Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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– ¿Has dicho que aumentemos diez veces la apuesta? Tengo miedo.

– Enséñanos los dados -suplicó Barcelona -. Levanta el cubilete, Julius.

Lentamente, Heide alargó la mano hacia el cubilete de cuero. Se sentía importante, pero gotas de sudor perlaban su frente.

Hermanito se rascaba el rostro con nerviosismo. No se acordaba de que tenía un cigarrillo encendido en los labios. No sentía que se quemaba las manos y la boca.

El Viejo estaba semitendido en la mesa, y también parecía hipnotizado por el cubilete de cuero.

– ¿Estás seguro de que hay seis ases? -murmuró.

– Sí -gruñó Heide-. Ya lo he dicho: seis ases. Habéis perdido.

– Imposible -suspiró Barcelona.

Una metralleta cayó al suelo. Nadie le prestó atención.

– Ahí llega un auto. Tal vez sea el mío.

La señora Dreyer se levantó de la silla y empezó a abrocharse el viejo y raído abrigo.

Heide levantó muy lentamente el cubilete.

Había seis ases.

Hermanito pegó un salto hacia atrás. Su silla cayó.

– ¡Tiene un pacto con el diablo! -gritó.

Porta levantó la mirada.

– ¿Cómo diantre lo haces, Julius? No puedo creerlo. Tres veces seis ases. Nunca lo había visto.

– No te ocupes de esto -contestó con arrogancia-, pero dame lo que me debes. Puedes tachar mis deudas de tu libretita negra.

Porta entornó los ojos, miró con fijeza a Heide.

– ¿Y si jugaras otra vez, Heide? Veinte veces la apuesta.

Heide se estremeció. El sudor le inundaba el cuerpo. Nos miró a uno tras de otro. Ojos ávidos le acechaban por doquier. Se sintió tentado de aceptar. Después, se dominó. Tiró el cubilete al suelo.

– No quiero.

– Cobarde -gruñó Porta, sin poder ocultar su decepción.

– ¿Por qué ha ido a buscarla la Gestapo? -preguntó Heide a la señora Dreyer, no porque le interesara, sino para distraer a Porta del juego.

– La señora Anna Becker, mi vecina, escribió al señor Bielert diciéndole que yo había insultado al Führer.

Enderezamos las orejas: ¡Insultar al Führer!

– Párrafo 1.062 b, capítulo 2 del Código Penal del Reich -repitió Steiner, lanzando un suspiro.

Stege se inclinó sobre la mesa, y dijo en voz baja:

– Aquel que de palabra o por escrito insulte al Führer será reo de penas de prisión o de la pena de muerte.

Mirábamos a la señora Dreyer con ojos distintos. Resultaba interesante. No encontrábamos extraordinaria su probable condena a muerte. Habíamos visto tantas… Pero lo interesante es que ella no lo sospechara.

– ¿Qué dijo usted? -preguntó Heide.

La señora Dreyer se secó la frente con un pañuelito que olía a espliego.

– ¡Oh, sólo lo que repite todo el mundo! Fue durante el gran ataque aéreo del año pasado. Como sabéis, bombardearon Landungsbrücke y el pensionado detrás de la estatua de Bismarck. La señora Anna Becker y yo fuimos a verlo. Después, dije estas palabras que no han agradado al señor Bielert: «Todo era mejor en tiempos del emperador. Entonces, no bombardeaban así las ciudades, teníamos comida suficiente. y nuestros zapatos no estaban agujereados. Adolph Hitler no lo ha entendido bien. Él ha nacido pobre; sólo los grandes saben gobernar un país.»

– ¡Cielos! -exclamó Barcelona-. Si reconoce haber dicho todo esto está lista. Lo sé desde mi época en los Servicios Especiales, en España. La gente decía a menudo cosas sobre el general Miaja o sobre la Pasionaria. Naderías, sin darle importancia, pero una vez escrito por el Departamento de Asuntos Especiales se convertía en algo muy grave. Atentado contra la seguridad del Estado.

– Agita los dados -sugirió Porta-, y enséñanos lo que sacas.

Todos apretábamos el pulgar izquierdo contra el borde de la mesa. Heide agitó los dados.

