Milan Kundera - Los testamentos traicionados

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Testamentos Traicionados es escrito como una novela: los mismos personajes aparecen y reaparecén a lo largo de las nueve partes del libro, así como los temas principales que preocupan al autor. Kundera una vez más, celebra el arte de la novela, desde su nacimiento con un espíritu de humor único a la cultura y sensibilidad europea – ilustrada por algunos maravillosos ejemplos del trabajo de Rabelais y Cervantes – a través de su florecimiento en siglos sucesivos. Él anota los misterios de la novela musical y la evolución paralela (pero no simultánea) de las dos artes en occidente, así como la sabiduría particular que la novela ofrece acerca de la existencia humana. El arte de la traducción es el sujeto de una de las partes del libro, iluminando el significado de su título. Kundera es un apasionado defensor de los derechos morales del artista y el respeto debido a un trabajo de arte y a los deseos de su creador. La traición de ambos – algunos por las más apasionadas partidarios – es uno de los principales temas de Testamentos Traicionados. Testamentos traicionados es un libro rico en ideas acerca del tiempo que estamos viviendo y como nos hemos convertido en lo que actualmente somos, de la cultura occidental en general. Es también un ensayo personal en el cual Kundera discute la experiencia del exilio – y el ataque apasionado de los juicios moral cambiantes y las persecusiones del artista y su arte.

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Durante el primer interrogatorio, K. se pone a hacer un discurso pero pronto le perturba un hecho curioso: en la sala está la mujer del ujier, y un estudiante feo, delgaducho, consigue echarla al suelo y hacer el amor con ella en medio de la concurrencia. Con este increíble encuentro de hechos incompatibles (¡sublime poesía kafkiana, grotesca e inverosímil!), otra ventana se abre a un paisaje lejos del proceso, a la alegre vulgaridad, la alegre libertad vulgar, que se le ha confiscado a K.

Esta poesía kafkiana me recuerda, por oposición, otra novela que también es la historia de una detención y de un proceso: 1984 de Orwell, libro que sirvió durante décadas de constante referencia para los profesionales del antitotalitarismo. En esta novela, que quiere ser el horripilante retrato de una imaginaria sociedad totalitaria, no hay ventanas; en ella, no se entrevé a la joven frágil con un cántaro que se llena de agua; esta novela está impermeablemente cerrada a la poesía; ¿novela?, un pensamiento político disfrazado de novela; el pensamiento, sin duda lúcido y ajustado pero deformado por su disfraz novelesco, que lo hace inexacto y aproximativo.

Si la forma novelesca oscurece el pensamiento de Orwell, ¿acaso le da algo a cambio? ¿Ilumina el misterio de las situaciones a las que no tienen acceso ni la sociología ni la politicología? No: las situaciones y los personajes son de una supina insipidez. ¿Se justifica al menos, pues, como vulgarización de buenas ideas? Tampoco. Porque las ideas trasladadas a una novela ya no actúan como ideas, sino precisamente como novela, y, en el caso de 1984, actúan como una mala novela con toda la nefasta influencia que puede ejercer una mala novela.

La influencia nefasta de la novela de Orwell radica en la implacable reducción de una realidad a su aspecto puramente político y en la reducción de este mismo aspecto a lo que tiene de ejemplarmente negativo. Me niego a perdonar esta reducción con el pretexto de que era útil como propaganda en la lucha contra el mal totalitario. Porque este mal es precisamente la reducción de la vida a la política y de la política a la propaganda. Así, la novela de Orwell, pese a sus intenciones, forma ella misma parte del espíritu totalitario, del espíritu de propaganda. Reduce (y enseña a reducir) la vida de una sociedad odiada a la simple enumeración de sus crímenes.

Cuando hablo con checos, un año o dos después del final del comunismo, oigo en el discurso de cada uno ese giro que ya se ha hecho ritual, ese obligatorio preámbulo a todos sus recuerdos, a todas sus reflexiones: «después de esos cuarenta años de horror comunista», o: «esos horribles cuarenta años», o sobre todo: «esos cuarenta años perdidos». Miro a mis interlocutores: no fueron obligados a emigrar, ni fueron encarcelados, ni despedidos de su trabajo, ni mal vistos; todos vivieron su vida en su país, en su vivienda, en su trabajo, tuvieron sus vacaciones, sus amistades, sus amores; con la expresión «cuarenta horribles años» reducen su vida a un único aspecto político. Pero ¿han vivido realmente como un único bloque indiferenciado de horrores la historia política de los cuarenta años transcurridos? ¿Han olvidado acaso los años en que veían las películas de Forman, leían los libros de Hrabal, frecuentaban los pequeños teatros no conformistas, contaban centenares de chistes y, en medio de la alegría, se burlaban del poder? Si hablan, todos, de cuarenta años horribles es porque han «Orwellizado» el recuerdo de su propia vida, que, así, a posteriori, en su memoria y en su cabeza, ha pasado a desvalorizarse o incluso anularse del todo (cuarenta años perdidos).

