Nino Treusch - El conejo blanco

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Jan Tes es un hombre de éxito. Tiene por delante una carrera envidiable, su mujer, Julia, es perfecta y tiene dos niños preciosos. Pero pronto se verá obligado a tomar una decisión que lo cambiará todo para siempre.
Una multinacional de telefonía móvil contrata a Jan, y a los pocos días de empezar se convierte en el testigo accidental de unas declaraciones que no debería haber escuchado. Cuando la empresa le ordena desmantelar el centro de fabricación y desarrollo de móviles en Bangalore, India, Jan decide que ha llegado el momento de decir la verdad. Su conciencia ya no le permite callar los motivos que se esconden tras la operación y decide hacer público aquello que mucha gente ha temido desde los inicios de la telefonía móvil: los usuarios están expuestos a una radiación que puede resultar mortal.
Una información que la multinacional ha mantenido oculta y una decisión por la que pagará un altísimo precio. Pero si la verdad no sale a la luz miles de personas morirán o enfermarán gravemente. La cuenta atrás ha empezado.
El conejo blanco es un original, compulsivo y trepidante thriller acerca de un tema de gran actualidad que ha dado pie a muchas teorías: ¿Hasta qué punto pueden ser dañinos los teléfonos móviles? ¿Qué sabemos de las ondas que emiten? ¿Qué nos esconden las multinacionales?

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Entonces se dirigió hacia Zenettistrasse.

Tardó los veinte minutos de rigor. Se volvió repetidamente, no parecía que nadie lo siguiera. En el número 2 llamó a Markus Spicker desde el portero automático. Era uno de sus mejores amigos en Múnich. Trabajaba desde casa como arquitecto y salía raramente.

– ¿Quién es? -resonó la voz de su amigo.

– Soy yo, Andreas, ¿puedo subir?

– ¿Andreas? Claro, sube.

Markus vivía en el primer piso, en un apartamento pequeño pero decorado con un gusto extremadamente sofisticado. Le abrió la puerta en bata de seda.

– Hola, Andreas, vamos, entra. ¿Cómo estás? -Se acercó a él y lo abrazó-. Ayer me enteré de lo que había pasado. He intentado llamarte, no sé si lo has visto. ¿Cuándo has vuelto?

– Esta mañana, he aterrizado hace un par de horas.

– Ven, nos sentaremos en el salón. ¿Te traigo algo? ¿Tienes hambre, sed?

– Estoy bien, gracias. ¿Te he despertado?

– No. Ya me había levantado. La muerte de Jan me ha afectado mucho. Me habré dormido hacia las cinco, pero sólo durante un par de horas. ¿Estás seguro de que no quieres nada? Yo necesito un café.

– Haz dos, gracias.

En cuanto su amigo entró en la cocina, Andreas se puso al lado de la ventana. Escrutaba la calle. En la acera sólo vio a tres personas. Una de ellas era un chino que estaba hablando por el móvil mientras caminaba en dirección a Lindwurmstrasse. Andreas notó que se le aceleraba el ritmo cardíaco como si acabara de hacer una carrera. No conseguía apartar la vista de él. El hombre se detuvo en el cruce, girándose y mirando en dirección a la casa de Markus. Andreas se echó hacia atrás. Estaba sudado como si hubiera corrido.

– El café está listo.

– Ahora vuelvo, voy un momento al baño.

– Claro.

En el baño apagó el móvil y también quitó la batería y la tarjeta SIM. Esperaba que de ese modo no pudieran localizarlo. Se sintió como un idiota por no haberlo hecho antes.

Se refrescó la cara varias veces antes de salir. No podía quedarse mucho.

– Sentémonos en el sofá -lo invitó Markus, que lo esperaba con la bandeja en la mano.

Estuvieron hablando durante veinte minutos, antes de que Andreas se marchara.

Quedaron en llamarse al día siguiente.

Abandonó el apartamento y bajó por la escalera. Luego, en vez de salir por la puerta principal, pasó por la que daba al jardín. Al fondo había un muro que daba al patio de la casa de enfrente. Lo saltó.

Él y Markus lo habían hecho miles de veces. Era un atajo para llegar a Theresienwiese cuando se celebraba la Oktoberfest.

Se encaminó hacia Goethestrasse.

Allí llegó hasta la parada de taxis y cogió uno.

Bajó en la calle paralela a la de su oficina. Entonces hizo lo mismo que había hecho en casa de Markus pero al revés. Entró en el patio de un edificio del siglo XIX que albergaba cuatro despachos de notarios. Atravesó el pequeño aparcamiento interior. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba y saltó la verja que daba al jardín de su oficina.

