Violeta.
Entendí que durante años nos paráramos a beber en la fuente de la Alameda como si fuera a aparecer un ángel. «Bebe aunque no tengas sed-me decía a modo de juramento-, la sed llega y ya no tienes fuente, así que bebe.» La fuente cambió de emplazamiento y pusieron un banco circular en el que seguí sentándome cuando mi abuela dejó de acompañarme a la feria.
Mi abuela había sido mujer. Las rosas debían crecer y morir en su sitio. No me asombra: siempre ha sido así. Qué decepción. Empecé a mirar a la abuela-siempre quejosa- de otra manera porque en su descontento habitual y quisquillosa vigilancia estaba escondida la abuela mujer, la que había callado su misterio haciéndose la fuerte. Igual que el ladrón oculta sus pruebas para no ser pillado, ella había ido ovillándose a sí misma de lana violeta. Creí que así debía ser mi vida. Miento. Creí que así no podía empezar a vivir. Durante años soñé que me envolvían de lana como los gusanos de seda se envuelven para suicidarse y me despertaba como una loca arrancándome las sábanas de la cama. Me juré-
debería haberme prometido- que no doblaría en cinco pliegues mis ganas de escapar y que ni mucho menos olvidaría mis sueños tapándolos de violeta. Me juré-y a nadie puse por testigo- que mi fuente no sería reemplazada por ningún banco. Y que mi sed habría siempre de ser saciada.
¿Lloré?
Módulo nueve. Prisión.
– ¿Lloraste?
– Escapé de allí.
Esa noche dormí peor. Quizá era una mezcla entre desorientación, tila sedante y ansiedad, pero sobre todo era una combinación a partes iguales de sublevación de la genética y fotografías. Les dije a María Luisa y a la Tere que había empezado a sentirme mal (no mentí) y que por eso tardaría en llegar a sus casas.
– No vayas a ponernos excusas, que últimamente estás muy rara. Tengo unos callos que me están matando. Vente para casa.
– ¡Qué voy a estar rara!
– Estás rara. No te peinas, vas como una moderna.
– Pero…
Antes de que pudiera terminar la frase, la Luisa ya me había sacado el tema del enamoramiento.
Me lo dijo suavemente, por si acaso:
– Angelita…, no vayas ahora a meterte en una relación, que no estamos ciegas.
– Luisa, luego voy. No tardo.-Quise cortarla.
– Ya verás como estás enamoriscada. Mal amén.
Y le colgué.
Me fui a pasear al parque con ganas de volver a cruzarme con Marcos. Era la sensación de algo primario, algo básico. Verle. Incluso olerle. La persecución de un sueño desordenado… A mí me hubiera gustado que la primera vez, en el cine, cuando me metí entre las adolescentes, se hubiera fijado en mí; que todo hubiera acabado en un bar, sentados muy cerca, hablando de sus cosas, de mis cosas, de nuestras cosas; y que se hubiera hecho tarde con la compañía de una mesa llena de vasos vacíos… y que me hablara de la película, de su próximo trabajo, de sus inquietudes, que me perdonara por haberle gritado tequieros para llamar su atención entre las fanáticas del cine y por parecer una mamarracha como las demás. Bueno, por querer quería que mi vida hubiera sido distinta. Elegí mal seguramente. O no sé.
– El corazón tiene razones que la razón no entiende, dicen.
– Eso dicen.
– Niña, la Tere piensa lo mismo.
– ¿Qué decís?-pregunté arrodillada.
María Luisa había metido los pies en agua caliente y la Tere se había apoltronado en el sillón de la ventana con una revista entre las manos. Se había puesto un café con leche y dos gotitas de coñac. Lo único que la aliviaba y le animaba el día. Apestaba. La puerta de la cocina golpeaba por la corriente y fui a cerrarla.
– A mí este chico me parece monísimo.
– ¿Quién? Que no me alcanza la vista desde aquí…
– Este-contestó Tere abriendo la revista y mostrándola en lo alto-. Marcos no sé qué. Es nuevo. Monísimo.
– Marcos Caballero-dije yo desde el suelo.
– ¿Y qué dice?
