Si las distintas etapas son tan contradictorias, ¿cómo determinar su denominador común? ¿Cuál es la esencia común que nos permite ver al Bezújov ateo y al Bezújov creyente como un único y mismo personaje? ¿Dónde se encuentra la esencia estable del «yo»? Y ¿cuál es la responsabilidad moral del Boikonski n.° 2 para con el Boikonski n.° I? El Bezújov enemigo de Napoleón ¿debe responder al Bezújov que había sido antaño su admirador? ¿Cuál es el lapso de tiempo durante el cual se puede considerar a un hombre idéntico a sí mismo?
Tan sólo la novela puede, in concreto, escudriñar este misterio, uno de los mayores que conoce el hombre; y fue Tolstói quien probablemente lo hiciera por primera vez.
Las metamorfosis de los personajes de Tolstói aparecen no como una larga evolución, sino como una repentina iluminación. Bezújov pasa con enorme facilidad de ateo a creyente. Basta para ello que se sienta trastornado por la ruptura con su mujer y que encuentre en una fonda a un viajero masón que habla con él. Esta facilidad no se debe a una versatilidad superficial. Deja más bien suponer que el cambio visible había sido preparado por un proceso oculto, inconsciente, que de pronto explota a la luz del día.
Andrei Boikonski, gravemente herido en el campo de batalla de Austerlitz, está volviendo a la vida. En ese momento todo el universo del joven brillante se trastoca: no gracias a una reflexión racional, lógica, sino gracias a una simple confrontación con la muerte y a una larga mirada hacia el cielo. Son estos detalles (una mirada hacia el cielo) los que desempeñan un gran papel en los momentos decisivos que viven los personajes de Tolstói.
Más adelante, al emerger de su profundo escepticismo, Andrei vuelve otra vez a la vida activa. Este cambio ha estado precedido por una larga discusión con Pierre en el transbordador de un río. Pierre estaba entonces (éste era el estadio momentáneo de su evolución) positivo, optimista, altruista, y se oponía al misántropo escepticismo de Andrei. Pero durante su discusión se mostró más bien ingenuo, soltando lugares comunes, y fue Andrei quien, intelectualmente, estuvo brillante. Más importante que la palabra de Pierre fue el silencio que siguió a su discusión: «Al salir de la barca miró al cielo que le había mostrado Pierre. Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que contemplaba cuando estaba tendido en el campo de batalla. En aquel instante despertó algo alegre y joven en su alma, algo que llevaba largo tiempo adormecido». Esta sensación fue breve y desapareció enseguida, pero Andrei sabía que tal sentimiento, « aunque no pudiera distinguirlo, seguía viviendo en él ». Y, un día, mucho más tarde, como un baile de destellos, una conspiración de detalles (una mirada al verdor de un roble, los alegres gritos de unas jóvenes escuchados al azar, recuerdos inesperados) iluminó este sentimiento (que «seguía viviendo en él») y lo abrasó. Andrei, ayer todavía feliz en su retiro del mundo, decide repentinamente «marchar en otoño a San Petersburgo, e imaginó diversas razones para hacerlo […]. Y el príncipe Andrei, con las manos a la espalda, caminaba largo rato por la estancia, ya ceñudo, ya sonriente, meditando sobre aquellas ideas no sujetas a la razón y rebeldes a concretarse en palabras, secretas como un crimen, que tenían razón con Pierre, con la gloria, con la jovencita de la ventana, con el roble, con la belleza femenina y el amor , ideas que venían a cambiar toda su vida. Cuando se le acercaba alguien en aquellos momentos de reflexión, parecía más frío y severo. […]. Parecía querer, mediante este exceso de lógica, vengarse en alguien de todo ese trajín ilógico y secreto que tenía lugar dentro de él». (He señalado en cursiva las fórmulas más significativas, M.K.) (Recordemos: semejante conspiración de detalles, fealdad en los rostros encontrados, comentarios escuchados al azar en el compartimiento del tren, recuerdo inoportuno, que, en la siguiente novela de Tolstói, desencadena la decisión de Ana Karenina de suicidarse.)
