Y, sin embargo, esa pequeña nación jamás ha tenido un artista más grande que él.
Dejémoslo. Pienso en la última década de su vida: su país independiente, su música finalmente aplaudida, él mismo amado por una mujer; sus obras pasan a ser cada vez más audaces, libres, alegres. Vejez picassiana. En el verano de 1928, su amada, acompañada de sus dos hijos, va a verle a su pequeña casa de campo. Los niños se pierden en el bosque, él parte en su busca, corre por todas partes, se enfría, cae víctima de una neumonía, es llevado al hospital y, pocos días después, muere. Ella está allí, a su lado. Desde los catorce años, oigo murmurar que murió haciendo el amor en su cama de hospital. Poco verosímil, pero, como solía decir Hemingway, más verdadero que la verdad. ¿Qué otra culminación para esta desencadenada euforia que fue su edad tardía?
Esta es también la prueba de que en su familia nacional había, pese a todo, quienes lo querían. Porque semejante leyenda es un ramo de flores depositado encima de su tumba.
Octava Parte. Los caminos de la niebla
¿Qué es la ironía?
En la cuarta parte de El libro de la risa y el olvido, Tamina, la protagonista, necesita la ayuda de su amiga Bibi, una joven grafómana; para ganarse su simpatía, le organiza un encuentro con un escritor provinciano llamado Banaka. Este explica a la grafómana que los verdaderos escritores de hoy han renunciado al anticuado arte de la novela: «Mire usted, la novela es fruto de la ilusoria idea de que podemos comprender a los demás. ¿Pero qué sabemos de los demás? […] Lo único que podemos hacer es dar testimonio cada uno sobre sí mismo. […] Todo lo demás es mentira». Y el amigo de Banaka, un profesor de filosofía: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor aventura de nuestra vida es la falta de aventuras. […] La odisea de Homero se trasladó al interior. Se ha interiorizado». Poco tiempo después de la publicación del libro, encontré estas palabras en forma de epígrafe a una novela francesa. Esto me halagó mucho, pero también me azoró porque, para mí, lo que decían Banaka y su amigo no eran sino sofisticadas cretineces. En aquella época, en los años setenta, las oí por todas partes a mi alrededor: parloteo universitario hilado con vestigios de estructuralismo y psicoanálisis.
Después de la publicación en separata de esta misma cuarta parte de El libro de la risa y del olvido en Checoslovaquia (primera publicación de uno de mis textos tras veinte años de prohibición), me enviaron a París un recorte de prensa: el crítico estaba satisfecho de mí y, como prueba de mi inteligencia, citaba estas palabras que él encontraba brillantes: «Desde los tiempos de James Joyce sabemos que la mayor aventura de nuestra vida es la falta de aventuras», etc. Sentí un extraño placer maligno al verme volver al país natal montado en un burro de malentendido.
El malentendido es comprensible: no intenté ridiculizar a mi Banaka y a su amigo profesor. No expresé mi reserva con respecto a ellos. Por el contrario, hice lo que pude para disimularlo, pues quería dar a sus opiniones la elegancia del discurso intelectual que todo el mundo, entonces, respetaba e imitaba con furor. Si hubiera hecho que sus palabras fueran ridículas, exagerando sus excesos, habría hecho lo que se llama una sátira. La sátira es arte con tesis; segura de su propia verdad, ridiculiza lo que decide combatir. La relación del novelista con sus personajes jamás es satírica; es irónica. Pero ¿cómo se deja ver la ironía, discreta por definición? Mediante el contexto: los comentarios de Banaka y su amigo están situados en un espacio de gestos, acciones y palabras que los relativizan. El pequeño mundo provinciano que rodea a Tamina se distingue por un inocente egocentrismo: cada cual siente una sincera simpatía por ella y, no obstante, nadie intenta comprenderla, pues nadie sabe siquiera qué es comprender. Si Banaka dice que el arte de la novela está anticuado porque la comprensión de los demás no es más que una ilusión, no expresa tan sólo una actitud estética a la moda, sino, sin saberlo, también su propia miseria y la de todo su entorno: una desgana por comprender al otro; una egocéntrica ceguera frente al mundo real.
