La manera meticulosa con la que describe Tolstói todos los cambios ortográficos que hace Pierre con su nombre para llegar al número 666 es irresistiblemente cómica: L’Russe es un maravilloso gag ortográfico. Las decisiones graves y valientes de un hombre indudablemente inteligente y simpático ¿pueden acaso tener su origen en una tontería?
¿Y qué han pensado del hombre? ¿Qué han pensado de ustedes mismos?
Cambio de opinión como acomodación al espíritu de los tiempos
Un día una mujer me anuncia, el rostro radiante: «¡De modo que ya no hay Leningrado! ¡Volvemos al viejo San Petersburgo!». Nunca me ha entusiasmado que vuelvan a bautizarse calles y ciudades. Estoy a punto de decirlo, pero en el último momento me retengo: en su mirada deslumbrada por la fascinante marcha de la Historia, intuyo de antemano un desacuerdo y no tengo ganas de pelearme, tanto más cuanto que en el mismo momento recuerdo un episodio que ella había sin duda olvidado. Esta misma mujer nos había visitado una vez a mi mujer y a mí, en Praga, después de la invasión rusa, en 1970 o 1971, cuando nos encontrábamos en la penosa situación de proscritos. Por su parte era una prueba de solidaridad que quisimos devolverle intentando entretenerla. Mi mujer le contó el chiste (por cierto curiosamente profético) de un ricachón norteamericano que se instala en un hotel moscovita. Le preguntan: «¿Ha ido ya a ver a Lenin en el mausoleo?». Y él contesta: «Hice que me lo trajeran al hotel por diez dólares». El rostro de nuestra invitada se había crispado. Siendo de izquierdas (sigue siéndolo), ella veía en la invasión rusa de Checoslovaquia la traición a los ideales por los que sentía apego y le parecía inaceptable que las víctimas con las que ella quería trabar amistad se burlaran de estos mismos ideales traicionados. «No lo encuentro divertido», dijo con frialdad, y sólo nuestra situación de perseguidos nos preservó de una ruptura.
Podría contar muchas historias de este tipo. Estos cambios de opinión no se refieren tan sólo a la política, sino también a las costumbres en general, al feminismo primero ascendente y luego descendente, a la admiración seguida del desprecio por el nouveau román , al puritanismo revolucionario relegado por la pornografía libertaria, a la idea de Europa denigrada como reaccionaria y neocolonialista por aquellos que luego la desplegaron cual bandera del Progreso, etc. Y me pregunto: ¿se acuerdan o no de sus actitudes pasadas? ¿Conservan en su memoria la historia de sus cambios? No es que me indigne ver a la gente cambiar de opinión. Bezújov, antiguo admirador de Napoleón, se convirtió en su asesino virtual, y me cae bien tanto en un caso como en el otro. ¿Acaso una mujer que veneró a Lenin en 1971 no tiene derecho, en 1991, a alegrarse de que Leningrado ya no sea Leningrado? Por supuesto que lo tiene. No obstante, su cambio es diferente del de Bezújov.
Precisamente cuando su mundo interior se transforma es cuando Bezújov o Boikonski se confirman como individuos; cuando sorprenden; cuando se vuelven diferentes; cuando su libertad se inflama y, con ella, la identidad de su yo; son momentos de poesía: los viven con tal intensidad que el mundo entero acude a su encuentro con un cortejo ebrio de maravillosos detalles. En la obra de Tolstói, el hombre es tanto más él, es tanto más individuo, cuanto que tiene la fuerza, la fantasía, la inteligencia de transformarse.
En cambio, aquellos a quienes veo cambiar de actitud hacia Lenin, Europa, etc., se revelan en su no individualidad. Este cambio no es ni creación suya, ni invención suya, ni capricho, ni sorpresa, ni reflexión, ni locura; carece de poesía; no es sino un acomodo muy prosaico al espíritu cambiante de la Historia. Por eso ni siquiera se dan cuenta de ello; a fin de cuentas, siguen siendo los mismos: siempre en posesión de la verdad, pensando siempre lo que, en su ambiente, hay que pensar; cambian no para acercarse a alguna esencia de su yo, sino para confundirse con los demás; el cambio les permite permanecer incambiables.
