Milan Kundera - Los testamentos traicionados

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Testamentos Traicionados es escrito como una novela: los mismos personajes aparecen y reaparecén a lo largo de las nueve partes del libro, así como los temas principales que preocupan al autor. Kundera una vez más, celebra el arte de la novela, desde su nacimiento con un espíritu de humor único a la cultura y sensibilidad europea – ilustrada por algunos maravillosos ejemplos del trabajo de Rabelais y Cervantes – a través de su florecimiento en siglos sucesivos. Él anota los misterios de la novela musical y la evolución paralela (pero no simultánea) de las dos artes en occidente, así como la sabiduría particular que la novela ofrece acerca de la existencia humana. El arte de la traducción es el sujeto de una de las partes del libro, iluminando el significado de su título. Kundera es un apasionado defensor de los derechos morales del artista y el respeto debido a un trabajo de arte y a los deseos de su creador. La traición de ambos – algunos por las más apasionadas partidarios – es uno de los principales temas de Testamentos Traicionados. Testamentos traicionados es un libro rico en ideas acerca del tiempo que estamos viviendo y como nos hemos convertido en lo que actualmente somos, de la cultura occidental en general. Es también un ensayo personal en el cual Kundera discute la experiencia del exilio – y el ataque apasionado de los juicios moral cambiantes y las persecusiones del artista y su arte.

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Ferdydurke se publicó en 1937, un año antes de La náusea , pero, al ser Gombrowicz desconocido y Sartre célebre. La náusea confiscó, por decirlo así, en la historia de la novela, el lugar que se le debía a Gombrowicz. Mientras en La náusea la filosofía existencialista recurrió a un ropaje novelesco (como si un profesor, para entretener a los alumnos que se duermen, decidiera darles una lección en forma de novela), Gombrowicz escribió una verdadera novela que entronca de tal manera con la antigua tradición de la novela cómica (en la línea de Rabelais, Cervantes y Fielding) que los problemas existenciales, pues no era menos apasionado que Sartre, aparecen en su obra bajo un aspecto no serio y divertido.

Ferdydurke es una de esas obras mayores (con Los sonámbulos , con El hombre sin atributos ) que inauguran, para mí, el tercer tiempo de la historia de la novela al hacer resucitar la experiencia olvidada de la novela prebalzaquiana y apoderarse de los terrenos considerados entonces como reservados a la filosofía. Que La náusea , y no Ferdydurke , se haya convertido en el ejemplo de esta nueva orientación tuvo lamentables consecuencias: los desposorios de la filosofía y la novela se produjeron en medio del aburrimiento recíproco. Descubiertas veinte, treinta años después de su nacimiento, las obras de Gombrowicz, Broch, Musil (y la de Kafka, por supuesto) ya no tenían la fuerza necesaria para seducir a una generación y crear un movimiento; interpretadas por otra escuela estética que, desde muchos puntos de vista, les es opuesta, eran respetadas, admiradas incluso, pero incomprendidas, hasta el punto de que el giro más importante que dio la historia de la novela en nuestro siglo pasó desapercibido.

5

Ese era también, ya lo he dicho, el caso de Janácek. Max Brod se puso a su servicio como se puso al servicio de Kafka: con desinteresado ardor. Reconozcámosle esta gloria: se puso al servicio de dos de los mayores artistas que jamás han vivido en el país donde nací. Kafka y Janácek: los dos mal apreciados; los dos con una estética difícil de captar; los dos víctimas de la estrechez de su ambiente. Praga representaba para Kafka un enorme inconveniente. Estaba aislado del mundo literario y editorial alemán, y eso fue fatal para él. Sus editores se ocuparon muy poco de este autor al que, en persona, apenas conocían. Joachim Unseld, hijo de un gran editor alemán, dedica un libro al problema y demuestra que ésta fue la razón más probable (idea que me parece muy realista) de que Kafka no terminara novelas que nadie le reclamaba. Porque, si un autor no tiene la perspectiva concreta de publicar su manuscrito, nada le empuja a darle el último toque, nada le impide dejarlo provisionalmente de lado encima de su mesa y pasar a otra cosa.

Para los alemanes, Praga era tan sólo una ciudad provinciana, al igual que Brno para los checos. Los dos, Kafka y Janácek, eran pues dos provincianos. Mientras Kafka era casi desconocido en un país cuya población le era ajena, Janácek, en el mismo país, era minimizado por los suyos.

El que quiera comprender la incompetencia estética del fundador de la kafkología debería leer su monografía sobre Janácek. Monografía entusiasta que, sin duda, ayudó mucho al maestro mal apreciado. Pero ¡qué enclenque, qué ingenua es! Con grandes palabras, cosmos, amor, compasión, humillados y ofendidos, música divina, alma hipersensible, alma tierna, alma de soñador, y sin el mínimo análisis estructural, sin el mínimo intento de captar la estética concreta de la música janacekiana. Conociendo el odio de la musicología praguense hacia el compositor provinciano, Brod quiso probar que Janácek formaba parte de la tradición nacional y que era perfectamente digno del gran Smetana, el ídolo de la ideología nacional checa. Se dejó obnubilar por esta polémica checa, provinciana, estrecha, hasta tal punto que toda la música del mundo se le fue del libro, y de todos los compositores de todos los tiempos sólo queda mencionado Smetana.