– ¿Qué nos jugamos?

– El pajarillo en la verja del parque -repuso Porta.

– Uno -dijo Hermanito.

– Uno contra seis -dijo Porta.

– Uno contra seis -repetimos todos a coro.

Los seis dados rodaron por la alfombra.

Ocho soldados jugaban en un sótano de la Gestapo, como, en su tiempo, los soldados romanos al pie de una pequeña colina cerca de Jerusalén.

– Deteneos -murmuró el Viejo-. Estáis locos.

Se volvió hacia la señora Dreyer e inició una discusión sobre lo primero que se le ocurrió, para distraer su atención de nuestro macabro juego.

Los dados nos miraban. Cuatro ases, dos seises.

– Está lista -admitió Barcelona -. Los dados tienen siempre razón.

– ¿Todo el mundo ha dicho uno contra seis? -preguntó Heide.

Porta indicó que sí.

– Seis por la vida, uno por la muerte.

El legionario empezó a canturrear:

– Ven, dulce muerte, ven.

Mirábamos a la señora Dreyer, que explicaba a el Viejo que sus rosas necesitaban ser regadas. El calor lo había resecado todo.

– Mi marido cayó en Verdún -decía-. Era jefe de guardia en el 3° de Dragones, de guarnición en el Stental. Era bonito Stental. El cuartel, algo viejo. Mi marido servía en el 3° de Dragones desde 1908, y cayó el 23 de diciembre de 1917. Había salido a buscar un árbol de Navidad. Y cayó en el camino de regreso. Cayó con el abeto encima de él. Estaba con el Hauptmann Haupt y con el Oberleutnant Jenditsch, cuando ocuparon el fuerte de Douaumont.

– No estuvieron mucho tiempo allí -comentó Heide-. Los franceses volvieron a echarlos en un santiamén.

– Ah, sí, ya me acuerdo. Nuestro maestro nos lo explicaba -exclamó triunfalmente Hermanito -. Enviaron a los prusianos al otro lado del Rin, mientras que los muchachos de París se quedaban en el fuerte y se divertían disparando contra los soldados del Kronprinz. ¡Mierda! ¿Qué te pasa? -dijo, volviéndose hacia Heide-. Deja de darme patadas. Lo que explico es correcto desde el punto de vista histórico.

– Explícalo de otra manera -replicó Heide-. El esposo de la señora cayó en Verdún.

– No tengo nada que ver en ello -dijo Hermanito, enfurruñado-. No puedo complacer a esa señora si aseguro que los prusianos se quedaron en Douaumont. Y si digo que los franceses los echaron a puntapiés, no exagero.

Porta se echó a reír.

– Es verdad, Hermanito. Los parisienses les cascaron tanto en la batalla de Douaumont que el Kronprinz recibió una buena reprimenda de su papá, el emperador.

– Estos dados son una porquería -gruñó Hermanito -. Apuesto diez contra uno a que dicen la verdad. La vieja la diñará.

– ¿Qué le ha dicho el Kriminalrat? -preguntó el Viejo, volviéndose con rapidez hacia la señora Dreyer.

Heide jugueteó con los dados.

La señora Dreyer miró con dulzura una foto de Heinrich Himmler. Bajo la fotografía había unas letras doradas:

HEINRICH HIMMLER

Reichsführer der SS

Chef der Polizei, Minister des Inneren

– Herr Kriminalrat Bielert ha sido muy amable. Me ha asegurado que todo había terminado ya. Que no pensara más en ello. No se volvería a hablar de esta pequeña historia.

– ¿Le ha dicho lo que iba a ocurrir? -preguntó Barcelona-. ¿Han escrito en un papel lo que usted les ha dicho?

– Sí; el señor Bielert ha dictado a otro señor. Ni siquiera he escuchado, porque empezaba a tener sueño. Han escrito muchas páginas. Casi un libro. El señor Bielert me ha dicho que iría a Berlín.

Barcelona siguió investigando.

– ¿Para ver al Führer?

– No, a él, no. Se trataba de otra cosa. -Miró la fotografía de Himmler-. Ya no lo recuerdo, pero había unas letras.

Barcelona lanzó un silbido y dijo con mucha lentitud:

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