrible invento de Madame Tussauds. -Probó el pastel de cereza-. Vaya, hacía siglos que no comía una tarta tan buena. A lo mejor pido otro trozo, si no te importa… o unas lionesas.

– Lo que quieras. No sé cómo puedes comer tanto dulce y no pesar cien kilos.

Pero Victoria no pensaba en la posibilidad de engordar. Necesitaba más y más azúcar mientras notaba cómo el corazón -su pobre corazón, que llevaba tanto tiempo dolorido- amenazaba con escapársele del pecho, como un pájaro asustado.

Solange, Marga y Shirley esperaban a Victoria en la recepción, las tres en zapatillas de deporte, armada la primera con una cámara digital, para iniciar una visita a la ciudad. Victoria, que conocía Londres perfectamente, había elaborado un completo plan de actividades para aquella semana de vacaciones. Verían las casas del Parlamento, la catedral de San Pablo, las momias del Museo Británico y los Van Gogh de la National Gallery. Harían un picnic en Green Park, cruzarían el puente del Millenium y subirían a la noria gigante. Curiosamente, era Shirley la que parecía más excitada en dura competencia con Solange, pues, a pesar de haber crecido en Inglaterra, sólo había estado en Londres un par de veces y nunca había tenido ocasión de hacer las cosas que hacen los turistas.

– ¿Dónde está Victoria? Vamos a llegar tarde.

– Madre, nadie nos espera en ningún sitio. Tenemos siete días por delante, así que tómatelo con calma. Mira, ahí viene.

El rostro de Victoria reflejaba una notable contrariedad.

– ¿Qué pasa?

– Cambio de planes. He llamado a Linda Sommer, una antigua colega que está dando un seminario de verano en la London School of Economics, y se ha empeñado en que nos veamos hoy.

– ¿Y no puedes quedar con ella en otro momento?

– Supongo que sí… pero de esta forma me quito el compromiso de encima y quedo libre el resto de la semana. Os acompañaré en el paseo por Westminster y luego me reuniré con Linda para comer con ella. No sé cuánto me entretendrá, hace siglos que no nos vemos. En marcha, ¿eh? No perdamos el tiempo.

– Pues eso estaba yo diciendo… pero mi hija se toma la vida con tanta calma que…

Victoria se marchó a las once y media. Dijo que se había citado con su compañera en un pequeño restaurante de Pall Mall, pero al llegar allí caminó en dirección a Picadilly Circus y luego siguió subiendo por Picadilly Street hasta llegar al número 160. Allí estaba el Wolseley. Respiró hondo, entró y se sentó a esperar.

Douglas Faraday apareció a las doce y cuarto. Victoria lo vio llegar, con el cabello gris protegido por un gorro impermeable de la lluvia tenaz que había empezado a caer a media mañana. Llevaba una gabardina clara, y unos zapatos de gamuza que comenzaban a estropearse por culpa del agua. Un camarero lo condujo hasta la que debía de ser su mesa habitual, y le entregó el menú, al que apenas echó un vistazo antes de pedir: probablemente se sabía la carta de memoria. Le sirvieron agua y una copa de vino blanco. Victoria lo observó durante algún tiempo. Lo vio colocarse la servilleta sobre las piernas, beber distraídamente un sorbo de vino, probar sin mucho interés la sopa de tomate y cortar pedacitos del pudding de ríñones antes de llevárselo a la boca. Faraday comía despacio y sin mucho apetito. A Victoria le pareció que estaba triste -los ojos, el gesto lejanamente contrito-, pero ni siquiera pensó en compadecerse de él. Estaba demasiado ocupada escrutándolo, observando sus gestos menores, estudiando libremente cada uno de los correctos rasgos de su rostro de lord inglés, la piel blanca respetada por los largos días sin sol, aquella barba tan bien recortada, la nariz definitiva, la frente limpia y surcada por las arrugas algo camufladas por el cabello espeso. Se fijó en sus muñecas estrechas, en el correcto dibujo de sus hombros, en su postura al sentarse a la mesa -el tronco erguido, los antebrazos firmemente apoyados, la cabeza alta-, aplaudidos, a buen seguro, a su paso por un internado caro como el que había servido para educarla a ella. Le vio limpiarse cuidadosamente los labios antes y después de beber, aprobar con un gesto casi inperceptible las idas y venidas del servicio, sonreír a un niño pequeño que tropezó con su silla. En apenas treinta minutos supo de Douglas Faraday todo lo que necesitaba. Esperó a que le sirvieran el postre -una bola de helado de vainilla- para acercarse a su mesa.

– Hola, señor Faraday.

La sorpresa de él, si es que llegó a sentirla, no duró más allá de un par de segundos. Se puso de pie para tenderle la mano.

– Señorita Suárez…

– En realidad, soy la señora Van Halen.

– Claro. ¿Quiere sentarse conmigo?

Faraday la ayudó a acomodarse y luego volvió a su sitio, Hubo unos segundos de silencio en los que sólo se miraron. Victoria supo que era su turno.

– ¿Quién es usted?

– Un anticuario muy despistado que pierde pequeñas fortunas por no hacer bien las cosas.

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