La permanente coexistencia de las emociones contradictorias otorga a la música de Janácek un carácter dramático; dramático en el sentido más literal de la palabra; esta música no evoca un narrador que cuenta; evoca una escena en la que, simultáneamente, varios actores están presentes, hablan, se enfrentan; con frecuencia encontramos en germen este espacio dramático en un único motivo melódico. Como en estos primeros compases de la Sonata para piano :
El motivo que se toca con la mano izquierda en el cuarto compás todavía forma parte del motivo (está compuesto con los mismos intervalos), pero al mismo tiempo constituye -desde el punto de vista de la emoción- su opuesto. Algunos compases más adelante vemos hasta qué punto este motivo «escisionista» contradice por su brutalidad la melodía elegiaca de que proviene:
En el siguiente compás, las dos melodías, la original y la «escisionista», se reúnen; no en una armonía emocional, sino en una contradicción polifónica de emociones, como pueden unirse un llanto nostálgico y una rebelión:
Los pianistas cuyas ejecuciones pude conseguir en la FNAC, al querer imprimir a esos compases una uniformidad emocional, descuidan todos el forte prescrito por Janácek en el cuarto compás; privan así al compás «escisionista» de su carácter brutal y a la música de Janácek de toda su inimitable tensión, gracias a la cual se la reconoce (si ha sido bien comprendida) inmediatamente, desde las primerísimas notas.
Las óperas: no encuentro Excursiones del señor Brucek y no lo lamento, pues esta obra me parece fallida; todas las demás están ahí, dirigidas por Sir Charles Mackerras: Fatum (escrita en 1904, esta ópera, cuyo libreto está en verso y es catastróficamente ingenua, representa, incluso musicalmente, dos años después de Jenufa , una clara regresión); luego, cinco obras maestras que admiro sin reservas: Katia Kabanova , La zorra astuta ; El caso Macropulos ; y Jenufa : Sir Charles Mackerras tiene el inestimable mérito de haberla librado por fin (en 1982, ¡después de setenta años!) del arreglo que le habían impuesto en Praga en 1916. Su logro me parece aún más brillante en su revisión de la partitura de De la casa de lo muertos . Gracias a él, nos damos cuenta (en 1980, ¡después de cincuenta y dos años!) de hasta qué punto los arreglos de los adaptadores debilitaron esta ópera. En su restituida originalidad, en la que reencuentra toda su sonoridad ahorrativa e insólita (en las antípodas del sintonismo romántico), De la casa de los muertos aparece, al lado de Wozzeck de Berg, como la ópera más verdadera, más grande de nuestro sombrío siglo.
Dificultad práctica insoluble: en las óperas de Janácek, lo que embelesa del canto no radica tan sólo en la belleza melódica, sino también en el sentido psicológico (sentido siempre inesperado) que la melodía confiere no globalmente a una escena, sino a cada frase, a cada palabra cantada. Pero ¿cómo cantar en Berlín o en París? Si es en checo (solución de Mackerras), el oyente no escucha más que sílabas sin sentido y no entiende las finezas psicológicas presentes en cada giro melódico. Por lo tanto, ¿traducirlas, como era el caso al principio de la carrera internacional de estas óperas? También es problemático: el francés, por ejemplo, no toleraría el acento tónico en la primera sílaba de las palabras checas, y la misma entonación adquiriría en francés un sentido psicológico muy distinto.
(Hay algo desgarrador, cuando no trágico, en el hecho de que Janácek concentrase la mayor parte de sus fuerzas innovadoras precisamente en la ópera, poniéndose así a merced del público burgués más conservador que pueda imaginarse. Además: su innovación radica en una revalorización jamás vista de la palabra cantada, lo cual quiere decir in concreto de la palabra checa, incomprensible en el noventa y nueve por ciento de los teatros del mundo. Es difícil imaginar mayor acumulación voluntaria de obstáculos. Sus óperas son el más hermoso homenaje que jamás se haya rendido a la lengua checa. ¿Homenaje? Sí. En forma de sacrificio. Inmoló su música universal a una lengua casi desconocida.)
Pregunta: si la música es un idioma supranacional, ¿tiene también un carácter supranacional la semántica de las entonaciones del lenguaje hablado? ¿O no, en absoluto? ¿O, pese a todo, en cierta medida? Problemas todos ellos que fascinaban a Janácek. Hasta tal punto que legó en su testamento casi todo su dinero a la universidad de Brno para subvencionar las investigaciones sobre el lenguaje hablado (sus ritmos, sus entonaciones, su semántica). Pero a la gente poco le importan los testamentos, es cosa sabida.
La admirable fidelidad de Sir Charles Mackerras a la obra de Janácek significa: captar y defender lo esencial. Ir a lo esencial es por otra parte la moral artística de Janácek; la norma: sólo una nota absolutamente necesaria (semánticamente necesaria) tiene derecho a existir; de ahí la máxima economía en la orquestación. Al quitar de las partituras los añadidos que les habían impuesto, Mackerras restituyó esta economía e hizo así más inteligible la estética janacekiana.
Pero también hay otra fidelidad, en el polo opuesto, que se manifiesta en la pasión de recoger todo lo que pueda descubrirse detrás de un autor. Mientras en vida cualquier autor intenta hacer público todo lo que es esencial, los hurgadores de cubos de basura son apasionados de lo inesencial.
El espíritu hurgador se manifiesta de un modo ejemplar en la grabación de las piezas para piano, violín y violonchelo (ADDA 581136/37). En ella, los fragmentos menores o nulos (transcripciones folclóricas, variantes abandonadas, obritas de juventud, esbozos) ocupan aproximadamente cincuenta minutos, una tercera parte de la duración, y están dispersos entre las composiciones de gran estilo. Se oye, por ejemplo, durante seis minutos y treinta segundos, una música de acompañamiento para ejercicios de gimnasia. ¡Oh, compositores, contrólense cuando bellas señoras de un club deportivo vayan a solicitarles un pequeño encargo! Tomada a broma, ¡su cortesía les sobrevivirá!
Sigo examinando los estantes. Busco en vano algunas hermosas composiciones orquestales de su madurez ( El hijo del violinista , 1912, La balada de Blanik , 1920), sus cantatas (sobre todo: Amarus , 1898), y algunas composiciones de la época de la formación de su estilo, que se distinguen por una conmovedora e inigualable simplicidad: Pater noster (1901), Ave María (1904). Lo que falta ante todo, y es grave, son los coros; porque nada en nuestro siglo iguala en este terreno al Janácek de su gran período, sus cuatro obras maestras: Marycka Magdonova (1906), KantorHalfar (1906), Setenta mil (1909), El loco errante (1922): diabólicamente difíciles en cuanto a la técnica, habían sido motivo de excelentes ejecuciones en Checoslovaquia; estas grabaciones no existen, sin duda, más que en antiguos discos de la marca checa Supraphon, pero, desde hace años, son inencontrables.
El balance no es, pues, del todo malo, pero tampoco es bueno. Con Janácek fue así desde el principio. Jenufa sube a los escenarios del mundo veinte años después de su creación. Demasiado tarde. Porque, después de veinte años, se pierde el carácter polémico de una estética y entonces ya no es perceptible su novedad. Por eso la música de Janácek es tantas veces mal comprendida, y tan mal ejecutada; su sentido histórico se ha esfumado; parece inclasificable; como un hermoso jardín situado al margen de la Historia; ni se plantea la cuestión de su lugar en la evolución (mejor aún: en la génesis) de la música moderna.
Читать дальше