Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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El SD se encogió de hombros.

– Todo el mundo lo sabe. Es una bala de «P-38».

– Muy bien, hermano. Pero mírala bien -insistió Porta, haciéndola girar frente al SD. El proyectil estaba aserrado-. ¿Has visto alguna vez el agujero que esto le hace a un individuo? Y puedo asegurarte que tengo una caja llena.

– ¿Y a mí qué me importa todo esto? -gritó el SD, nervioso.

– Quizá más de lo que crees, hermano. Esta clase de píldora está reservada para los tipos de tu especie. Eres un SD, y está muy bien que lo seas. Las pillerías que cometes, también están de perlas, forman parte de tu oficio. Tienes los bolsillos llenos de objetos robados. Todo resulta muy simpático.

– ¿Quién te ha dicho que robo? ¡Esto es el colmo!

– No hace falta que grites -le advirtió Hermanito desde el otro extremo de la sala-. Tu madre debió de explicártelo cuando eras pequeño, ¿no? En todo caso, debes saber que un policía ha de ser siempre dueño de sí mismo. Y ahora vas tú y te pones furioso como una histérica gachí de treinta y ocho años.

– Repito que tus bolsillos están llenos de objetos robados -prosiguió Porta, impasible-. Eres un pobre cretino. Pero ya que insistes en querer demostrarnos lo contrario, me permito hacerte observar que estás en territorio del Ejército, y que el Viejo, nuestro Feldwebel y comandante de la guardia, puede darme la orden de detenerte. Te registraremos, y después, te llevaremos ante el Bello Paul, en calidad de sospechoso. No saques el pecho. Es mejor que te inclines. Te conviene. Haz lo que te parezca, excepto una cosa; no te metas con ninguno de los nuestros. Tal vez consigas hacer que detengan a uno o dos, pero todo habrá terminado para ti. Conseguiremos tu piel. Somos unos hachas para los golpes en la nuca. Los comisarios de Iván nos han enseñado el truco.

– Déjate de sermones -gritó Heide-. Pegadle en seguida un buen bofetón. No arriesgamos nada. Ha cometido el suficiente número de fechorías como para que el Bello Paul nos dé las gracias.

– Esto es una amenaza -gruñó el SD, palpando la funda de su pistola.

Su colega permanecía neutral. Examinaba minuciosamente fotografías de muchachas más o menos desvestidas.

– Eres rápido de entendederas -dijo Porta, sonriendo.

– ¡No me dais miedo! -chilló el SD, histérico.

– Te estás ensuciando en los calzones -replicó Hermanito desde su rincón.

– No os peleéis, hijos míos. Esto no está bien. Ya hay demasiada discordia en la Tierra.

Sorprendidos, miramos a la viejecita, que se nos acercaba con un dedo levantado.

– Son los nervios, la guerra -prosiguió ella con voz temblorosa-. Tenéis que ser tan amables como vuestro jefe, Herr Bielert. Él es muy bueno, ni siquiera ha querido que vuelva a pie a mi casa a esta hora de la noche. Quería prestarme su auto. Qué amable, ¿verdad?

Hermanito se disponía a decir algo, pero Heide le pegó una patada en el tobillo.

El SD se había achantado. La disputa quedó relegada en el olvido. El hombre señaló los papeles que había ante el Viejo.

– ¿Comprendes ahora por qué quería que los llenaras tú?

El Viejo asintió con la cabeza.

– Bueno, lárgate.

La viejecita estrechó las manos de ambos.

– Gracias por todo, soldados. Si pasáis por Friederichsberg, no dejéis de venir a verme. Siempre tengo caramelos y revistas ilustradas. Os gustarán. Gustan a todos los jóvenes.

– Gracias -contestaron los otros, incómodos-. Pasaremos a verla.

En la escalera, uno de los dos se volvió. Su calavera brillaba siniestramente.

– Hasta la vista, señora Dreyer.

Ella le saludó con la mano. Luego, la puerta se cerró de golpe.

El legionario dio tres vueltas a la llave y corrió el cerrojo. Al otro lado de la puerta, la Gestapo. Aquí, el Ejército. Dos mundos que no tenían nada en común.

