Los ojos muchas veces se me iban hasta uno de los balcones de la calle de Marcos Caballero. En uno de los que tenían más barrotes, justo en el primero del número 89, allí aparecía siempre a la misma hora una señora de coleta canosa con una taza en las manos. Insisto, a la misma hora, matemáticamente. La bata que vestía era espantosa y, sin duda, no era de su talla. Anotación: heredada. Pero me gustaba su forma de quedarse paralizada en el balcón con los ojos clavados en la calle. Anotación: campante. Lo bueno de la escena, se repetía cada día, era el joven que dos alturas más arriba se asomaba en calzoncillos alegremente y miraba hacia abajo, buscándola. Se quedaba en el balcón. En ese momento se ponía a regar las plantas hasta que el goteo daba con la señora de la coleta canosa y esta se enfurecía mirando hacia arriba. «¡Otra vez!»
– ¡Sinvergüenza!
Y tocaban el timbre los de correos y ella entraba irritada hacia su casa. Un día, como se repetía muchas veces, saqué mi cámara de fotos para inmortalizar esa escena de película italiana, me parecía la más evocadora del barrio. El timbre en la calle, la decepción en el primero y el lozano del cuarto. Tal vez era amigo de Marcos, por la edad. Ya todo era posible en mi imaginación. Al fin y al cabo, alguna de las personas que estaba vigilando desde hacía días tenía que conocerle. Hice una foto al portal. Y otra a su balcón. Debía averiguar dónde tomaba café, sus costumbres, reunir todos sus hábitos…, pero me daba cuenta conforme pasaban los días de que me sería más fácil encontrar a un ladrón que volver a coincidir con Marcos. Yo iba apuntando todo de forma cansina. La mayoría de las veces por entretenimiento, para no perder la cabeza en esta desesperante vigilia.
Había varios carteles que anunciaban la película de Marcos en las marquesinas de publicidad («en los mejores cines»), así que me movía como una autómata calle arriba calle abajo contando anuncios. Lo miraba en el cartel y la muerta viviente en la que me estaba convirtiendo cogía algo de vida. La secuencia se repetía todos los días. Pero entonces, un viernes, cuando más fatigada estaba…, pasó.
Mi recuento en ese momento era circular. Un estanco con todas las marcas de tabaco a la vista; una farmacia llena de productos para evitar las manchas de nicotina en los dientes y pastillas para adelgazar; en la tienda, ropa de todas las tallas con mujeres gordas felices; en el bar, oferta de bocadillo y café a dos cincuenta; y en la sucursal, créditos a buen interés para «estar tranquilos toda la vida» y que me devolvían la mirada anestesiada al cartel de seguros en el que garantizaban la felicidad en la playa dominicana. Me quedé mirando pensativa, era un círculo total. En una de esas vueltas absurdas ojeando todo para hacer tiempo en mi aburrimiento, un coche frenó en la puerta del número 2, dio dos bocinazos y Marcos se coló apresuradamente. No me di cuenta hasta que no escuché su voz y arrancó el coche.
Se me acababa de escapar. Mierda. Fue un instante en que lo atisbé con claridad, entre la puerta y el asiento, pero solo un segundo. Girarse había sido una malísima idea. Tanto mirar el seguro, tanto dar vueltas embobada, tanto crédito dominicano había sido tontería. Claro, yo miraba a todos, pero a mí nadie me miraba para avisarme.
«Tengo que verte», me quedé pensando.
Volví a pasar por la cafetería Rocablanca y me entró la risa, un poco de vergüenza ajena por la situación del desayuno con churros a lo Audrey. Dentro, tras el cristal, estaba el camarero. No se dio cuenta de mi presencia en la calle. He llegado a mirarme en muchos escaparates igual que en un espejo infinidad de veces, la realidad es mala. De todas las personas que conozco, la que menos se quiere a sí misma soy yo.