¡Ah, Max, Max! ¡No hay nunca que precipitarse sobre el terreno del adversario! ¡Allí, no encontrarás más que una multitud hostil, arbitros vendidos! Brod no aprovechó su posición de no checo para deslizar a Janácek hacia el contexto grande, el contexto cosmopolita de la música europea, el único en el que podía ser defendido y comprendido; volvió a encerrarlo en su horizonte nacional, lo separó de la música moderna, y selló su aislamiento. Las primeras interpretaciones se aferran a una obra, y ésta ya jamás podrá deshacerse de ellas. Al igual que el pensamiento de Brod quedará para siempre perceptible en cualquier literatura sobre Kafka, Janácek padecerá para siempre la provincianización que le infligieron sus compatriotas y que confirmó Brod.

Enigmático Brod. Quería a Janácek; no le guiaba ninguna segunda intención, tan sólo el espíritu de justicia; le quiso por lo esencial, por su arte. Pero ese arte él no lo comprendía.

Nunca llegaré a desentrañar el misterio de Brod. ¿Y Kafka? ¿Qué pensaba él? En su diario de 1911 cuenta: un día, fueron los dos a ver a un pintor cubista, Willi Nowak, que acababa de terminar un ciclo de retratos de Brod, litografías; a la manera de Picasso, el primer dibujo era fiel, mientras los demás, dice Kafka, se alejaban cada vez más del modelo para llegar a una extrema abstracción. Brod estaba incómodo; no le gustaban esos dibujos, salvo el primero, realista, que le gustaba mucho, en cambio, porque, anota Kafka con tierna ironía, «además del parecido, tenía alrededor de la boca y de los ojos rasgos nobles y serenos…».

Brod entendía tan mal el cubismo como a Kafka y Janácek. Al hacer todo lo posible para liberarlos de su aislamiento social, confirmó su soledad estética. Pues su dedicación a ellos significaba: incluso aquel que les quería, y que por lo tanto estaba en mejores condiciones para entenderles, era ajeno a su arte.

6

Me sorprende siempre el asombro que provoca la (pretendida) decisión de Kafka de destruir su obra. Como si semejante decisión fuera a priori absurda. Como si un autor no pudiera tener razones suficientes para, en su último viaje, llevarse consigo su obra.

Puede ocurrir, en efecto, que en el momento de hacer balance el autor compruebe que desama sus libros. Y que no quiera dejar tras de sí ese lúgubre monumento de su fracaso. Lo sé, lo sé, usted objetará que el autor se equivoca, que sucumbe a una depresión enfermiza, pero sus exhortaciones carecen de sentido. ¡El es quien en su obra está en su casa, y no usted, amigo!

Otra razón plausible: el autor sigue amando su obra pero no le gusta el mundo. No puede soportar la idea de dejarla ahí a merced de un porvenir que le parece odioso.

Y otra variante: el autor sigue amando su obra y no se interesa por el porvenir del mundo, pero, al haber tenido sus propias experiencias con el público, ha comprendido la vanitas vanitatum del arte, la inevitable incomprensión de su destino, la incomprensión (no la infravaloración, no me refiero a los vanidosos) que ha padecido en vida y que no quiere seguir padeciendo post mortem. (Por otra parte, tal vez no sea sino la brevedad de la vida la que impide a los artistas comprender hasta el final la vanidad de su trabajo y organizar a tiempo el olvido tanto de su obra como de sí mismos.)

¿No son todas ellas razones válidas? Pues sí. Sin embargo, no eran las de Kafka: era consciente del valor de lo que escribía, no sentía una repugnancia declarada hacia el mundo, y, demasiado joven y casi desconocido, no tenía malas experiencias con el público, al no tener casi ninguna.

7

El testamento de Kafka: no el testamento en el sentido jurídico exacto; en realidad, dos cartas privadas; e incluso ni siquiera verdaderas cartas, pues nunca fueron enviadas. Brod, albacea de Kafka, las encontró después de la muerte de su amigo, en 1924, en un cajón junto con un montón de otros papeles: una, a tinta, doblada, con la dirección de Brod, otra, más detallada, escrita a lápiz. En su Postfacio a la primera edición de El proceso , Brod explica: «… en 1921, le dije a mi amigo que había hecho un testamento en el que le pedía destruir algunas cosas ( dieses undjenes vemichten ), revisar otras, etc. Kafka respondió, mostrándome por fuera el papel escrito con tinta encontrado después en su escritorio: “Mi testamento será muy sencillo…, pedirte que lo quemes todo”. Recuerdo perfectamente la respuesta que di entonces: “[…] te digo ya desde ahora que no pienso cumplir lo que me pides”». Al evocar este recuerdo, Brod justifica su desobediencia al deseo testamentario de su amigo; Kafka, sigue Brod, «conocía la fanática veneración con que yo acogía cada una de sus palabras»; sabía, pues, que no sería obedecido y «habría tenido que designar otro ejecutor testamentario si su propia disposición hubiese sido para él algo incondicional y completamente serio». Pero ¿es esto tan seguro? En su propio testamento Brod le pedía a Kafka «destruir algunas cosas»; ¿por qué pues Kafka no habría encontrado normal pedirle el mismo favor a Brod? Y si Kafka sabía realmente que no seria obedecido, ¿por qué hubiera escrito esta segunda carta a lápiz, posterior a su conversación de 1921, en la que desarrolla y precisa sus disposiciones? Pero prosigamos: jamás sabremos lo que estos dos jóvenes amigos se dijeron sobre este asunto, que, por otra parte, no era para ellos lo más urgente, dado que ninguno de ellos, y Kafka en particular, podía considerarse especialmente amenazado por la inmortalidad.

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