Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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El susurro de la caracola: краткое содержание, описание и аннотация

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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– Pero ¿qué haces aquí? ¿Cómo no has entrado esta mañana?-me preguntó lozana como siempre.

– Tengo pan de ayer, me quedaba media barra y la he metido en el congelador…-Desvié la conversación-. ¿Y tú? Qué guapa de buena mañana.

– Voy a la peluquería, bueno, vengo. Es el cumpleaños del pequeño de mi hermana.

– Hala, hala. Pues a pasarlo bien. Venga-le dije despachándola con una sonrisa.

– Tú tienes cara de cansada, no será una recaída…, no me digas que vas mal de trabajo… Te dije que te voy a buscar algo.

– Gracias, Matilde.

– Y, sobre todo, cuídate. Pásate por el horno, le hará ilusión a las chicas. Creo que la pequeña me dijo que quería que le arreglaras un jersey de cuello vuelto, uno que le encanta y al que ya se le han ido los puntos del codo; ya sabes cómo son, se ponen las cosas cuanto más gastadas mejor. Yo, por mí, se lo tiraba, pero me mata. Me sobrepasa que tenga tan buen cuerpo y se vista como una hippy, va hecha una trasto, con lo mona que es. Yo a su edad…

Matilde no iba a ningún cumpleaños. Era martes. Sentí que ella estaba guardándose un secreto. Lo noté en su mirada furtiva ajena a la verdad y por lo habladora que estaba a esas horas. Iba disfrazada, más maquillada de la cuenta… Ese tono estridente que delata la clandestinidad. Qué curioso, pensé, todos guardamos secretos. Sé cuándo alguien se guarda una confidencia para sus adentros porque en mi familia todos hemos guardado secretos bajo los ovillos de lana. Todos.

Me comí un bocadillo de sardinas en el bar para coger fuerzas, junto al mostrador. Quería pensar que todo lo había soñado, que era producto de mi mente desordenada y febril, pero me empeñaba en creérmelo, y me descompuso verme tan descentrada. Sin más remedio que admitir que estaba dejando de ser la mujer que se merecía Marcos, la facilidad con la que estaba desordenándome era típica de quien se vuelve loca, loca de amor. Ni estaba para perder los estribos, ni tampoco para levantarme derrotada de entre dos contenedores. Tal como estaba, en el límite de la confusión, lo que debía era volver a casa. Pero no a la casa física, sino a la mental. Ducharme, tumbarme boca arriba, abrazarme a los recuerdos más hermosos y admitir que debía pasar a otra fase. De hecho, estaba tan ofuscada que no fui consciente de que me había cruzado con él al salir de la cafetería hasta que caminé unos metros y descubrí que el perfume que se había alojado en mi cerebro era el suyo. Me giré y me puse nerviosa, pasmada pero histérica de emociones. Lo reconocería en una manifestación de periquitos y gatos malolientes, por eso me giré. Me giré y estaba allí, de carcajadas con los dos hombres y decía algo de que «todo irá bien, siempre irá bien» mientras agarraba de la mano a la chica rubia de boca gruesa o ella lo agarraba a él. Murmuré bajito: «Todo irá bien, seguro que todo irá bien», haciéndome cómplice suya.

No me vio porque los fotógrafos empezaron a asediarle con sus flashes en una cruel batalla de empujones y voces por la acera, pero tuve el tiempo justo para darme cuenta de que se escapaba de la mano de la chica al segundo disparo de flash, la de la boca gruesa. Supongo que para no regalarles la foto.

Seguí caminando más relajada hacia casa, tal vez menos anestesiada que antes y con sus carcajadas de fondo como una música que me acompañaba segura pero dolorida. Al miércoles siguiente salió esa foto en las revistas. La que acabo de pegar en mi celda junto a la del reportaje en la playa. Se nota mucho en esta foto que estaba de descanso, se descuida un poco, no se afeita y repite camisetas, algunas que solo se pone para correr por las mañanas. He seguido colgando algunas fotos en mi nueva pared, pero ahora las más sentimentales las estoy dejando apoyadas tras la ropa que he dejado doblada en los estantes encalados de yeso. No quiero que les dé la luz desde el ventanuco por si se me las come el sol y se quedan blancas. Quiero que mi mural, aquí, en esta celda, sea una sucesión de bonitos recuerdos y no una colección de fotos desteñidas. Sobre todo este retrato con un traje oscuro. ¿De cuándo era? Se nota que iba perfumado.

