Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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– Fuera, tengo que hablar a solas con el profesor.

Salieron prácticamente en fila india.

– Señor Weber, voy a hacerle una proposición. Es la mejor que puedo hacerle, y también la única. Es la más ventajosa para todos. Usted ha probado su programa y está preparado para descifrar todos los datos. ¿Es así? -Jasmine lo miró fijamente a los ojos.

Él asintió.

– Pues entonces, continúe su trabajo.

»No es que nuestros técnicos no sean capaces de llevarlo a cabo en pocas horas, pero le hice una promesa a su amiga.

»Usted no estará seguro mientras parezca que sigue teniendo el ordenador en su poder.

Se interrumpió, mirando a Andreas con una media sonrisa.

– Le doy cinco horas para terminar el trabajo. Podrá leer los resultados, pero no podrá llevárselos consigo, no podrá tomar apuntes, no podrá imprimir nada.

»¿Estamos de acuerdo, doctor?

»Después podrá irse a casa y olvidar lo ocurrido. Nuestra misión terminará aquí.

– ¿Y de los otros, los que me han dejado así, qué me dice?

– Los otros, que ahora cuentan con dos hombres menos, sabrán que ya no tiene el ordenador, no puedo garantizarle más que eso.

»Ellos son un elemento que no influye en nuestro acuerdo. Nosotros no estamos aquí, por eso no puedo ayudarlo.

A Andreas no le quedaba mucha energía.

– Sólo quiero leer un documento. Cinco horas serán más que suficientes.

Jasmine se dirigió a la puerta, la abrió y llamó a dos agentes.

– El doctor trabajará aquí, traigan el ordenador.

Uno de los dos se dirigió a otra habitación, de donde regresó al cabo de un par de minutos con el portátil debajo del brazo.

– Enciéndalo, por favor -le dijo a Andreas.

Él puso en marcha el ordenador, tecleó la contraseña y esperó a que todos los programas se cargaran.

Una vez que el portátil estuvo operativo, la silla de Andreas, con él encima, fue arrastrada a dos metros de la mesa.

– Eh, pero ¿qué están haciendo? -exclamó, molesto.

– Tranquilo, aquí está entre amigos -le respondió un chino con americana y corbata-. Déjeme que conecte el ordenador a nuestra red y salve todo el contenido en uno de los servidores, después podrá empezar. No nos gustaría que por error borrara los datos. ¿Sabe?, siempre puede haber una distracción.

Una explicación incuestionable.

– Ya está, tardará sesenta minutos. Estará de acuerdo en que no es mucho para todos esos datos.

»Mientras tanto puede comer algo. La comida que le hemos pedido debe de estar a punto de llegar.

Si había algo que Andreas no tenía en ese momento era hambre.

No tuvo tiempo de terminar ese pensamiento cuando entró una funcionaria con una taza de té y tres bolsitas de plástico.

Procedían de un establecimiento chino de comida rápida.

Lo dejó todo sobre una mesa. Meticulosamente, fue sacando el contenido de las bolsitas.

Luego hizo una señal a Andreas para que se sentara a comer.

Él se sentó y miró la comida.

Cerdo con sal y pimienta.

Pato Pekín.

Arroz.

Se preguntó de dónde habrían sacado la comida a esas horas. Todavía no eran las diez de la mañana.

Se bebió el té.

Comió poquísimo. Tenía náuseas, la mano le dolía y le pasaban por la cabeza demasiadas imágenes horribles.

Se puso a leer el Frankfurter Allgemeine Zeitung que habían dejado sobre la misma mesa.

Una hora más tarde el chino le hizo una seña.

– Venga, doctor.

Andreas se acercó.

– Mire, éste es el controlador del servidor -dijo indicándole con el dedo una página de Windows abierta en la pantalla del portátil-. Aquí puede salvar lo que quiera.

Se levantó de la silla para dejarle el sitio.

