José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Agnès lo miró con irritación. Después de un breve instante de mirada de enfado, suspiró y se volvió hacia Afonso.

– Jacques es ateo -explicó-. Es peor que Robespierre. Fíjese en que también le quita importancia a Lourdes.

– Ah -exclamó Afonso, nada sorprendido.

– ¿Usted sabe lo que ocurrió en Lourdes?

– Naturalmente -asintió el capitán-. Tal como en Fátima el mes pasado, la Virgen se le apareció, en una gruta de Lourdes, a una niña…

– Bernardette Soubirous.

– Exacto. La primera aparición fue en 1858, hace ya casi sesenta años.

– Oh la la! -se asombró la hermosa baronesa-. Hasta sabe el año.

– Le dije que era un hombre de fe -sonrió Afonso.

– ¡Supercherías! -intervino el barón, siempre escéptico, meneando la cabeza.

– Tuve una vez un profesor en la facultad que era tan antirreligioso como mi marido -dijo Agnès con una sonrisa-. Era el profesor de Anatomía, se llamaba Bridoux. Él decía que la religión era la enemiga de la ciencia. -Miró a Afonso-. ¿Usted piensa lo mismo, Alphonse?

– Sí, hasta cierto punto puede ser verdad -asintió Afonso-. ¿Sabe?, tanto la religión como la ciencia ofrecen explicaciones para el mundo, pero el problema es que esas explicaciones compiten entre sí. Para que una sea verdadera, la otra tiene que ser falsa. Por eso la religión siempre ha hecho todo lo posible para desacreditar a la ciencia, y por ello la ciencia hace ahora lo mismo con la religión. Hay, sin embargo, una hipótesis que nadie ha planteado aún y que entiendo que merece ser analizada.

– ¿Cuál es?

– La posibilidad de que las dos estén diciendo la verdad, aunque complementándose la una con la otra, enunciando verdades diferentes. ¿Se ha fijado en que no es posible demostrar científicamente la existencia de Dios, pero tampoco es posible demostrar lo contrario?

– Es un hecho.

– Los filósofos ateos afirman que proyectamos en una entidad divina nuestras propias características, lo que significa que Dios es una mera creación humana.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Oh, varios filósofos. Qué sé yo: Schopenhauer, Hegel, Feuerbach…

– Todos alemanes. -Agnès se rio-. Sólo por eso los boches merecen perder la guerra.

Afonso sonrió.

– Me doy cuenta de que esas ideas le parecen una herejía.

– No, no por eso, sólo estaba bromeando. Creo incluso que esa tesis merece atención.

– Es lo que yo pienso. Pero la verdad es que, si, por un lado, el hombre ha creado a Dios a su imagen, por otro se plantea la cuestión de saber quién ha creado al hombre. O, más importante aún, ¿quién ha creado todo lo que nos rodea, quién ha creado el universo? ¿Acaso las cosas surgieron sin ninguna razón, el universo apareció por aparecer, sin más ni más?

– Estoy de acuerdo con usted -dijo Agnès, estimulada por este pensamiento-. Tal vez la religión y la ciencia compartan la verdad, ésa es una hipótesis fascinante.

– Mi idea va más allá de eso, m'dame, mi idea es que no hay una única verdad. Nietzsche decía que no hay hechos, sólo interpretaciones, lo que es verdad desde el punto de vista del ser humano. Es irrefutable que existe una realidad, aquello que Kant llamaba «la cosa en sí», el noúmeno. Pero, como el propio Kant destacó, nosotros no vemos la cosa en sí, sólo vemos sus manifestaciones. Es decir, interpretamos lo real. -Miró a su alrededor y vio una fotografía enmarcada en la pared, el barón montado a caballo, con una escopeta en bandolera y rodeado de perros, una escena de cacería en Compiègne. Afonso señaló la imagen-. Es un poco como aquella fotografía, ¿lo ve? Ése no es el señor barón sino una imagen suya. ¿Se da cuenta? La fotografía no es lo real, es una representación de lo real, construida a partir de un ángulo, con determinados filtros y según un determinado código arbitrario. Así como la fotografía reconstruye lo real, poniéndolo en blanco y negro, por ejemplo, nosotros también lo reconstruimos. Ya Kierkegaard había observado que todo lo que existe es algo exclusivamente individual. Es decir, ponemos algo de nosotros mismos cuando interpretamos la realidad; por ello nuestra verdad es diferente de la verdad de otras personas.

