– Doctor Weber, todavía le quedan tres horas y media del tiempo que la directora Liu le ha concedido. Ahora el archivo está seguro, quiero decir que he hecho que nadie pueda moverlo de donde está guardado y que tampoco pueda hacerse ninguna modificación. Discúlpenos si de ahora en adelante no le quitamos los ojos de encima -y dicho esto se levantó, cediéndole el sitio, para seguidamente coger una silla y ponerla junto a la suya. Otro chino se situó a su espalda.
Andreas empezó a leer. El documento lo formaban trescientas cuarenta y ocho páginas, nunca conseguiría terminarlo. En el índice del primer párrafo aparecía el título: «Memorándum.» Esa parte comprendía pocas páginas, tendría suficiente tiempo para leerlo todo.
Debía leerlo todo.
El riesgo de que se quedaran con su móvil, en caso de que lo dejaran libre, era una posibilidad que había tenido en cuenta.
En ese caso ya no tendría nada, aparte de su memoria. Leyó lo más rápidamente que pudo.
Más que un informe científico, ante los ojos de Andreas se abrió una especie de testamento epistolar escrito por el autor de un enorme experimento médico.
Cuanto más leía, peor se encontraba: «… la central convertía las llamadas… población bajo observación… TAC corporal completo… se cumplían los cinco años… secuestrado…»
No había imaginado que debería enfrentarse a una verdad tan dramática. En su corazón siempre había albergado la esperanza de que Jan se hubiera apropiado de datos financieros comprometedores, sobornos, balances falsificados o algo por el estilo.
No se trataba de nada de eso.
Era terrible.
El tiempo pasó.
Jasmine le tocó el hombro. Debía de haber entrado en la habitación un poco antes, pero él estaba como en trance.
– Así pues, doctor, ¿ha satisfecho su curiosidad?
Andreas se volvió, la miró.
Estaba triste como nunca lo había estado en su vida. Triste y desesperado, como alguien que acaba de saber que tiene cáncer.
– Sí, Jasmine, he satisfecho mi curiosidad.
– Y ¿cuáles son sus conclusiones?
– Que usted está asumiendo una enorme responsabilidad. Y lamentablemente no sé si estará a la altura.
– Entiendo. Tome asiento en la sala de al lado -dijo ella, e hizo un gesto con la cabeza a uno de sus hombres para que lo acompañara-. Me reuniré con usted dentro de unos minutos.
Con el rabillo del ojo, Andreas pudo verla mientras se sentaba en la silla delante de la pantalla.
Pasó una hora hasta que Jasmine abrió suavemente la puerta.
Parecía que se moviera a cámara lenta. Entró en la habitación mirando al suelo.
– ¡Salgan todos!
Andreas hizo ademán de levantarse, pero su mirada se cruzó con la de la china e intuyó que la orden no iba dirigida a él.
– Señor Weber, si bien no creo que corra un especial peligro, tendrá una escolta hasta que considere que se encuentra a salvo.
»Tengo que decirle una cosa y quiero que me escuche con la máxima atención.
Andreas hizo un último esfuerzo de concentración. Estaba extenuado.
– Le he dejado leer lo que ha leído a título de favor. Sólo podrá hablar de ello con la señora Tes, si lo desea.
»A partir de ahora ustedes serán los responsables de sus destinos. Si uno de los dos se comunica con la prensa, con la policía o con cualquier organización que pueda estar interesada en su historia, estarán muertos. Y no porque sea yo quien lo quiera.
»Mi misión concluye aquí. Pasaremos lo que ha descifrado a otras personas para que se ocupen exclusivamente de ello.
»Es mi deber pedirle que sea muy claro con la señora Tes, en el caso de que decida contarle su historia: en ciertos ambientes no se hacen distinciones de sexo.
Se miraron fijamente durante unos instantes.
– ¿Hará público lo que acaba de leer? -preguntó Andreas con un hilo de voz.
