Fórmula arquetípica en una situación arquetípica: así es como muchas veces, al final de su vida, los amigos que se traicionaron hacen borrón y cuenta nueva con su hostilidad, fríamente, sin por ello volver a ser amigos.
Lo que está en juego en esta pelea en la que se ha estrellado la amistad queda claro: los derechos de autor de Stravinski, derechos de autor llamados morales; la irritación del autor que no soporta que se toque su obra; y, por otro lado, la contrariedad de un intérprete que no tolera el orgullo del autor e intenta poner límites a su poder.
Oigo La consagración de la primavera en la interpretación de Leonard Bernstein; el célebre pasaje lírico en las Rondas primaverales me parece sospechoso; abro la partitura:
En la interpretación de Bernstein, pasa a ser:
Mi vieja experiencia con los traductores: si te deforman, nunca es en los detalles insignificantes, sino siempre en lo esencial. Lo cual no es ilógico: es en su novedad (nueva forma, nuevo estilo, nueva manera de ver las cosas) donde se encuentra lo esencial de una obra de arte; y es, por supuesto, esto nuevo lo que, de una manera del todo natural e inocente, topa con la incomprensión. El inédito encanto del pasaje citado consiste en la tensión entre el lirismo de la melodía y el ritmo, mecánico y a la vez extrañamente irregular; si no se conserva exactamente este ritmo, con precisión de reloj, si se lo «rubatiza», si al final de cada frase se prolonga la última nota (que es lo que hace Bernstein), la tensión desaparece y el pasaje se trivializa.
En su monografía sobre Janácek, Jaroslav Vogel, también director de orquesta, observa los retoques que hizo Kovarovic en la partitura de Jenufa . Los aprueba y los defiende. Asombrosa actitud; ya que, aun cuando los retoques de Kovarovic fueran eficaces, buenos, razonables, son por principio inaceptables, y la idea misma de ejercer de arbitro entre la versión de un creador y la de su corrector (censor, adaptador) es perversa. Sin duda alguna, se podría escribir mejor una u otra frase de En busca del tiempo perdido . Pero ¿dónde encontrar al loco que quisiera leer a un Proust mejorado?
Además, los retoques de Kovarovic lo son todo menos buenos y razonables. Como prueba de que está en lo justo, Vogel cita la última escena donde, después del descubrimiento del niño asesinado, después de la detención de su madrastra, Jenufa se encuentra a solas con Laco. Celoso de Stevo, Laco había antaño, por venganza, marcado el rostro de Jenufa con un corte de navaja; ahora, Jenufa le perdona: la había herido por amor; al igual que ella había pecado por amor:
Este «como yo antaño», alusión a su amor por Stevo, se dice muy rápidamente, como un pequeño grito, en las notas agudas que suben y se interrumpen; como si Jenufa evocara algo que quisiera olvidar inmediatamente. Kovarovic alarga la melodía de este pasaje (la «hace florecer», como dice Vogel) transformándola así:
¿No es cierto, dice Vogel, que el canto de Jenufa pasa a ser más hermoso bajo la pluma de Kovarovic? ¿No es cierto que al mismo tiempo el canto sigue siendo del todo janacekiano? Sí, si se quisiera hacer un pastiche de Janácek no se podría lograr algo mejor. Eso no impide que la melodía añadida sea un absurdo. Mientras que Jenufa en la partitura de Janácek recuerda rápidamente, con contenido horror, su «pecado», en la de Kovarovic ella se enternece con este recuerdo, se demora en él, se siente conmovida (su canto prolonga las palabras: amour : amor, moi : yo, y autrefois : antaño). Así, frente a Laco, ella canta la nostalgia de Stevo, rival de Laco, canta el amor por Stevo ¡que es el causante de toda su desdicha! ¿Cómo pudo Vogel, apasionado partidario de Janácek, defender semejante sinsentido psicológico? ¿Cómo pudo dar su visto bueno sabiendo que la rebelión estética de Janácek hunde sus raíces precisamente en la negación del irrealismo psicológico tan corriente en la práctica de la ópera? ¿Cómo se puede querer a alguien y al mismo tiempo llegar hasta el punto de malentenderlo?
