Milan Kundera - Los testamentos traicionados

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Testamentos Traicionados es escrito como una novela: los mismos personajes aparecen y reaparecén a lo largo de las nueve partes del libro, así como los temas principales que preocupan al autor. Kundera una vez más, celebra el arte de la novela, desde su nacimiento con un espíritu de humor único a la cultura y sensibilidad europea – ilustrada por algunos maravillosos ejemplos del trabajo de Rabelais y Cervantes – a través de su florecimiento en siglos sucesivos. Él anota los misterios de la novela musical y la evolución paralela (pero no simultánea) de las dos artes en occidente, así como la sabiduría particular que la novela ofrece acerca de la existencia humana. El arte de la traducción es el sujeto de una de las partes del libro, iluminando el significado de su título. Kundera es un apasionado defensor de los derechos morales del artista y el respeto debido a un trabajo de arte y a los deseos de su creador. La traición de ambos – algunos por las más apasionadas partidarios – es uno de los principales temas de Testamentos Traicionados. Testamentos traicionados es un libro rico en ideas acerca del tiempo que estamos viviendo y como nos hemos convertido en lo que actualmente somos, de la cultura occidental en general. Es también un ensayo personal en el cual Kundera discute la experiencia del exilio – y el ataque apasionado de los juicios moral cambiantes y las persecusiones del artista y su arte.

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La memoria del proceso es colosal, pero es una memoria muy particular que podemos definir como el olvido de todo lo que no es crimen . El proceso reduce, por tanto, la biografía del acusado a criminología; Víctor Farías (cuyo libro Heidegger y el nazismo es un ejemplo clásico de criminología) halla en la primera juventud del filósofo las raíces de su nazismo sin preocuparse en absoluto de dónde están las raíces de su genio; los tribunales comunistas, para castigar una desviación ideológica del acusado, ponían en el índice toda su obra (de modo que en los países comunistas estaban, por ejemplo, prohibidos Lukács y Sartre, incluso con sus textos procomunistas); «¿por qué nuestras calles llevan todavía los nombres de Picasso, Aragón, Eluard, Sartre?» se pregunta, en 1991, en plena ebriedad poscomunista, un periódico de París; uno siente la tentación de responder: ¡por el valor de sus obras! Pero en su proceso contra Europa, Sartre nos dijo qué representaban los valores: «nuestros queridos valores pierden sus alas; mirándolos de cerca no encontraremos ni uno que no esté manchado de sangre»; los valores han dejado de ser valores; el espíritu del proceso es la reducción de todo a la moral; es el nihilismo absoluto con relación a todo lo que es trabajo, arte, obra.

Justo antes de que los intrusos fueran a detenerlo, K. ve a una vieja pareja que, desde la casa de enfrente, le mira «con una curiosidad del todo insólita»; así, desde el principio, el coro antiguo de las porteras entra en juego; Amalia, de El castillo , nunca fue acusada ni condenada, pero es notoriamente sabido que el invisible tribunal se ha disgustado con ella y esto basta para que todos los habitantes del pueblo, de lejos, la eviten; pues si el tribunal impone un «régimen de proceso» a un país, todo el pueblo se moviliza en las grandes maniobras del proceso y centuplica su eficacia; cada cual sabe que puede ser acusado en cualquier momento y va rumiando de antemano una autocrítica; la autocrítica: esclavitud del acusado impuesta por el acusador; renuncia a uno mismo; modo de anularse en cuanto individuo; después de la revolución comunista de 1948, una joven checa de familia rica se sintió culpable de sus privilegios no merecidos de niña mimada; para expiar su culpa, pasó a ser una comunista hasta tal punto ferviente que renegó públicamente de su padre; hoy, tras la desaparición del comunismo, la someten otra vez a un juicio y otra vez se siente culpable; pasada por la trituradora de dos procesos, de dos autocríticas, no tiene tras ella sino el desierto de una vida renegada; incluso si entretanto le han devuelto todas las casas confiscadas antaño a su padre (renegado), es hoy un ser anulado; doblemente anulado; autoanulado.

Porque se incoa un proceso no para hacer justicia, sino para acabar con el acusado; como lo dijo Brod: el que no quiere a nadie, el que no conoce más que el coqueteo, tiene que morir; así pues, K. es degollado; Bujarin, ahorcado. Incluso cuando se incoan procesos contra muertos es para poder condenarles por segunda vez a muerte: quemando sus libros; omitiendo sus nombres en los manuales escolares; destruyendo sus monumentos; desbautizando las calles que llevaron sus nombres.