Puedo expresarme de otra manera: cambian de ideas en función del invisible tribunal que también está cambiando de ideas; su cambio no es, pues, una apuesta comprometida a favor de lo que el tribunal proclamará mañana como verdad. Pienso en mi juventud vivida en Checoslovaquia. Salidos del primer encantamiento comunista, sentíamos cada pequeño paso contra la doctrina oficial como un acto de valentía. Protestábamos contra la persecución de los creyentes, defendíamos el arte moderno proscrito, cuestionábamos la imbecilidad de la propaganda, criticábamos nuestra dependencia de Rusia, etc. Al hacerlo, arriesgábamos algo, no mucho, pero algo sí y ese (pequeño) peligro nos otorgaba una agradable satisfacción moral. Un día, se me ocurrió una idea espantosa: ¿y si estas rebeldías estuvieran dictadas no por una libertad interior, por valentía, sino por las ganas de complacer al otro tribunal que, en la sombra, preparaba ya su asentamiento?
No se puede ir más lejos que Kafka en El proceso; creó la imagen extremadamente poética del mundo extremadamente apoético. Por «el mundo extremadamente apoético» quiero decir: el mundo en el que ya no hay lugar para una libertad individual, para la originalidad de un individuo, en el que el hombre no es más que un instrumento de las fuerzas extrahumanas: de la burocracia, de la técnica, de la Historia. Por «imagen extremadamente poética» quiero decir: sin cambiar su esencia y su carácter apoéticos, Kafka transformó, remodeló ese mundo gracias a su inmensa fantasía de poeta.
K. está totalmente absorbido por la situación del proceso que se le ha impuesto; no tiene el menor tiempo para pensar en nada más. Sin embargo, incluso en semejante situación sin salida, hay ventanas que, de repente, se abren durante un breve instante. No puede escaparse por esas ventanas; se entreabren y vuelven a cerrarse enseguida; pero al menos puede ver, en el tiempo de un relámpago, la poesía del mundo que está fuera, la poesía que, pese a todo, existe como una posibilidad siempre presente y que envía a su vida de hombre acorralado un pequeño reflejo plateado.
Estas breves aperturas son, por ejemplo, las miradas de K.: llega a la calle del barrio periférico donde lo han citado para su primer interrogatorio. Poco antes, ha vuelto a correr para llegar a tiempo. Ahora se detiene. Está de pie en la calle y, olvidando unos segundos el proceso, mira a su alrededor: «Había gente en casi todas las ventanas, unos hombres en mangas de camisa se asomaban a ellas y fumaban, o sostenían, con prudencia y ternura, a unos niños apoyados en el antepecho de las ventanas. En otras ventanas se amontonaban sábanas, mantas y edredones por encima de los cuales pasaba a veces la cabeza de alguna mujer despeinada». Luego, entra en el patio. «No lejos de él, sentado encima de una caja, un hombre descalzo leía un periódico. Dos chicos se columpiaban en los dos extremos de un carretón. Delante de una bomba de agua había una joven frágil en camisón que miraba a K. mientras el cántaro se llenaba de agua.»
Estas frases me remiten a las descripciones de Flaubert: concisión; plenitud visual; sentido de los detalles, ninguno de los cuales es un tópico. Esta fuerza de la descripción hace sentir hasta qué punto K. está sediento de lo real, con cuánta avidez sorbe el mundo que, poco antes, se había eclipsado tras la preocupación del proceso. Ay, la pausa es breve, al instante siguiente, K. ya no tendrá ante sí la visión de la joven frágil en camisón cuyo cántaro se llenaba de agua: el torrente del proceso volverá a arrastrarlo.
Las escasas situaciones eróticas de la novela también son ventanas fugitivamente entreabiertas; muy fugitivamente: K. sólo encuentra a mujeres que están vinculadas de una manera u otra a su proceso: la señorita Bürstner, por ejemplo, su vecina, en cuya habitación tuvo lugar la detención; K., turbado, le cuenta lo que ocurrió y consigue, por fin, cerca de la puerta, besarla: «La tomó y la besó en la boca, luego en la cara, como un animal sediento que se arroja a lengüetazos sobre la fuente que acaba de descubrir». Señalo en cursiva la palabra «sediento», significativa del hombre que ha perdido su vida normal y que no puede comunicarse con ella si no es furtivamente, por una ventana.
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