José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Cómo va la guerra, capitán Alphonse? -quiso saber la baronesa-. ¿Es como dicen los periódicos?

– ¿Y qué dicen los periódicos?

– Que estamos ganando.

– No se puede creer siempre en los periódicos…

Agnès se sorprendió.

– ¿Estamos perdiendo?

– No, no ganamos ni perdemos. Estamos inmovilizados.

– Pero ¿no es verdad que el enemigo ha retrocedido hace algunos meses?

Afonso sonrió.

– Retroceder, ha retrocedido. Pero ha retrocedido por iniciativa propia, no porque los hayamos empujado nosotros.

– ¿Cómo es eso? -interrumpió el barón, con la garganta templada por el cognac -. Si ellos retroceden, se debe a que nosotros avanzamos, nadie retrocede porque le apetece.

– Lo que ha ocurrido, m'sieur le baron, es que los boches construyeron unas trincheras mejores en una posición elevada, en la retaguardia de sus trincheras habituales, y después abandonaron sus posiciones y fueron a instalarse en esas trincheras. Llamamos a ésas nuevas posiciones la línea Siegfried, pero parece que los boches la llaman línea Hindenburg. Sea como fuere, este retroceso significa, para la Siegfried, que han perdido unos kilómetros pero han ganado posiciones casi inexpugnables.

– Entonces, ¿no cree que vayamos a ganar la guerra?

– Para ganar la guerra es necesario que la guerra acabe -comentó el capitán con frialdad.

– ¿Y ésta no va a acabar? -quiso saber Agnès.

– No da señales de que pueda acabar. Fíjese en que ya estamos a 20 de noviembre, pronto acabará 1917; por tanto, la guerra lleva ya más de tres años y las posiciones permanecen estáticas. Ni nosotros avanzamos ni ellos se mueven.

– Usted es un hombre de poca fe, por lo que veo -comentó la francesa.

– Por el contrario, m'dame, soy un hombre de fe.

– Pues no lo parece -observó ella-. ¿No fue en su país donde apareció, el mes pasado, la Virgen para anunciar el inminente fin de la guerra?

– Sí, ya he leído esa noticia -dijo, inclinándose para coger su cartera-. Hasta tengo aquí un periódico que me mandaron hace días con referencias a esa aparición, fíjese.

El capitán sacó de la cartera un ejemplar de O Século, una hoja enorme doblada en dos, es decir, con cuatro páginas, y arrugada por el cartero, pero perfectamente legible. El periódico era del lunes 15 de octubre, es decir, de treinta y cinco días antes. Las dos columnas del lado derecho de la primera página estaban ocupadas, de arriba abajo, por un texto dedicado al tema, cuyo antetítulo anunciaba en caja alta: «¡Cosas asombrosas!». Su título aludía a: «Cómo el sol se movió al mediodía en Fátima». El subtítulo era largo: «Las apariciones de la Virgen. En qué consistió la señal del Cielo. Varios miles de personas afirman que se produjo un milagro. La guerra y la paz».

Agnès se inclinó para ver mejor el periódico.

– ¿Quiénes son? -preguntó, señalando una gran fotografía que, por encima del texto, mostraba a tres niños con los ojos fijos en la imagen, dos chicas de falda ancha y pañuelo en la cabeza que flanqueaban a un chico con una gorra, detrás de un muro de piedra.

– Son los niños que dicen haber hablado con la Virgen -explicó Afonso y, leyendo el pie de la foto, los identificó moviendo el dedo de izquierda a derecha-. Esta se llama Lucia, éste es Francisco y ésta es Jacinta.

La francesa miró fascinada la imagen.

– ¿Y qué vieron exactamente?

El capitán se puso a leer el texto, momentáneamente silencioso.

