¡Había funcionado!
Estaba temblando. Más que leer, comprobó que las palabras de la primera página tuvieran sentido: «… responsable científico… metodología del estudio… enormes presiones… horrores que ha generado… motivos de conciencia… Doctor Bashir.»
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Cerró los ojos, tenía que relajarse un momento antes de continuar. Respiró profundamente.
Alguien llamó con la mano a la puerta blindada.
Andreas se volvió de golpe, todavía estaba cerrada.
Tuvo la sensación de que el corazón se le paraba.
Luego empezó a latirle de nuevo a un ritmo frenético. Tenía la impresión de que se podía oír a centenares de metros de distancia.
Intentando no hacer ruido, cerró el ordenador portátil, desenchufó el cable y apagó la luz del escritorio. Se escondió detrás de la puerta con el ordenador en la mano.
¿Qué podía hacer? Estaba perdido. Quizá el móvil funcionaba. Metió la mano izquierda en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar el teléfono. No podía funcionar. Había desconectado la batería y la tarjeta SIM en casa de Markus. Sostuvo el ordenador con las piernas y buscó la tarjeta SIM en el bolsillo. El pomo de la puerta seguía moviéndose.
Consiguió introducir la tarjeta y volver a colocar la batería, luego oyó saltar la cerradura.
Estaba petrificado. Lentamente vio abrirse la puerta.
Ahora podía sentir la respiración de la persona que estaba entrando. La suya no se oía: él no respiraba.
Entró un hombre alto que sujetaba una linterna.
– ¿Está ahí? -preguntó una voz desde fuera de la habitación.
El otro no respondió. Iluminó los diferentes estantes de los servidores, luego la mesa. Algo había llamado su atención, dado que se dirigió a pasos rápidos hacia un lado de la sala.
Ahora Andreas podía enfocarlo bien: no era un chino como esperaba, sino un occidental de mediana edad. Si se hubiera girado en ese momento sin duda lo habría descubierto. No podía pensar. Iban a matarlo. Como a Jan.
Volvió a meterse el móvil en el bolsillo de la chaqueta y cogió el ordenador que sujetaba entre las rodillas.
– Estoy aquí -dijo con un hilo de voz.
El hombre que había en la sala dio un respingo. El otro entró como una furia, blandiendo una pistola. La apuntó a la cara de Andreas.
– No se mueva, ni un movimiento o disparo -gritó.
– No dispare, se lo ruego, no voy armado -imploró él, aterrorizado.
– Póngase de rodillas, de prisa.
– No dispare, no dispare -susurró Andreas cumpliendo las órdenes que le daban.
El que había entrado en la sala en primer lugar se había recuperado y se acercó a su colega dándole una palmada en el hombro. Luego se dirigió a Andreas:
– Doctor Weber, qué placer conocerlo. Si le digo la verdad, hace rato que lo estamos buscando. Muy simpática la visita de hoy a su amigo.
»Nos ha tenido casi cuatro horas delante de ese bonito edificio, hasta que su amigo ha salido a hacer la compra. ¿Qué tiene en la mano? -preguntó.
– Creo que es lo que están buscando. Es el ordenador que Jan trajo de la India.
– Bien, doctor Weber, veo que es usted una persona razonable. Démelo, no haga estupideces, así podremos irnos todos a casa -dijo el tipo de la pistola, un alemán de Colonia, a juzgar por su acento.
Medía más de un metro ochenta, tenía el pelo corto, rubio, y una nariz aplastada de boxeador. Le cogió el ordenador de las manos.
– Ahora puede levantarse. Vayámonos de aquí, fuera hay más luz -intervino el segundo. De los dos, era el que iba más elegantemente vestido, tenía el pelo canoso, llevaba barba y unas gafas con montura azul. Andreas no pudo adivinar de dónde era, porque hablaba un alemán sin acento alguno.
Salieron y se quedaron al lado de una mesa. Las luces de neón de la oficina que daban a la calle seguían encendidas.
El hombre sin acento siguió hablando.