– Que quiere ser actor, que no piensa en el matrimonio y que es ecologista.
– Todos con la misma canción, que si el miedo al compromiso, que si el ecologismo, que si las manifestaciones, que si las políticas…-apuntó Luisa.
– Si quieren que se metan a diputados, ¡qué cansinos!
– ¿Estos? Son drogadictos. Mira qué flacos. Los artistas de antes eran guapos…
– ¡Y limpios! Mira las camisetas que se ponen estos. Es que ni las planchan. Y ellas van hechas unas guarras, que se habrán acostado con los directores. Son como las cupletistas de antes, unas frescas. Y ellos…
– ¿Ellos? Vamos, drogadictos. Te lo digo yo.
– A mí me parece muy… formal.-Es lo único que pude decir.
La entrevista no era larga, tenía algo de presentación ante el público y de promoción de su primera película (Los días más felices) . Por lo que decía era de esos jóvenes que quieren cambiar el mundo, lleno de sueños y de seguridad a la hora de hablar de su futuro cinematográfico. Comulgaba con la paz y con el ecologismo, decía que le apasionaba el mar, que tenía una colección de caracolas y otra de fotografías de Bette Davis. ¡Como yo! Hablaba de amor, pero sin la sensiblería típica de las revistas tan insistentes en la cursilería, contaba que todavía no pensaba seriamente en el matrimonio y que si lo imaginaba, sería en una capilla perdida en un acantilado.
– Fíjate qué mono. Esto es típico de los veinte años.
– Sigue leyendo.
– Vamos, vamos, vamos.
– ¿Qué pasa?
– No muevas los pies, Luisa, que no quiero hacerte daño-le dije.
– … pues que, te leo lo que dice: «Me imagino casado con una chica normal y con muchos hijos por casa».
– Estos no se casan con chicas normales, se les acercan busconas.
– Con lo mono que parece el muchacho… ¿Tú qué dices, Ángeles?
– Que sí. Que me parece muy mono. Tiene pinta de educado. Y de limpio.
– Bueno, de educado no sé. Está bien, eso sí. Pero no entiendo por qué siempre les preguntan lo mismo. Qué cansinos los periodistas.
– ¡Qué van a decir!
La Luisa movía los dedos de su pie derecho en el agua, jugueteando con las burbujas. La Tere leía en voz alta.
– No dice nada de sus padres. A mí me gusta cuando hablan de su familia.
– Di que sí. Que si su madre, que si su padre, que si sus hermanos…
– Hija, a mí me gusta. Cuentan sus cosas y, chica, me gusta. Ya le sonsacarán la vida y la novia de foto en foto.
– … En cuatro días este…, famoso.
– Mira qué bonito.-La Tere levantó la vista suspirando llamativamente para llamar nuestra atención-. Dice que su olor favorito es la hierbabuena, la albahaca y el romero…
Ya lo había leído. Me reconfortó como un bálsamo imaginar sus olores mientras limaba las uñas amarillentas de la Luisa. Estaba tan indefensa que apenas levantaba la vista de sus pies. La otra siguió:
– … y dice que aplasta hojas de flores entre las páginas de los libros, allí donde hay una frase que quiere memorizar.
Me gustó. Supongo que cuando leía, aspiraba el olor de las flores de la misma manera que yo también había empezado a pellizcar pétalos y hojas y a dejarlas olvidadas en las novelas.
– Colecciona caracolas de mar y billetes de metro. Qué raro, ¿no?
– Uy, qué ganas de limpiar el polvo.
– Hija, tendrá alguien que le asee la casa, tienen quien les limpie…-contestó la Tere.
Cada cosa que leían de Marcos Caballero empezaba a almacenarla en mis recuerdos.
Afortunadamente, ni Luisa ni Tere tenían conocimiento de nada. Allí donde ellas leían una curiosidad, yo encontraba un motivo más para vivir. De hecho, días después empecé a convertirme en una cirujana de su vida, recortaba cada una de las fotos que iban saliendo en las revistas, escribía la fecha detrás de ellas y las guardaba en la carpeta azul cuidadosamente. Así, entre fotos y recortes, empecé a sentir que el «nosotros» era la persona más bonita del plural.
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