Una vez recogida la casa, decidí hacer un poco de compra para dejarle la nevera lista, pues en la de Marcos apenas había yogures y latas de cerveza. En el congelador dejé varias bandejas de carne, merluza congelada y croquetas listas para freír, cambié de estante los yogures y los dejé junto a unos nuevos de sabores variados y puse fruta y verduras en los cajones, huevos frescos, queso, jamón en taquitos, gazpacho envasado y algunas botellas de zumo. Le dejaba lo suficiente para que la nevera empezara a parecer una nevera y no un almacén de vacío. Me hice un café y recorrí la casa satisfecha y atiborrada de esperanza y espejismo. Y de ansias de aprobación.
Pasado el rato, cuando se me acabaron las moras negras y me tocó el turno de la consulta, sentí que no tenía nada que contarle, sin embargo me empezaba a marear levemente.
– A ver, ¿qué te pasa?
– No sé. En el mercado me han dicho hoy que estaba pálida como una sandía mala.
– Qué sabrán ellos de estados de palidez-me recriminó el médico-. Dime qué te pasa.
– No sé. Estoy…
– Pero si estás llorando.
Hacía mucho tiempo que no visitaba la consulta y no tenía ganas de contarle nada. Me inquietaba pensar si me había dejado la nevera abierta al ordenar las cosas de Marcos, tal vez al probarme las camisas había dejado restos de maquillaje, o quizá tiré alguna de las notas que tenía en su mesita al ventilar la habitación y era algún teléfono o una cita importante a la que no podía faltar. Enseguida noté que estaba fabulando demasiado. A veces pienso que estoy mal de la cabeza, demasiado mal de la cabeza. En mi delirio figurado por casa de Marcos abrí los primeros cajones de su cómoda y recordé que tenía preservativos (no debí mirar) y ropa interior ajena. Estaba excitada por el exceso de nervios.
Las revistas estaban en su sitio, las luces apagadas, la cama hecha, las llaves en su lugar…
– Dime qué te pasa, por favor-insistió preocupado el doctor-. ¿Te acuerdas de él otra vez?
No quiero darte ansiolíticos.
– No, la que no quiere tomar ansiolíticos soy yo.
– ¿Estás segura?
– Estoy segura, quiero dejarlos. Creo que es el momento.
– Escúchame. Me parece bien. Deberías empezar a madurar, a saber que las cosas pasan, que ya se agotó esa etapa, que debes mirar hacia delante-añadió conciliador-. No eres la única mujer separada ni vas a ser la última.
– No me encuentro mal. Soy solo una sandía sin color. Me lo ha dicho Mercedes y nada más.
Estoy bien.
El doctor me acompañó a la salida después de recetarme vitaminas. La mujer que había estado mirándome comer de manera ansiosa las gominolas se despidió con la cabeza y volvió su mirada a la revista que tenía entre manos.
– No seas boba y come, estás falta de energía, tienes la tensión baja…-intentaba explicarse con benevolencia-, seguramente estás durmiendo mal, dolor muscular. Tómatelas y vuelves a verme.
Tenía la impresión de estar viendo a Marcos en las manos de la señora, una foto dentro de la revista. Mientras me hablaba el doctor me iba acercando más para cerciorarme bien de la imagen. Me daba miedo que fuera otra vez producto de mi imaginación.
Memoricé la revista y salí a la calle con la idea de comprarla en algún quiosco cercano. Pasé por delante de una panadería y me giré al escaparate como si todas las panaderías de Madrid fueran a tener la foto de Marcos entre montones de bizcochos y bollos de pipas y sésamo. Me daba pánico, yo no compraba revistas nunca, y, de pronto, la idea de que la publicación fuera antigua me angustió. Como si esa foto, a la que apenas acababa de ver entre las manos de la señora, fuera la única.
Tras caminar muy poco, paré en un quiosco y busqué la revista entre el tapizado de portadas colgadas en cuerdas.
– ¿La puedo ayudar en algo?
– Busco a… Marcos Caballero.
– Sale en esta.