Sin embargo, en eso Vogel tiene razón: son los retoques de Kovarovic los que, al hacer la ópera un poco más convencional, fueron partícipes de su éxito. «Déjenos deformarle un poco. Maestro, y se le querrá.» Pero hete aquí que el Maestro se niega a ser querido a este precio y prefiere ser detestado y entendido.
¿Qué medios tiene un autor para hacer que se le entienda tal como es? Bastante pocos en el caso de Hermann Broch en los años treinta y en la Austria cortada según el patrón de Alemania, que había pasado a ser fascista, y pocos también más tarde, en la soledad de su emigración: algunas conferencias, en las que exponía su estética de la novela; también, cartas a los amigos, a sus lectores, a sus editores, a los traductores; no dejó nada de lado, preocupándose, por ejemplo, muy de cerca de los textos cortos publicados en la solapa de sus libros. En una carta a su editor, protesta contra la propuesta del texto de la solapa que acompaña Los sonámbulos y que compara su novela con la obra de Hugo von Hofmannsthal e Italo Svevo. Propone él una contrapropuesta: compararla con la de Joyce y Gide.
Detengámonos en esta propuesta: ¿cuál es, de hecho, la diferencia entre el contexto Broch-Svevo-Hofmannsthal y el contexto Broch-Joyce-Gide? El primer contexto es literario en el sentido amplio y vago de la palabra; el segundo es específicamente novelesco (es al Gide de Los monederos falsos a quien apela Broch). El primer contexto es un contexto pequeño, o sea local, centroeuropeo. El segundo es un contexto grande, o sea internacional, mundial. Al situarse al lado de Joyce y Gide, Broch insiste en que su novela sea considerada en el contexto de la novela europea; se da cuenta de que Los sonámbulos , al igual que Ulises o Los monederos falsos , es una obra que revoluciona la forma novelesca, que crea otra estética de la novela, y que ésta no puede ser entendida sino sobre el telón de fondo de la historia de la novela como tal.
Esta exigencia de Broch es válida para cualquier obra importante. Nunca lo repetiré suficiente: el valor y el sentido de una obra sólo pueden ser apreciados en el gran contexto internacional. Esta verdad se vuelve particularmente imperiosa para cualquier artista que se encuentre en un relativo aislamiento. Un surrealista francés, un autor del «nouveau román», un naturalista del siglo XIX, todos están aupados por una generación, por un movimiento mundialmente conocido, su programa estético precede, por decirlo así, a su obra. Pero ¿dónde se encuentra Gombrowicz? ¿Cómo entender su estética?
Abandona su país en 1939, a los treinta y cinco años. Como documento de identidad artístico lleva consigo un único libro, Ferdydurke , novela genial, apenas conocida en Polonia, casi totalmente desconocida en otras partes. Desembarca lejos de Europa, en Argentina. Permanece inimaginablemente solo. Los grandes escritores argentinos jamás se acercaron a él. La emigración polaca anticomunista siente poca curiosidad por su arte. Durante catorce años, su situación sigue siendo la misma, y hacia 1953 se pone a escribir y a publicar su Diario . Poco se entera uno de su vida, pues es ante todo un informe acerca de su posición, una perpetua autoexplicación, estética y filosófica, un manual de su «estrategia», o mejor aún: es su testamento; no tanto porque pensara en su muerte: quiso imponer, como última y definitiva voluntad, su propia comprensión de sí mismo y de su obra.
Delimita su posición mediante tres rechazos clave: rechazo de la sumisión al compromiso político de la emigración polaca (no porque tenga simpatías procomunistas, sino porque le repugna el principio del arte comprometido); rechazo de la tradición polaca (según él, sólo se puede hacer algo válido por Polonia oponiéndose a la «polonidad», sacudiendo su pesada herencia romántica); rechazo, por fin, del modernismo occidental de los años sesenta, modernismo estéril, «desleal hacia la realidad», impotente en el arte de la novela, universitario, esnob, absorbido por su autoteorización (no porque Gombrowicz sea menos moderno, sino porque su modernismo es distinto). Esta tercera «cláusula del testamento» es sobre todo la importante, la decisiva y al mismo tiempo la obstinadamente malentendida.
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