Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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– Me gustaría que dejara de llover.

– ¿Te dan miedo las tormentas?

– No tanto por mí.

– Pues pasará rápido. Conozco bien el cielo. Me he pasado mucho más tiempo en la calle que aquí.

– Y además está anocheciendo…

– No te pongas nerviosa. Pasará.

– Ahora habrá encendido una vela…

– ¿Quién? ¿El de las fotos?

11

La chica con la que le relacionaban era una rubia con la boca gruesa. Ojalá fuera solo eso. Era la tercera vez que se les veía juntos y resultaba llamativo que aparecieran los dos, las tres veces, cogidos de la mano. Me atrevería a decirlo claramente, era ella la que le cogía a él de la mano en las tres ocasiones.

Por esa razón se me atragantó la muchacha, distaba mucho de parecer una imagen romántica. Si me acercaba al detalle de las manos, lo que suponía ser un lazo de dedos no era más que un nudo del que ella tiraba gobernando el paseo. Por eso mismo digo, y seguiré diciendo, que lo que se veía era un simple maridaje con fecha de caducidad.

– Ave María Purísima-dijo con todas sus letras la Luisa mirándonos a la Tere y a mí revista en mano.

– Ave María Purísima-contestamos por seguirle la corriente.

– ¿Qué os dije? Lo que ha tardado en aparecerle muchacha al chico nuevo este.

– Marcos-aclaré yo.

– Qué flaca.

– ¡Dios mío, cierra esa ventana!… Pues ya me gustaría a mí estar así de delgada.

– ¿Qué son? ¿Novios? Ya la cierro…

– Pareja, dicen en la revista.

De todas formas, dijeran lo que dijeran, un cuerpo tan delgado y andrógino como el de la chica, que prácticamente no alimentaba, resultaba triste y correoso, pensé.

– Demasiado nervio para tanto pelo rubio y tanta boca.

Pese a la ensalada de adjetivos que derrochaban en uno de los reportajes, perdía el tiempo la rubia.

Ya podía sacar una colección de minifaldas, ojitos y caiditas de pestañas que Marcos no estaba enamorado, estaba instalado en el purgatorio de las relaciones que no van a ningún sitio. Y de estas, yo sabía bastante. Tere, que lo notaba también, acababa de decir:

– Míralo en esta foto, Luisa. ¿Te acuerdas de tu Jose? Se le parece…

– Mi Jose estaba hasta los huesos de amor… Aquí no veo yo meneo. Pero sí que tienes razón, se le parece.

– Igualito-contesté sin levantar la vista de los pies de Tere.

Así que primero leí la entrevista con las conjeturas que hacían los del semanario, cimentaban la

«relación» en los coqueteos que se habían dado a la salida de un cine, en una terraza y en la puerta de su casa. Una fotografía en su portal que casualmente les habían hecho justo cuando yo había renunciado a la persecución por un tiempo.

– Enséñame la foto-le dije, más curiosa que envidiosa.

– Mira. Esta es.

– Pero mira que es flaca…

Era almibarada, pero en absoluto auténtica y pura. Y, cómo no, una inmadura, o eso deduje de su forma de vestir, incapaz de sentar la cabeza. Lo peor de todo (me estaba despachando a gusto) es que parecía de esas que saben envenenar lentamente, con pequeñas dosis espaciadas. Era pava. Una pava.

– Una pava.

– Eso.

– De las que se emborrachan y empiezan a dar risitas como gallinas, cacareando.

No sé cuánto estuve mirando la foto, analizando la primera, la segunda y la tercera toma. A lo tonto había estado toda la mañana preocupada por una que «ocupaba su corazón, bla, bla, bla». No me hacía ninguna gracia, no sé si ha quedado claro. Tenía razón la abuela. «Me gusta aquel chico», le confesé un domingo a la salida de misa. Era un chico moreno, de mi misma edad, jugaba al fútbol y tenía los brazos siempre llenos de heridas. Yo creía, lo creía de verdad, que estaba ante el hombre de mi vida; creía de verdad que me acababa de convertir en la chica más afortunada de la calle porque me iba a embarcar en una relación, iba a ser la única de mis amigas con novio. Pero no conseguí nada, ni cartas de amor, ni besos, ni esperas a la salida del cine, nada. «No te gusta», me dijo, aficionada como era ella a las frases cortas. A mí me dejó helada porque yo intuía que como era el hijo de una vecina de la calle, concretamente cuatro portales más arriba, le parecería muy bien que yo tonteara con aquel chaval. Sin embargo me dijo que no. «Este no te conviene-remató la conversación-, ese va a lo que va.»