– Hasta la vista, doctor Weber. Ah, lo olvidaba. Por favor, dígale a la señora Tes que el funcionario Liao Chen ha estado encantado de poder ayudarla autorizando esta operación en territorio extranjero. Creo que espera un favor a cambio.
Jasmine acabó la frase con una ligera sonrisa, parecía complacida.
No le tendió la mano, y mucho menos la mejilla.
Dio media vuelta y abrió la puerta de una de las habitaciones adyacentes. La dejó abierta y Andreas la oyó hablar en chino. Debía de haber dado orden de que se lo llevaran, ya que un funcionario del consulado entró inmediatamente y se dirigió a él.
– Vamos, sígame.
– ¿Qué ha dicho?
– Ya ha oído lo que he dicho. Los han encontrado carbonizados en el coche.
– ¿Cuál fue su última comunicación?
– Que habían encontrado el ordenador.
– ¿Nada más?
– No.
– ¿Dónde estaban?
– En el estudio de investigación que dirige el profesor amigo del que murió en China.
– ¿Y el ordenador?
– En el coche han encontrado algo que podría ser un ordenador.
– ¿Cómo ha ocurrido?
– El vehículo chocó a gran velocidad contra la mediana, volcó y en seguida se incendió.
– ¿Hay testigos?
– Varios, todos han confirmado la misma versión. El coche circulaba a gran velocidad, perdió el control y se incendió inmediatamente.
– ¿Un accidente, pues?
– Estaban muertos mientras conducían, señor.
– ¿Cómo ha dicho?
– Según el doctor Reichert ya estaban muertos antes del accidente. Ha encontrado orificios de bala en el cráneo.
– ¿Quién lo hizo?
– No lo sabemos.
– ¿No lo saben?
El coche del consulado lo dejó delante de su casa.
No se despidieron. Andreas bajó, cerró la puerta y esperó a que se fueran. En la acera de enfrente había un Audi aparcado con dos chinos dentro. Debía de ser la escolta que le habían prometido.
¡Para lo que iba a servir!
Abrió el portal que daba acceso al edificio. Entró en el vestíbulo y, en vez de subir a la primera planta, abrió de par en par la puerta que daba al sótano. Bajó la escalera sin encender la luz. No había ventanas, la oscuridad era casi total. Se apoyó en la pared y cogió el móvil de la chaqueta.
Quería comprobar que el archivo que había copiado en el consulado chino estaba íntegro y podía leerse.
Estaba convencido de que tenían la casa vigilada, y lo que iba a hacer le parecía lo más seguro y lógico, dadas las precarias condiciones físicas y mentales en que se encontraba.
Buscó en las opciones del móvil hasta que encontró el archivo que había salvado.
Allí estaba.
Intentó abrirlo.
¡Funcionaba! Apareció la primera página del documento que había leído poco antes en el consulado chino.
Cerró el archivo, volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y subió la escalera para irse a casa.
Eran las cuatro de la tarde, esperaba no encontrar a nadie.
Ulrike se precipitó a la entrada. Después de innumerables intentos de llamar a su marido al móvil y averiguar que nadie de la oficina lo había visto, había vuelto a casa a primera hora de la tarde, esperando encontrarlo en la cama durmiendo.
Estaba a punto de llamar a la policía cuando oyó entrar a Andreas. Lo vio. Estaba hecho una pena. Fue a abrazarlo, pero él la detuvo con un gesto. Sólo pensar que alguien pudiera rozarle la mano le provocaba una punzada de dolor.
Ulrike vio la mano.
– Dime, ¿qué te ha pasado? Vamos en seguida al hospital -dijo, preocupada.
– No, por favor. Ahora no, necesito descansar -contestó Andreas en voz baja.
– Tesoro, ven a sentarte.
Y lo acompañó hasta la butaca del salón.
– ¿Es sólo la mano? -quiso saber Ulrike.
– Y algún cardenal. Me han atracado. Me han agredido. Delante de la oficina. Estaba volviendo a casa. Me han robado el ordenador portátil. He intentado resistirme, pero me he caído y me he roto un dedo.
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