Otro gran cambio del mundo interior de Andrei Boikonski: mortalmente herido en la batalla de Borodinó, acostado sobre una mesa de operaciones en un campamento militar, se siente repentinamente invadido por un extraño sentimiento de paz y reconciliación, un sentimiento de felicidad que ya no lo abandonará; este estado de felicidad es tanto más extraño (tanto más hermoso) cuanto que la escena es de una extraordinaria crueldad, llena de detalles espantosamente precisos acerca de la cirugía en una época en que se desconocía la anestesia; y lo más extraño en este estado extraño: fue provocado por un recuerdo inesperado e ilógico: cuando el enfermero le quita la ropa «Andrei recuerda los días lejanos de su primera infancia». Y unas frases más adelante: «Después de tantos sufrimientos, Andrei sintió un bienestar que no conocía desde hacía tiempo. Los mejores instantes de su vida, en particular su primera infancia, cuando le quitaban la ropa, cuando lo acostaban en su pequeña cama, cuando su nodriza le cantaba nanas, que, con la cabeza metida en la almohada, él era feliz de sentirse vivir, estos instantes se presentaban en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad». Sólo más tarde, vio Andrei, en una mesa cercana, a su rival, el seductor de Natacha, Anatol, a quien un médico le estaba cortando la pierna.
Lectura corriente de esta escena: «Andrei, herido, ve a su rival con una pierna amputada; este espectáculo lo llena de una inmensa piedad por él y por el hombre en general». Pero Tolstói sabía que estas repentinas revelaciones no se deben a causas tan evidentes y tan lógicas. Fue una curiosa imagen fugitiva (el recuerdo de su niñez cuando le quitaban la ropa de la misma manera que lo hacía el enfermero) la que desencadenó todo, su nueva metamorfosis, su nueva visión de las cosas. Segundos después, el propio Andrei olvidó sin duda este milagroso detalle, así como probablemente lo olvida enseguida la mayoría de los lectores que leen novelas con tan poca atención y tan mal como «leen» sus propias vidas.
Y otro gran cambio más, esta vez el de Pierre Bezújov, que toma la decisión de matar a Napoleón, decisión precedida de un episodio: se entera por sus amigos masones que, en el decimotercer capítulo del Apocalipsis , se identifica a Napoleón como el Anticristo: «Quien tenga inteligencia cuente el número de la Bestia porque es un número de hombre y su número es 666…». Si traducimos el alfabeto francés en números, las palabras l’empereur Napoleón dan el número 666. «Semejante profecía hizo honda impresión en Pierre. Con frecuencia se preguntaba qué es lo que acabaría con el poder de la bestia, es decir, de Napoleón; y sirviéndose de la representación de las palabras por medio de cifras, trató de hallar una respuesta. Escribió como contestación l’empereur Alexandre? La nation russe? Sumó las cifras de las letras, pero el resultado superaba en mucho a 666. Una vez que estaba ocupado en semejantes cálculos, escribió: Comte Pierre Bésouhof , y la suma de las cifras correspondientes a las letras fue diferente también. Cambió la ortografía: puso una z en lugar de s , añadió la preposición de y hasta el artículo le, pero tampoco halló el resultado apetecido. Entonces se le ocurrió que si la respuesta estaba en su nombre, habría que mencionar su nacionalidad. Escribió Le Russe Bésuhof y contó las cifras, pero obtuvo la suma 671; sobraban cinco unidades; el cinco era el valor de la letra e, precisamente la que se suprime en el artículo francés ante la palabra empereur . A pesar de que era una falta de ortografía, suprimió la letra e y escribió así: L’Russe Bésuhof , y obtuvo el resultado 666. Esto le emocionó.»
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