El aroma me viene de nuevo a la mente. Cual Jean-Baptiste Grenouille. Me empeñé en querer buscarlo una de esas tardes en una perfumería y la obstinación me costó salir borracha de olores. Era como haber bebido y mezclado alcohol. Estuve semanas con dolor de cabeza por mi torpeza. Pero por burra seguí igual, cuando veía una droguería, me colaba disimuladamente para probarme todas las colonias masculinas hasta que se acercaba la encargada.

– ¿Desea alguna en especial? ¿Quiere que la atienda?

– No.

Era oírla y un resorte me hacía huir de la tienda trotando. Así, terca e ilusionada, fui peregrinando por todas las perfumerías del barrio hasta que acabé en El Corte Inglés de Preciados. Me propuse encontrarlo en el laberinto de olores de los mostradores; no era fácil, destapando los probadores y manchándome la piel poquito a poco en algún trozo libre del brazo. Al rato me notaba exhausta porque se me mezclaban las colonias y no era capaz de distinguir una de otra, empezaba a ponerme borracha.

Además, mi única referencia era mental, debía recordar la primera vez que me crucé con él en su puerta.

Miraba los frascos y evitaba dejarme llevar por la forma o por la presentación de colores de los cristales, por eso distribuí la planta baja de los grandes almacenes como el mapa de un tesoro. Sabía que él, al menos en esencia, estaba allí. Escondido tras las cajas. La nariz se me taponaba a los pocos minutos, después de haber olido cuatro o cinco perfumes. Así que volvía a salir a la calle para dar una vuelta a la manzana y volver a entrar disimulando entre los expositores. El guardia me miraba. Así pasaron tres días. El cuarto, recuerdo que era viernes, me sorprendí cuando una de las dependientas le ofreció a un señor perfumarse de la botella que llevaba entre manos, cerré los ojos, sentí que aparecía de nuevo. Marcos Caballero estaba en el aire.

– Perdone, ¿qué perfume es ese?-le pedí a la chica.

– ¿Quiere probarlo?-Y disparó sobre una bandita de cartón almidonado para agitarlo después en el aire y ofrecérmelo.

– Me gusta. No sabe cuánto me gusta. Es él.

– ¿Lo quiere para regalo?

– Sí. Para regalo.

He abierto la libreta para aspirar el olor a Marcos. El perfume se nota en cada una de estas páginas en las que he ido anotando todo. Huele aún. Menos mal. Es la única forma de que me acompañe, de que me abrace día y noche.

13

Aquel mes de noviembre estaba acabándose. Hacía ya frío en Madrid, tenía mucho más trabajo que de costumbre arreglando pantalones y remendando jerséis, y me permitía poder ir comprando más revistas en busca de Marcos. Para ser su primera película estaba saliendo mucho. Yo iba a casa de la Luisa, donde concentraban las bolsas con la ropa para arreglar, cubierta con mi abrigo azul marinero y los guantes puestos. Me gustaba ponerme ese gabán porque era de paño grueso y me sentía protegida desde las rodillas.

Antes de llegar a la casa de la Luisa, paraba a tomarme un café con leche caliente-en vaso de tubo- en el Comarcal de Pacífico, donde la temperatura estaba siempre más alta gracias a que la caldera estaba rota, pero además-para qué negarlo- donde siempre tenían revistas amontonadas junto a los periódicos. En fin, venía a calentarme el pecho, pero también a arrancar algunas páginas en las que lo encontraba. El dueño no reparaba en ello porque con lo manoseadas que estaban algunas yo creo que agradecía que las fuera deshojando y evitándole más montones. En días así, cuando veía alguna foto nueva, el abrigo del bar me suponía mucho más abrigo del que me ofrecía el mero café con leche caliente.

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