– Bien, el reportero comienza describiendo cómo llegó a la gándara de Fátima, diciendo que vio allí a mucha gente y que todos estaban rezando -dijo, explicando el texto que acababa de leer. Hizo una pausa más mientras leía los párrafos siguientes-. Comenzó a llover y los tres niños llegaron al lugar media hora antes de la anunciada aparición, los fieles se arrodillaron en el barro a su paso, y una de las niñas, Lucia, les pidió que cerrasen los paraguas. -Nueva pausa para leer-. El reportero dice que, a la hora esperada, el cielo comenzó de repente a clarear, la lluvia amainó y salió el sol. -Aún una pausa más-. Esto es muy interesante, escuchen -exclamó Afonso, que se puso a traducir el texto palabra a palabra, en voz alta-: «El astro recuerda una placa de plata mate y es posible mirar el disco sin el menor esfuerzo. No quema, no ciega. Se diría que se está produciendo un eclipse. Pero he ahí que se oye una sonora exclamación y a los espectadores más próximos que gritan: "¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla!". Ante los ojos deslumbrados de aquella gente, cuya actitud nos transporta a los tiempos bíblicos y que, pálida de asombro, con la cabeza descubierta, encara el azul, el Sol tembló, el Sol tuvo movimientos bruscos nunca vistos, fuera de todas las leyes cósmicas: el Sol "bailó", según la típica expresión de los campesinos». -Afonso levantó la cabeza del periódico-. Interesante, ¿no?

– Oui -dijo Agnès, fascinada, mirando la fotografía de los tres niños en la primera página-. ¿No dice nada más?

El portugués retomó la lectura silenciosa del periódico y resumió su contenido.

– Dice aquí que el reportero habló con las personas y no todo el mundo estaba de acuerdo con lo que todos acababan de presenciar. La mayoría confirma haber visto bailar al Sol, pero otros aseguraron haber observado el rostro de la propia Virgen y que el Sol giró sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales, bajando del punto donde se encontraba. Y unos pocos aseguran que hasta lo vieron cambiar de color.

– Ilusión óptica -comentó el barón Redier con una sonrisa condescendiente.

– Es posible -asintió Afonso.

– No digan disparates -comentó Agnès-. ¿Y los niños?

El capitán leyó un poco más.

– Lo esencial está en esta frase que les voy a traducir -indicó-: «Lucia, la que habla con la Virgen, anuncia con gestos teatrales, en brazos de un hombre que la lleva de grupo en grupo, que terminará la guerra y que nuestros soldados regresarán».

Cuando Afonso levantó la cabeza, vio a Agnès recostarse serena en la mecedora.

– Entonces, es verdad -dijo ella-. La guerra va a acabar.

– Eso lo dice el periódico.

– ¿Y no lo cree?

– ¿Que la guerra va a acabar? -se sorprendió el barón Redier, uniéndose a la conversación-. ¿Cómo no va a creer en eso? ¡También yo! Aunque sea dentro de cien años, está claro que va a acabar.

– No seas tonto, Jacques, la profecía dice que la guerra acabará pronto.

– No fue eso, en rigor, lo que nuestro invitado ha leído en el periódico -dijo el barón, señalando O Século -. Lo que ahí escriben, por lo visto, es que la guerra terminará. Pero, la verdad sea dicha, no me parece una profecía muy difícil de hacer, es evidente que la guerra, tarde o temprano, va a terminar. Hasta yo puedo prever eso. Lo importante es saber cuándo, y eso ya no se atreven a profetizarlo esos impostores fanáticos.

– Se supone, por el contexto de la frase, que será muy pronto. ¿No cree en eso, Alphonse?

– Bien, me gustaría que fuese verdad…

– Pero ¿lo cree o no lo cree?

– No sé qué pensar -titubeó Afonso-. Ojalá fuese verdad.

– Eso es pura fantasía. -El barón se rio-. Vivimos tiempos difíciles y es en momentos así cuando surgen profetas, milagros, supercherías que señalan el camino de la salvación. Los mensajes mesiánicos son normales en estos periodos de angustia e incertidumbre.

– ¿Le parece? -preguntó el capitán.

– Estoy seguro -aseveró el anfitrión-. Va a ver cómo la guerra no acabará inmediatamente y que, dentro de un tiempo, nadie va a volver a hablar de esos niños.

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