– Puede sentarse, si quiere. Doctor, tenemos que proceder con una cierta prisa, como puede imaginar. Sólo nos falta por saber lo que usted quiere.
La pausa que siguió fue demasiado breve para que Andreas pudiera pensar una respuesta.
– Se lo pregunto como amigo: ¿quiere vivir?
Andreas había resistido hasta el límite de sus fuerzas.
Se desplomó en la silla, las piernas ya no lo sostenían.
– Claro que quiero vivir. Jan también quería vivir, ¿cambia eso algo?
– Doctor Weber, míreme -ordenó el de Colonia-. Usted vivirá. Sólo tiene que decir la verdad. ¿Ha hecho copias del contenido de este ordenador? ¿Ha conseguido descifrarlo? Piénselo bien antes de contestar.
Andreas se iba recuperando lentamente. Se secó la cara cubierta de sudor con las mangas de la camisa.
– No he hecho ninguna copia. No soy especialista en códigos, lo he intentado pero no lo he conseguido, de no ser así no habría venido aquí. Eso lo entienden, ¿verdad?
No tuvo tiempo de protegerse.
El de Colonia le asestó una patada en la espinilla de la pierna derecha. Antes de que pudiera gritar de dolor, un puñetazo, procedente del otro hombre, debió de acertarle en la nuca, porque de pronto se encontró en el suelo.
Cuatro manos lo sentaron nuevamente en la silla.
Andreas se aferró a los reposabrazos para no resbalar. Se sentía derrotado.
– Doctor Weber -siguió hablando el que le había pegado por detrás-, disculpe si no nos hemos explicado bien. Por desgracia, las hemos visto de todos los colores. Hemos estado en medio mundo y hemos presenciado cosas que será mejor que usted no sepa.
»Somos capaces de saber cuándo alguien dice la verdad. ¿Cómo decirlo? Lo olemos. Responda. No mienta. ¿Ha hecho copias de los datos?
Andreas no tuvo tiempo de abrir la boca. El de la nariz de boxeador le cogió el dedo meñique de la mano izquierda y se lo rompió.
El dedo hizo crac.
Un crac delicado, como el que se oye cuando se parte un huesecillo de pollo. Un ruido que Andreas no olvidaría en toda su vida.
Un grito de dolor rompió el silencio que por la noche reina en las oficinas.
Andreas respiraba como si acabara de hacer tres minutos de apnea. La cabeza le daba vueltas, tenía la vista desenfocada.
– ¿Y bien, doctor? -preguntó el canoso.
– He hecho una copia en el servidor -susurró él.
– Eso es, doctor, eso es. Vamos a borrarla, levántese. Así podrá volver a casa con su Ulrike.
Fue como una sacudida para Andreas. Un sentimiento de disgusto lo recorrió de pies a cabeza mientras, haciendo palanca con los brazos, intentaba levantarse de la silla.
– Debe de ser un trabajo estupendo ir asustando a la gente -jadeó con amargura.
De nuevo, el puñetazo le llegó desde atrás.
Esta vez quien lo golpeó fue el de Colonia.
Andreas cayó hacia adelante. Apoyó mal la mano, descargando todo el peso sobre el meñique roto.
Se desmayó al instante.
Cuando despertó estaba sentado en una silla de la sala de los servidores. En el reloj de la pared vio que no había pasado mucho tiempo desde que había perdido el conocimiento.
Reconoció la voz sin acento:
– Bienvenido de nuevo, doctor. Por favor, encienda el ordenador y conéctese a la red. Tenemos prisa y dentro de diez minutos mi colega le romperá el otro meñique.
Andreas estaba más aturdido que en la peor de las borracheras. Tenía ganas de vomitar, seguramente el golpe en la cabeza le había provocado una conmoción cerebral.
Inspiró tres veces profundamente. Encendió el ordenador y conectó el cable de red que estaba sobre la mesa.
– Apártese, dígame la contraseña para acceder al ordenador.
– Suria2004.
– Soy ingeniero electrónico, no intente tomarnos el pelo -le advirtió el de Colonia.
Читать дальше