La ironía quiere decir: ninguna de las afirmaciones que encontramos en una novela puede tomarse aisladamente, cada una de ellas se encuentra en compleja y contradictoria confrontación con las demás afirmaciones, las demás situaciones, los demás gestos, las demás ideas, los demás hechos. Sólo una lectura lenta, una o varias veces repetida, pondrá en evidencia todas las relaciones irónicas en el interior de la novela, sin las cuales la novela no sería comprendida.
Curioso comportamiento de K. durante su detención
K. se levanta por la mañana y, todavía en la cama, llama para que le traigan el desayuno. En lugar de la criada se presentan unos desconocidos, dos hombres normales, normalmente vestidos, pero que inmediatamente se comportan con tal soberanía que K. no puede evitar sentir su fuerza, su poder. Aunque harto, no se ve capaz de echarlos y les pregunta educadamente: «¿Quiénes son ustedes?».
Desde el principio, el comportamiento de K. oscila entre su debilidad dispuesta a inclinarse ante la increíble desfachatez de los intrusos (han ido a notificarle que estaba detenido) y su temor de hacer el ridículo. Dice, por ejemplo, con firmeza: «No quiero ni quedarme aquí, ni que ustedes me dirijan la palabra sin haberse presentado». Bastaría con arrancar estas palabras de sus relaciones irónicas, con tomarlas al pie de la letra (como mi lector tomó las palabras de Banaka) para que K. fuera para nosotros (como lo fue para Orson Welles, quien transcribió El proceso en una película) un hombre-que-se-rebela-contra-la-violencia. Sin embargo, basta con leer atentamente el texto para ver que ese hombre pretendidamente rebelde sigue obedeciendo a los intrusos, quienes no sólo no se dignan presentarse, sino que se toman su desayuno y le obligan a permanecer todo el tiempo de pie, en camisón.
Al final de esta escena de extraña humillación (él les tiende la mano y ellos se niegan a estrechársela), uno de ellos dice a K.:
«-Supongo que querrá ir a su banco.
»- ¿A mi banco? -dice K.-. ¡Creía que estaba detenido!».
¡He aquí de nuevo el hombre-que-se-rebela-contra-la-violencia! ¡Es sarcástico! ¡Provoca! Como por otra parte lo explícita el comentario de Kafka:
«K. ponía en su pregunta una especie de desafío, porque, a pesar de que se hubieran negado a darle la mano, se sentía, sobre todo desde que el vigilante se había levantado, cada vez más independiente de toda esa gente. Jugaba con ellos. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de correr tras ellos hasta la entrada del edificio y proponerles que le detuvieran».
He aquí una ironía muy sutil: K. capitula pero quiere verse a sí mismo como alguien fuerte que «juega con ellos», que se burla de ellos haciendo como si, en broma, se tomara en serio su detención; capitula pero interpreta enseguida su capitulación de manera que pueda conservar, ante sí mismo, su dignidad.
Primero, habíamos leído a Kafka con el rostro impregnado de una expresión trágica. Después, supimos que Kafka, cuando leyó a sus amigos el primer capítulo de El proceso , los hizo reír a todos. Entonces empezamos también a forzamos a reír, pero sin saber exactamente por qué. En efecto, ¿qué es tan gracioso en este capítulo? El comportamiento de K. Pero ¿en qué es cómico este comportamiento?
Esta cuestión me recuerda los años en que estuve en la facultad de cine en Praga. Un amigo y yo, durante las reuniones de los docentes, mirábamos siempre con maliciosa simpatía a uno de nuestros colegas, un escritor de unos cincuenta años, hombre sutil y correcto, pero que sospechábamos era de una enorme e indomable cobardía. Soñamos con la siguiente situación, que (¡ay!) nunca realizamos:
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