El proceso contra el siglo

Desde hace unos setenta años Europa vive bajo un régimen de proceso. Entre los grandes artistas de este siglo, cuántos acusados… No hablaré de aquellos que representaban algo para mí. Hubo, a partir de los años veinte, los acorralados por el tribunal de la moral revolucionaria: Bunin, Andreiev, Meyerhold, Pilniak, Veprik (músico judío ruso, mártir olvidado del arte moderno; se atrevió a defender, contra Stalin, la ópera condenada de Shostakóvich; lo metieron en un campo de trabajo; recuerdo sus composiciones para piano, que a mi padre le gustaba tocar), Mandelstam, Halas (poeta adorado por el Ludvik de La broma ; acorralado post mortem por su tristeza juzgada contrarrevolucionaria). Luego, vinieron los acorralados del tribunal nazi: Broch (su foto está encima de mi mesa de trabajo, desde donde me mira con la pipa en la boca), Schönberg, Werfel, Brecht, Thomas y Heinrich Mann, Musil, Vancura (el prosista checo que más me gusta), Bruno Schulz. Los imperios totalitarios desaparecieron con sus sangrientos procesos, pero el espíritu de proceso quedó como herencia, y él es el que rinde cuentas. Así, están bajo proceso los acusados de simpatías pronazis: Hamsun, Heidegger (todo el pensamiento de la disidencia le debe algo, Patocka a la cabeza), Richard Strauss, Gottfried Benn, Von Doderer, Drieu de la Rochelle, Céline (en 1992, medio siglo después de la guerra, un prefecto indignado se niega a clasificar su casa como monumento histórico); los partidarios de Mussolini: Malaparte, Marinetti, Ezra Pound (durante meses el ejército norteamericano lo mantuvo en una jaula, bajo el sol abrasador de Italia, como un animal; en su taller en Reykjavik, Kristján Davidsson me enseña una gran foto de él: «Desde hace cincuenta años, me acompaña allá donde voy»); los pacifistas de Munich: Giono, Alain, Morand, Motheriant, Saint-John Perse (miembro de la delegación francesa en Munich, participaba desde muy cerca en la humillación de mi país natal); luego, los comunistas y sus simpatizantes: Maiakovski (hoy, ¿quién recuerda su poesía de amor, sus increíbles metáforas?), Gorki, G.B. Shaw, Brecht (a quien se somete a un segundo proceso), Eluard (ese ángel exterminador que adornaba su firma con la imagen de dos espadas), Picasso, Léger, Aragón (¿cómo podría olvidar que me echó una mano en un momento difícil de mi vida?), Nezval (su autorretrato al óleo cuelga al lado de mi biblioteca), Sartre. Algunos son víctimas de un doble proceso, acusados primero de traicionar a la revolución, acusados a continuación por los servicios que antes le habían prestado: Gide (símbolo de todo el mal para los antiguos comunistas), Shostakóvich (para rescatar su música difícil, fabricaba inepcias para las necesidades del régimen; pretendía que para la historia del arte un no-valor es algo nulo y no requerido; no sabía que para el tribunal es precisamente el no-valor lo que cuenta). Bretón, Malraux (acusado ayer de haber traicionado a los ideales revolucionarios, acusable mañana de haberlos tenido), Tibor Dery (algunas prosas de este escritor preso después de la masacre de Budapest fueron para mí la primera gran respuesta literaria, no propagandista, al estalinismo). La flor más exquisita del siglo, el arte moderno de los años veinte y treinta, fue incluso triplemente acusado: por el tribunal nazi primero, como Entartete Kunst , «arte degenerado»; por el tribunal comunista después, como «formalismo elitista ajeno al pueblo»; y, por fin, por el tribunal del capitalismo triunfante, como arte empapado de las ilusiones revolucionarias.

¿Cómo es posible que el patriotero de la Rusia soviética, el redactor de propaganda en verso, al que el propio Stalin llamó «el mayor poeta de nuestro siglo», cómo es posible que Maiakovski siga, no obstante, siendo un inmenso poeta, uno de los mayores? ¿Acaso con su capacidad de entusiasmo, con sus lágrimas de emoción, que le impiden ver claramente el mundo exterior, la poesía lírica, esa diosa intocable, no estuvo predestinada a convertirse, un día fatal, en embellecedora de las atrocidades y en su «sirvienta con gran corazón»? Estas son las preguntas que me fascinaron, hace veintitrés años, cuando escribí La vida está en otra parte , novela en la que Jaromil, un joven poeta de menos de veinte años, se convierte en el exaltado servidor del régimen estalinista. Me quedé estupefacto cuando los críticos, que no obstante elogiaban mi libro, veían en mi protagonista a un falso poeta, incluso a un canalla. Para mí, Jaromil era un auténtico poeta, un alma inocente; de no ser así, yo no habría visto interés alguno en mi novela. ¿Seré yo el culpable de este malentendido? ¿Me habré expresado mal? No lo creo. Ser un verdadero poeta y adherirse a la vez (como Jaromil o Maiakovski) a un indudable horror es un escándalo. Con esta palabra los franceses designan un hecho injustificable, inaceptable, que contradice la lógica y que, no obstante, es real. Nos sentimos todos inconscientemente tentados de evitar los escándalos, de hacer como si no existieran. Por eso preferimos decir que las grandes figuras de la cultura comprometidas con los horrores de nuestro siglo son unos canallas; pero no es cierto; aunque sólo fuera por vanidad, sabedores de que son vistos, mirados, juzgados, los artistas, los filósofos se preocupan ansiosamente de ser honrados y valientes, de situarse del lado bueno y en lo verdadero. Lo cual hace que el escándalo sea aún más intolerable, más indescifrable. Si no queremos salir de este siglo tan tontos como hemos entrado en él, debemos abandonar el moralismo fácil del proceso y pensar en este escándalo, pensarlo hasta el final, aun cuando esto nos lleve a un cuestionamiento de todas las certidumbres que tenemos sobre el hombre como tal.

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