– Por lo tanto, no hay verdad. ¿Es eso?

– No, claro que hay verdad, claro que la hay. Pero hay muchas verdades. Lo real es uno, aunque inalcanzable en su plenitud. Las verdades son múltiples, dado que son interpretaciones individuales de lo real. Yo sé que parece complicado, pero…

– No, no, lo estoy entendiendo muy bien, es realmente una idea interesante.

– Mire, yo creo que ésta es la única manera de establecer que ambas, la religión y la ciencia, pueden estar diciendo una verdad -concluyó el capitán-. Lo real es uno, pero cada uno de estos discursos, el religioso y el científico, presenta una interpretación individual de lo real. Las dos pueden incluso ser contradictorias y, paradójicamente, seguir siendo verdaderas.

Se hizo silencio, sólo roto por el sonido de las crepitaciones de la madera ardiendo en la chimenea. Las sombras de la lumbre danzaban por la sala, las chispas daban saltos y bailaban en el aire como luciérnagas nerviosas. Todos miraban el fuego, Afonso con una sonrisa de íntima satisfacción. Desde los tiempos del padre Nunes, en el seminario, y de Trindade, el Mocoso, en la Escuela del Ejército, no había vuelto a hablar de filosofía con nadie. Era un placer inmenso estar haciéndolo ahora, por primera vez en tanto tiempo, en aquel rincón perdido de Francia, para colmo con una mujer lindísima. Se preguntó si alguna vez llegaría a hablar de cosas tan profundas y apasionantes con una portuguesa, pero tenía muchas dudas, no se imaginaba conversando sobre Hegel con Carolina. Esa sola comparación lo llenó de admiración por Agnès.

La francesa, a su vez, tenía también la mente concentrada en Afonso, en las palabras que pronunciaba, en su manera ágil de razonar. Era la primera vez desde el noviazgo con Serge que mantenía una conversación tan interesante con alguien, un diálogo que la liberaba de aquellas cuatro paredes castradoras y, trasponiendo una maravillosa ventana imaginaria, la lanzaba intrépidamente en un viaje hecho de encantamiento y magia, un deslumbrante periplo por el inspirador mundo de las ideas, un universo rico, pleno de pensamientos audaces, de novedades palpitantes, de revelaciones sorprendentes. Se acordaba de haber tenido esa sensación cuando visitó la Exposición Universal de París o cuando su padre le enseñó los secretos del vino. También vivió las mismas emociones de descubrimiento al asistir a las clases de Medicina y en el momento en que conoció a Serge y su visión sublime del mundo de las artes. Ahora llegaba este capitán portugués a despertarle esos sentimientos, ese gusto por el conocimiento, por el análisis, y Agnès deseó ardientemente quedarse allí toda la noche descubriéndolo.

Tal vez presintiendo que una perturbadora química nacía entre el oficial y su mujer, el barón decidió poner un fin abrupto a la velada. Bebió de un trago todo el cognac y se levantó con vigor.

– Es tarde. Marcel va a acompañarlo a su habitación -dijo y, mirando hacia la puerta, elevó la voz-: ¡Marcel!

El mayordomo tardó unos instantes en aparecer.

– Acompaña al señor a sus aposentos -ordenó-. Señor capitán -dijo, despidiéndose de su invitado con una señal de la cabeza. Miró a su mujer-. Viens, Agnès.

La francesa se quedó un instante en la mecedora, como si vacilase. Se incorporó despacio, casi contrariada, y miró al capitán portugués.

– Bonne nuit, Alphonse -susurró con su voz tierna y serena-. À demain.

– M’dame! -exclamó Afonso, que se puso de pie de un salto e hizo una reverencia galante.

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