Andreas se sentó. Abrió el programa de descodificación que había creado y repitió la operación que había hecho unas horas antes en la oficina. Se concentró en el único archivo que le interesaba. Tenía la mano con el dedo roto apoyada en el pecho, con la otra introducía lentamente las órdenes en el teclado. Cada movimiento iba acompañado de una punzada de dolor. Arrancó el programa.

Ahora sólo se trataba de esperar que todos los datos se fueran descifrando.

Los chinos debían de sentirse bastante tranquilos, ya que se habían situado a su espalda y parecían distraídos hablando entre sí.

Andreas miraba fijamente al ordenador, esperando.

Un adhesivo en la parte baja del teclado llamó su atención.

Bluetooth.

¡El ordenador tenía Bluetooth!

La aplicación permitía comunicarse y transmitir datos a distintos aparatos tecnológicos entre sí sin necesidad de usar cables.

Aprovechando esa función, en una ocasión un colega suyo le envió una canción que le gustaba.

¿Cómo se hacía? Andreas intentó recordar qué habían hecho aquella vez. Lo primero que debía hacer era activar el Bluetooth en su móvil.

Echó un vistazo a su espalda.

Nadie lo estaba mirando.

Con la mano sana se sacó el móvil del bolsillo interior de la chaqueta. Se lo puso en la otra mano. Dos lágrimas le quedaron dibujadas en las mejillas.

Respiró profundamente. La mano estaba tan hinchada que el móvil quedaba escondido de la vista de los que tenía detrás.

Encendió el teléfono. Unos instantes después activó la función de Bluetooth.

Cada vez que pulsaba una tecla del móvil con el pulgar, apretando el teléfono contra la mano, sentía unas punzadas terribles.

Activó la misma función en el ordenador. Se le abrió un programa que hizo un escáner del entorno para identificar todos los dispositivos, en un radio de veinte metros, que tuvieran el Bluetooth activado.

Aparecieron los siguientes aparatos:

H99_Chen

L_F9_Tang

S_Bird_Li

Seguramente eran los datos de los móviles de las personas presentes en la sala. Luego apareció el que esperaba:

H_Andreas

Era el suyo. Lo seleccionó.

Ahora el ordenador le preguntaba qué quería hacer.

Él hizo clic sobre «Transferir datos».

Estaba sudando. Con el rabillo del ojo no dejaba de comprobar si alguien lo estaba mirando.

Sostenía el móvil contra el pecho, protegiéndolo con el melón que ahora tenía en vez de mano.

Seleccionó el archivo de Word que le interesaba y pulsó «Enter».

Su móvil se iluminó y apareció en la pantalla la pregunta: «Solicitud de transferencia de datos desde Pamira 005840. ¿Aceptar?»

Pamira005840 debía de ser el nombre del ordenador en el que estaba trabajando, Pamira era el nombre de la hija de Mohindroo, la verdadera propietaria del ordenador. Tenía que ser el correcto. Con dificultad seleccionó «Aceptar».

El proceso duró pocos segundos, el archivo no pesaba mucho. Volvió a guardarse el móvil en el bolsillo haciendo un último esfuerzo. Nadie se había dado cuenta.

Tenía la camisa empapada de sudor. La empresa había sido tan dolorosa que lo había dejado completamente extenuado.

Abrió el archivo en el ordenador.

– ¿Por dónde va, doctor Weber? -le preguntó el que parecía tener el rango superior.

– He terminado de descifrar el primer archivo. Si se acuerda, su colega me ha dicho que podía leer los resultados de la investigación. ¿Puedo hacerlo ahora? -preguntó Andreas intentando parecer lo más tranquilo posible.

– Levántese, por favor -inquirió el chino-. Hua Lei, ven a ver.

El personaje que parecía ser el experto en informática ocupó el lugar que Andreas había dejado libre y se puso a trabajar en el ordenador.

Estaba transfiriendo varios archivos a diversos directorios del servidor. Evidentemente querían asegurarse de que había salvado todos los datos descodificados en una carpeta segura. Luego miró el archivo de Word que Andreas había pedido leer.

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