Aceleré el paso, atravesé la calle dando coletazos y dejé a mi abuela detrás con la compra, para que se tragara su comentario y el cerrojazo que acababa de darle a mi incipiente relación. Cuando yo estaba «fuera de mí», me gustaba que se me notara, incomprensible, y daba golpes de melena agitando mi coleta hacia los lados y mordiéndome los labios, a veces, hasta hacerlos sangrar.

– Tú sabes que lo que te estoy diciendo es la verdad.

¡Yo qué sabía si era verdad, aquel era el guapo de la calle! A mi edad yo no sabía aún de princesas desterradas, ni de ranas embaucadoras. Yo sabía de princesas con trenzas largas y arrojadas por el balcón. Mientras ella cargaba con las bolsas yo cargaba con mi terquedad. Me entraron los siete males porque ahora, habiéndole elegido de entre todos, me tendría que dejar de gustar, y-soy sincera como lo podríamos ser todos- hacer ese recorrido a la inversa es devolver dinero de una inversión fallida.

Empleé buena parte de mis energías en dejarla de hablar, le ponía mala cara en los desayunos, en las comidas y en la cenas, dejaba mi cama sin hacer o la revolvía conscientemente para que le costara más encontrar las puntas de las sábanas. Mal. La cama me la volvía a hallar tal y como la había desordenado.

Y lo más terrible de todo, lo más cierto, es que me costaba hacerme la burra porque cuanto más turbia me ponía, más me encaprichaba, ya que mi abuela no se inmutaba. No nos dijimos nada desde la salida de misa. Nos limitábamos a mirarnos sin discutir, y con los días ella estaba eufórica y yo deprimida.

No se equivocaba, no me convenía. Pero duele reconocerlo. Lo que pasa es que en aquel momento me molestaban aquellas coletillas futuras de «con la edad» y los «ahoras». Cuando me acerqué a su pandilla, temblorosa y cruzando los dedos en mis bolsillos, le dije que se acercara, vino con prisas, pero no con prisas por verme, sino con prisas por volver a la explanada para seguir jugando. De hecho les gritó con el balón en la mano: «¡Ahora vengo!», así se aseguraba que paraban la partida. Me enfrenté a mí misma y dije: «No podemos salir»; él dijo simplemente: «Pues bueno». ¿Pues bueno? ¡Pues bueno!

A él le daba igual y yo me sentí perdida. Lloré interiormente pero no se me notó ni pizca. Volví a acompañar a mi abuela a la compra mientras hablábamos de la semana de feria, del vestido nuevo o la torta salada que íbamos a hacer a medias. Ni se mencionó de nuevo el nombre de aquel chaval, nunca más, de hecho desapareció de mis conversaciones y de mi mirada, lo hice invisible, lo que no se nombra no existe; y eso que la pelota se le escapaba calle abajo diez veces al día y me lo encontraba en la ventana fingiendo que daba patadas al balón con los demás chavales. Se me empezó a convertir en un pesado, perdía el control de su pelota demasiadas veces sin que nadie, excepto él, fuera a recogerla hasta mi ventana. Cuando veía a sus amigos, pensaba que estaban sin él, que ni siquiera les acompañaba en el grupo. Opaco como una madera. A veces estuve observándole desde casa, desde el ventanuco que teníamos bajo el tejado y en el que siempre había colgada una polea que ni subía ni bajaba nada; al volver a mirarle-fue como un proceso- empezó a parecerme demasiado desgarbado, había cambiado de tamaño mal, las heridas que antes le hacían fuerte y atrevido ahora se me antojaban de flojo y tontaina a fuerza de porrazos. No sé el tiempo que pasó hasta que volví a dirigirle la palabra. Se limitó a mirarme fijamente con unos ojos desproporcionados.

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