Como quien escribe en el agua. Perdida. Los días siguientes continué yendo a su casa con la intención de verle, pero lo hice mucho más temprano para que no se me escapara otra vez. A las ocho estaba ya en su barrio. Uno de esos días, Marcos se percató de que alguien le había seguido. Esa mañana salió de casa a las nueve y veinticinco minutos, justo a la hora en la que el hombre de los cubos de basura los iba guardando de portal en portal, después de haberlos rociado con agua apresuradamente.
– Buenas…-dijo sin levantar la cabeza de los plásticos.
– Buenos días, Manuel, que pase un buen día-correspondió Marcos. Descubrí que el hombre de los cubos se llamaba Manuel y que se conocían, porque apenas cruzaron la mirada; mientras uno echaba agua absorto en sus pensamientos, el otro levantaba la vista al cielo como buscando el parte meteorológico a golpe de vista. A través del aire las noticias vuelan. En cuanto Marcos se puso las gafas de sol y ejercitó el cuello para todos los lados, la joven de rizos de la zapatería contigua al portal abrió puntual la persiana de su escaparate dejando sordos a la mitad de los que pasaban por la calle. Hizo un gesto con la barbilla y alertó a la compañera-que se acercaba comiendo un cruasán medio sacado de la bolsa- de que Marcos estaba allí. Una señora de negro con bolso negro apoyada en la parada del autobús se dio cuenta también de su presencia justo cuando abría la cartera, besaba una estampa o foto guardada y sacaba su metrobús. Un grupo de ecuatorianos mochila en ristre y vestidos de uniforme azul piropearon a la chica de rizos y uno de ellos se dio cuenta de Marcos. «Mira, el actor», pareció decir con el codo a su compañero. Los dos ejecutivos-tal vez pareja- que huían en taxis distintos después de una mirada delicada y rutinaria también repararon en su vecino. Y en ese momento escuché el rumor de un grupo de estudiantes que se acercaba, me di cuenta de que no pasaba desapercibido para nadie.
La zapatera ya había pasado al interior del negocio caminando de espaldas. Era curiosa.
Marcos se dio cuenta de casi todos los gestos porque, tal y como hizo en días sucesivos, caminaba indiscreto analizando las caras de los transeúntes para buscar muecas nuevas o expresiones desconocidas; al verlos, al descubrir un mohín diferente en los extraños, cambiaba el rictus imitándolos.
Debía de estar aprendiendo un nuevo papel y buscaba gestos para acompañar al personaje. Tengo mucha imaginación. Al golpear la persiana en el techo de la zapatería se apagó el letrero luminoso, al tiempo que Marcos comenzó a correr calle abajo siguiendo el descenso del agua de los cubos: calle de la Palma y la bajada posterior que lleva hacia la Corredera Baja de San Pablo. Tomé nota.
– No me lo puedo creer, se ha vuelto a estropear-dijo la zapatera.
– ¿De qué hablas? ¿Del cartel?-preguntó la compañera, escéptica.
– Otra vez. Tú no quites ojo a la tienda, voy a la ferretería.
«Cartel fundido», anoté en mi libreta de forma mecánica. La visión del luminoso parpadeando me pareció una contraseña, un guiño hacia mí. Habían pasado quizá solo cuatro o cinco minutos cuando arranqué a caminar hacia la panadería de la esquina para esperarle. Primero sentí un hambre atroz al descubrir un arsenal de bollería recién hecha, después, unos celos espantosos. A mí me había costado un bochorno entre adolescentes chochas tener una foto de mi actor, y aquí en la panadería tenían colocado su retrato firmado («Para mi horno favorito, Marcos») entre un bodegón de panes de diferentes sabores.
Una horterada de premio: el altar de Marcos estaba formado con rosquillas de anís y bollos cubiertos de sésamo y pipas; había un bloque de edificios simulando una ciudad que eran simples panes de molde colocados en vertical al más puro estilo Benidorm o Nueva York. Sentí empacho ante la cursilada y me dieron ganas de buscar una piedra y ponerme bruta con el escaparate.
– Buenos días-sonaron las campanillas de la puerta y todas se giraron hacia mí.
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