Leí la revista de pie, junto a los periódicos. Era la primera vez que Marcos salía en una portada. Su fama estaba creciendo por días, era un chico famoso… Tras cerrarla en mis manos, tuve una ensoñación muy poderosa: imaginé una ciudad en la que solo viviéramos Marcos y yo y fuera imposible no verse porque todas las calles condujeran a su casa y todas las puertas abrieran con la misma llave. Los dos nos íbamos cruzando de esquina en esquina y nos veíamos obligados a saludarnos y darnos besos como los que le daba a la panadera porque era la única persona a la que veríamos en esa ciudad día tras día. Llegué a casa con la confianza de una niña nueva. Cuando tus padres se dan cuenta de que tienes los deberes hechos y te delatan porque te miran de otra manera al saber que hay tiempo para jugar. Así. Durante mi época de estudiante hacía siempre todo lo del día siguiente en el autobús, justo cuando abandonaba el colegio y me volvía a casa. El recorrido era suficientemente largo porque era la última en bajarme del vehículo. Procuraba sentarme al final para ir leyendo los apuntes del día y así llegar a casa con todo organizado: cosas de orden práctico; aprendí a diferenciar lo que me serviría para el examen y lo que no.
Como una forense. Mi minuciosidad-ahora lo entendía- llegaba a la capacidad de memorizar todo con dos únicas lecturas y, a veces, me asustaba ser consciente de perder esa capacidad. Un día sorprendí a mi abuela recitándole el Credo en mi segunda asistencia a misa. Ancha de orgullo como solo lo hace una abuela, me tocó pasar a cantarlo en casa de sus amigas y de mis tías abuelas. Dejé la revista abierta por su foto encima de la mesa, como si cerrarla fuera a desconectarme de él. Luego fui a la cocina y me hice una tila sedante para quedarme dormida durante toda la noche y descansar. Tenía sus palabras almacenadas en mi cabeza. En el fondo lo que quería era dormirme diez días y diez noches seguidas para acelerar el tiempo, volver a su portal y seguir sus movimientos.
Marcos estaba enamorado. Lo ponía en el titular. Impreso en negro sobre color.
– Ángeles, chiquilla, deja de seguir a los gatos por el corral. Me estás poniendo de los nervios.
– No seguía a los gatos.
– Sí, seguías a los gatos.
– Es que ha parido la gorda.
– ¡No me discutas y sube a merendar!
El patio de la abuela era al mismo tiempo jardín botánico, zoológico y zoco de herramientas. Y
como a tal olía: a podredumbre, óxidos, a especias, vinagre y azufre. Solo se aguantaba la fresca junto al gigantesco rosal que daba entrada al garaje en el que se amontonaba la leña. Era un macizo de flores que se desplegaba por la tapia con ramas rudas pero llenas de rosas, rosas enormes, que la abuela me impedía cortar. «Déjalas ahí-recriminaba-, que crezcan y mueran en su sitio.» Yo era una insignificante cría que iba y venía a la escuela, que se escapaba a menudo a la playa para caminar descalza y que volvía con los bolsillos llenos de caracolas lamidas por el mar. Guardaba especial cuidado en seleccionar las conchas que estaban agujereadas por el roce con el agua y las rocas, porque esas me podían servir para hacer colgantes y pequeños abalorios sonoros que luego colgaba de la cabecera de la cama, junto a la llave de la luz. Las inservibles, rotas o deterioradas, las empleaba para rellenar las macetas, porque así la tierra conservaba la humedad. Me lo había dicho mi tío, que era la persona más sensata y más práctica que he conocido nunca. Mi lugar preferido fue siempre bajo la sombra que proyectaba el rosal. Como no podíamos cortar las flores, las rosas acababan marchitándose sobre la tierra después de haberse abierto excesivas en las ramas. A mí me daba pena ver cómo se deshojaban ¿lloraban? los pétalos cayéndose o despidiéndose de la mata. Esa imposibilidad de coger una y cortarla, cuando todavía estaba desarrollándose párvula, me martirizaba. Cualquiera diría que con tanta rosa se iba a notar que yo escapara con una para colgármela del pelo o aplastarla entre mis libros paralizando así su juventud. Pues la abuela lo notaba. No se podían regalar flores: era una batalla perdida de antemano.
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