La viejecita hurgó en su bolso para encontrar un paquete de caramelos. Dio la vuelta a la sala para ofrecernos uno a cada uno. Toda la Compañía de Guardia chupaba caramelos.

Hermanito tuvo derecho a dos.

– No tema, señora Dreyer -dijo. Con gran sorpresa por nuestra parte, se mostraba hasta cortés-. Todo se arreglará. Nosotros nos encargamos de esa Gestapo. Una vez me cargué…

Lanzó un grito de dolor, al tiempo que se frotaba un tobillo.

Heide sonrió delicadamente.

– ¿No crees que podrías callarte?

Hermanito guardó silencio, enfurruñado.

– No hay ningún mal en explicar lo que hicimos en Pinks, cuando ayudamos a aquellas tres gachís a escapar de la SD.

– ¡Cállate! -gritó Barcelona.

La señora Dreyer intentaba poner paz.

– Dejadle hablar. No es más que un muchacho incapaz de hacerle daño a una mosca.

– Está lleno de mentiras -dijo Porta, riendo-. No sabe lo que es la verdad. Nunca ha oído hablar de ella. Si hoy es lunes, 19, dirá que estamos a martes, 20.

– Vendería su alma por dos reales -aseguró Steiner.

Hermanito se disponía a protestar. Ya había levantado una silla, cuando el legionario le retuvo por un brazo, cuchicheándole unas palabras que le tranquilizaron en el acto.

Nos pusimos a jugar a los dados.

La señora Dreyer se había dormido en una silla, junto a la pared. Nuestra risa la despertó.

– Querría marcharme. ¿Creéis que el vehículo llegará pronto?

– ¡Cameron! -gritó Porta, enseñando los seis dados.

– El señor Bielert me ha prometido que podría regresar pronto a mi casa.

Rehusábamos escucharla. No era más que una vieja que no entendía nada. Estaba entre las manos de la implacable justicia de una dictadura.

Heide recogió los dados, los agitó enérgicamente y después los lanzó con elegancia sobre la mesa. Seis ases. Lanzó un aullido de alegría, volvió a recogerlos, los agitó en medio de un silencio mortal.

– Señor Feldwebel, ¿quiere probar a llamar para ver si ha llegado el automóvil? Tengo sueño y estoy cansada.

Heide lanzó los dados. Seis ases. Nadie dijo ni pío. La tensión aumentó. Porta cogió los dados para examinarlos.

Heide sonrió, al leer los pensamientos de Porta.

– Lo siento, Herr Obergerfreiter Joseph Porta, pero no están cargados. Para jugar hace falta inteligencia, y el llamado Heide la tiene. Saco otros tres ases y me lo llevo todo o tú doblas la apuesta.

– No es posible -interrumpió Barcelona.

Heide se echó a reír. Agitó violentamente el cubilete de cuero. Con los brazos por encima de la cabeza, le hizo dar vueltas y después lo depositó en la mesa, boca abajo. Permaneció así durante dos minutos, sin levantar la mano. Después, encendió un cigarrillo, muy tranquilo. Ni siquiera Porta se dio cuenta de que se trataba de un cigarrillo suyo.

– Tengo los pies hinchados. Me aprietan los zapatos -gimió la señora-. Estoy fuera de casa desde esta mañana.

Heide señaló el cubilete de cuero en medio de la mesa.

– ¡Levántalo, maldita sea! -murmuró Steiner-. ¡Levántalo!

– ¿Por qué? -preguntó Heide, riendo-. Puedo deciros lo que hay: seis ases Dadme lo que tenéis. Es mío.

– ¡Fanfarrón! -gruñó Porta.

– Te cojo la palabra -decidió Heide-. Si no hay seis ases ahí debajo, aumentamos diez veces la apuesta.

Porta se retorció. La pasión del juego se había apoderado de él. Sus ojillos porcinos miraban con recelo. Se pasó una mano por el cabello rojizo.

– Maldita sea, Julius, ¿te burlas de nosotros? No puedes saber qué hay seis ases. No es posible.

– Son las dos, Herr Feldwebel. Si el automóvil no ha venido, cogeré el tranvía a las tres.

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