K., incluso en la situación de extrema privación de libertad, es capaz de ver a una joven frágil cuyo cántaro se llena lentamente. He dicho que estos momentos son como ventanas que se entreabren fugitivamente a un paisaje situado lejos del proceso de K. ¿A qué paisaje? Precisaré la metáfora: las ventanas abiertas en la novela de Kafka dan sobre el paisaje de Tolstói; sobre el mundo en el que los personajes, incluso en los momentos más crueles, conservan una libertad de decisión que da a la vida esa feliz incalculabilidad que es la fuente de la poesía. El mundo extremadamente poético de Tolstói es el opuesto al mundo de Kafka. Sin embargo, gracias a la ventana entreabierta, entra en la historia de K. y permanece presente en ella como un soplo de nostalgia, como una brisa apenas sensible.

Tribunal y proceso

A los filósofos de la existencia les gustaba insuflar una significación filosófica a las palabras del lenguaje hablado. Me resulta difícil pronunciar las palabras angustia o parloteo sin pensar en el sentido que les dio Heidegger. Los novelistas precedieron, en este punto, a los filósofos. Al examinar las situaciones de sus personajes, elaboran su propio vocabulario con, muchas veces, palabras clave que tienen el carácter de un concepto y van más allá del significado definido por los diccionarios. Así, Crébillon hijo emplea la palabra momento como palabra-concepto del juego libertino (la ocasión momentánea en que una mujer puede ser seducida) y lo lega a su época y a otros escritores. Así, Dostoievski habla de humillación, Stendhal de vanidad. Kafka, gracias a El proceso , nos lega al menos dos palabras-concepto indispensables hoy para la comprensión del mundo moderno: tribunal y proceso. Nos las lega: quiere decir que las pone a nuestra disposición para que las utilicemos, las pensemos y volvamos a pensarlas en función de nuestra propia experiencia.

El tribunal; no se trata de la institución jurídica destinada a castigar a los que trasgreden las leyes de un Estado; el tribunal en el sentido que le dio Kafka es una fuerza que juzga, y que juzga porque es fuerza; es su fuerza y nada más la que confiere al tribunal su legitimidad; cuando ve a los dos intrusos entrar en su cuarto, K. reconoce al instante esta fuerza y se somete.

El proceso incoado por el tribunal es siempre absoluto; quiere decir: concierne no a un acto aislado, a un crimen determinado (un robo, un fraude, una violación), sino a la personalidad del acusado en su conjunto: K. busca su falta en «los hechos más ínfimos» de toda su vida; Bezújov, en nuestro siglo, sería, pues, acusado a la vez por su amor y por su odio hacia Napoleón. Y también por emborracharse, ya que, al ser absoluto, el proceso concierne tanto a la vida pública como a la privada; Brod condena a K. a muerte porque no ve en las mujeres sino «la más rastrera sexualidad»; recuerdo los procesos políticos de Praga en 1951; en enormes tiradas se distribuyeron las biografías de los acusados; entonces fue cuando por primera vez leí un texto pornográfico: el relato de una orgía durante la cual el cuerpo desnudo de una acusada cubierto de chocolate (¡en plena época de penuria!) era lamido por los demás acusados, futuros ahorcados; al principio del descalabro gradual de la ideología comunista, el proceso contra Karl Marx (proceso que culmina hoy con el derrumbamiento de sus estatuas en Rusia y en otros lugares) empezó por el ataque a su vida privada (el primer libro anti-Marx que leí: el relato de sus relaciones sexuales con su criada); en La broma , un tribunal de tres estudiantes juzga a Ludvik por una frase que había enviado a su chica; él se defiende diciendo que la escribió a toda prisa, sin pensar; le contestan: «así al menos sabemos qué se oculta en ti»; porque todo lo que dice, murmura, piensa el acusado, todo lo que oculta en él quedará a merced del tribunal.

El proceso es absoluto también por cuanto no permanece en los límites de la vida del acusado; si pierdes el proceso, le dice su tío a K., «serás barrido de la sociedad, y todos tus parientes contigo»; la culpabilidad de un judío comporta la de los judíos de todos los tiempos; la doctrina comunista, bajo la influencia del origen de clase, incluye en la falta del acusado la falta de sus padres y abuelos; en el proceso al que somete a Europa por el crimen de la colonización, Sartre no acusa a los colonos, sino a Europa, a toda Europa, a la Europa de todos los tiempos: pues «el colono está en cada uno de nosotros», pues «un hombre, aquí, quiere decir un cómplice, ya que nos hemos aprovechado todos de la explotación colonial». El espíritu del proceso no reconoce prescripción alguna; el pasado lejano está tan vivo como un hecho de hoy; e incluso una vez muerto, no escaparás: hay chivatos en el cementerio.

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