Era el único sitio donde estaba permitido fumar, así que normalmente iban allí algunos de sus colegas. Por fortuna, en ese momento no había nadie.

La oficina tenía una pequeña puerta, supuestamente de emergencia, que permitía el acceso al jardín. Andreas utilizó su tarjeta magnética para entrar.

Se encontró delante de la escalera de servicio del edificio. Tenía que subir a la tercera planta, donde estaba la sala de los servidores del estudio.

Subió rápidamente la escalera.

La puerta que conducía a los despachos era de cristal. Andreas miró para ver dónde estaban sus compañeros. Para llegar hasta los servidores tenía que entrar, recorrer unos metros hacia la derecha y cruzar la puerta blindada que protegía el lugar donde se conservaban todos los datos que se generaban en su estudio.

Sólo había un ingeniero sentado a su izquierda; los demás debían de estar ocupados en alguna reunión. El hombre estaba concentrado escribiendo en su ordenador.

Andreas respiró profundamente, abrió y entró.

Nadie lo vio.

Se dirigió a prisa hacia la derecha y con una tarjeta especial abrió la puerta de la sala de los servidores.

El ordenador de la hija de Mohindroo estaba allí.

Andreas lo había escondido detrás del único escritorio que había. Estaba enchufado a la red y seguía elaborando cálculos, conectado al ordenador central. La habitación era grande y gélida, como la mayoría de las salas donde se alojan los servidores.

Había por lo menos setenta servidores: tiempo atrás habría sido una habitación ruidosa, ahora sólo se veían lucecitas parpadeando.

En esa sala no entraba nadie aparte de los encargados de informática, y sólo para realizar puntuales trabajos de mantenimiento y ampliación.

No había peligro de que se presentara nadie.

Sacó la hoja de papel que le había dado Jasmine.

Necesitaba tranquilidad. Pero él estaba de todo menos tranquilo. Se sentía sucio y sudado, después de pasarse trece horas en un avión y haber jugado a policías y ladrones por la ciudad de Múnich. Y encima con un enemigo imaginario, porque no estaba completamente seguro de que lo hubieran seguido.

Estaba claro que un chino conduciendo un Mercedes y otro escrutándolo en la Zenettistrasse no podía ser una coincidencia.

Empezó a pensar en cómo usar el código que le había dado Jasmine para descifrar aquella montaña de datos. Tendría que crear un programa, no había otra forma de hacerlo. No era un experto, iba a ser una labor larga y difícil.

A las cinco de la tarde no pudo aguantar más las ganas de ir al baño. Pero no podía salir, era demasiado arriesgado. Lo hizo en una botella vacía que había en la mesa: menos mal que los empleados de informática dejaban los restos de la comida por todas partes. Siguió trabajando en el programa. Si encuentras A, se sustituye por C, pero si A va seguida de N, entonces se sustituye por P; si A es la segunda letra de la palabra, entonces se sustituye por G. Y así sucesivamente.

A las nueve de la noche salió de la habitación. Ya no había nadie, al menos en aquella planta. Se preparó un café y fue al lavabo. Se refrescó la cara con agua. En la nevera de la cocina encontró comida que le había sobrado a algún colega. Se la comió como estaba, fría.

Regresó a la sala de los servidores. Trabajó hasta las cinco de la mañana, tomándose un café cada dos horas. Al final ya no veía nada, pero había terminado el programa. Ahora tenía que hacerlo pasar por todos los archivos cifrados y ver qué sucedía. Eran ciento veinte gigas de datos, el disco duro tenía doscientos. Tendría que salvarlos en uno de los servidores del centro.

Al ser el director, podía acceder a directorios sólo reservados para él. Abrió uno donde tenía copias de los contratos de la empresa y guardó en él su programa. Todos los datos traducidos irían a parar allí.

Descargó el primer archivo, que sospechaba que era un documento de Word. Tardó pocos segundos. Luego pasó a los datos. El reloj que apareció en la pantalla, y que indicaba el tiempo que faltaba para completar el trabajo, marcaba cuatro horas.

Añadió dos líneas más de comandos a su rudimentaria aplicación antes de pulsar «Enter».

Con gran satisfacción, Andreas vio que el ordenador estaba realizando lo que él había configurado en el programa.

Calculaba que pasarían varias horas antes de la conversión total de los datos, pero los archivos de Word estarían listos al cabo de pocos minutos.

Un cuarto de hora después detuvo el programa y abrió el archivo en el que el ordenador estaba guardando los datos descifrados. Lo que apareció ante sus ojos fue un documento de Word titulado «Londres, febrero de 2010. Memorándum».

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