Paralizada. Echó a andar lentamente el vagón y, cuando fueron pasando las ventanillas frente a mí, pude comprobar que en el mismo asiento, ahí dentro, continuaba la señora, pasando página a su revista, ajena a mis tonterías. ¿Y yo? Yo estaba en una parada absurda, con ideas absurdas en mi cabeza, murmurándome «tranquila, Ángeles, tranquila». No sé si enloquecida o con algún trastorno extravagante.
Había comprendido que no iba a ser tan fácil encontrarse a una misma. Lo bueno es que bastaba con haber encontrado a Marcos.
Estuve sentada en un banco de Antón Martín el tiempo justo. El túnel estaba en una suave penumbra, debía de haber algunas luces fundidas y la gente, que pasaba extrañada ante la situación de semioscuridad, evitaba ponerse cerca del andén. Daba un poco de miedo. Sin embargo, con o sin luz, yo seguía destemplada. Nadie se fijaba en mí y todos me miraban. Toda esa gente que se pegaba a la pared buscando el resguardo seguro no sabía qué cosas tan raras se me pasan a veces por la cabeza. A pesar de la angustia que me despierta la curiosidad, me sentía protegida porque un presentimiento crecía dentro de mí. Nada tenía que ver con la posibilidad de que existiera una mujer como yo en el metro anterior, no. No soy la protagonista de todos los viajeros del metro, sigo siendo una figurante. Se acercó el siguiente metro y entré.
Por primera vez en meses noté que el presentimiento tenía algo de fundamento. Según la abuela, me pasaba la vida diciendo que tenía presentimientos, que veía un montón de piedras y me hacía la vidente seleccionando una con toda la parsimonia del mundo como si fuera un amuleto.
– La piedra me habla, abuela-explicaba en voz baja-, me dice que la elija.
– Anda, anda, niña. Estás loquita…
Quizá lo estaba. Pero es que era verdad. A veces, tenía presentimientos. Me daba una punzada al corazón. No sé cómo serán las punzadas en el corazón médicamente hablando, pero eso era lo que sentía. Algo real. Cogía las caracolas de la playa y me quedaba horas escuchando los ecos, los sonidos rizados que me silbaban secretos.
– Eres una fantasiosa-remataba ella. Pero ahora tenía ese sofoco característico de mis presentimientos. Olía a moscas. Rumiaba el runrún.
– ¡Pero bueno, Begoña…! ¿Qué estoy viendo? ¡Llevas días sin venir a verme! ¡Como hayas cambiado de panadería!
Matilde tenía el mismo brío de siempre.
– He estado fuera-dije.
– Pues ya te echaba de menos.
– Ya lo sé.
– ¿Trabajo?
– Bueno, que he tenido unos días con más encargos de lo normal.
– ¡Me alegro, hija!
– Vamos, pero que ya está, ha sido un atracón y vuelve la sequía. Debe de ser que todas han sacado la ropa del armario y me han enviado a arreglar hasta las mortajas.
– Quita, quita…-gruñó levemente-. Y ¿cómo andas? Se te ve bien. El otro día estabas con una cara de harina que parecías transparente.
– Me pillarías sin desayunar. Con este frío…
– Sí, hija. Muchísimo frío.
– Además, comparada contigo, que ibas de punta en blanco… Estabas toda resplandeciente de verde pistacho. Así cualquiera.
– Ah, hija. Fue una fiesta preciosa. Y mi hermana estaba estupenda. Y ni te digo el resto. Éramos de revista. Para que nos sacaran en las fotos. Te las tengo que enseñar.
– Pues enséñamelas.
Nunca me las enseñó porque era su secreto. Lo sabía. Eso me hizo confiar en ella mucho más. Me uno a la gente que guarda secretos.
Esa mañana me había tirado un buen rato-no sé cuánto- contemplando el sonido de las máquinas tragaperras. No eran especialmente musicales, pero formaban parte de la rutina en la que me dejaba llevar. Y entonces me pareció que las luces que giraban en las maquinitas coincidían encendidas en el mismo dibujo. El dueño le animaba en el juego, gritándole al jugador: «Hala, hala, Pascual… Hala, hala, ¡que te toca el premio!». El premiado era él, pero yo sentí que el azar jugaba otra vez en mi vida a mi favor. Ni siquiera esperé a las vueltas cuando pagué el café con leche y salí del calor del Comarcal.
– Tenía ganas de verte-me dijo Matilde.
– He estado ocupada con arreglos.
– De eso quería hablarte. No sé si los recoges y te los llevas o los haces a domicilio…-me preguntó.
– Depende de si son cortinas, meter dobladillos, remiendos… Todas esas cosas. Yo puedo venir o llevármelas y devolverte todo bien planchado. Como tú me digas.
– Mi hija encantada con el jersey que le zurciste. Vamos, parece nuevo…
Había algo en mi voz que sonaba distinto, una calma que seguramente se debía a las últimas semanas que pasé relajada en casa viendo y recortando fotos. Extrañar a alguien reblandece los callos del alma y más si es él. Me gustó oírme así.
– ¿La plancha?-añadió curiosa.
– No sabes cómo plancho. Te dejo la ropa a estrenar.
Matilde sacó unas llaves del bolsillo como si me enseñara un talismán. Como si prolongara el silencio con ellas en la mano o si estuviera indecisa, me explicó que era la mujer que necesitaba. Me incorporé hacia el mostrador mientras Matilde salía de detrás hacia mí para hablarme con aire afectado.
– Si planchas bien, te voy a ofrecer un trabajo. Te lo dije. Un trabajo trabajo. Nada de ir rondando, que acabas matada.
– Planchar no solo no me molesta, sino que me gusta. Es como volver a dejarlo todo nuevo. Y eso me relaja.
– Toma, estas son las llaves y esta es la dirección-dijo dándome un papelito junto al llavero-.
Si no hay nadie, la ropa la encontrarás en la cocina, nada más entrar. Es un trabajo de asistenta, confío en ti. Sé que no me vas a defraudar.
– ¿Para quién es?
– Marcos Caballero, lo conoces. El chico actor.
Me ahogué. Matilde me entregó las llaves, volvió al mostrador y cerró los ojos en un gesto de complicidad hacia mí. Aturdida por la escena que acababa de vivir, le agradecí la confianza sin abrir la boca y me dirigí a la puerta, salí a la calle y respiré profundamente ese aire frío y seco que ya estaba cubriendo Madrid. El aire helado, mortal y doloroso me abofeteó en la cara. Salí a refugiarme en la parroquia. Debió de ser un sacrilegio, pero metí la cara en el agua bendita y allí, sumergida en la pila de mármol durante unos segundos, di gracias. Ya no necesitaba esconderme; iba a dejar de ser un fantasma: ya era una mujer visible.
SEGUNDA PARTE. LAS CARACOLAS ME HABLAN
Barceló, número 2. Cuarto piso. Por un momento temí que no fuera la dirección que llevaba escrita, pero efectivamente era la suya. La euforia loca y desordenada me condujo hasta la puerta de su edificio sin enterarme prácticamente de si había cruzado en rojo o si estaba caminando con los ojos cerrados. Había vuelto a llorar sin darme cuenta. En aquel momento toda mi vida se me plantó de golpe en el portal de la calle, justo cuando metí la llave y giré hacia la derecha.
La última vez que abrí una puerta emocionada como en ese momento fue cuando me enamoré de Gonzalo. Había malgastado cinco años de matrimonio con el bueno del pueblo, el hijo único perfecto, trabajador y callado, y apareció el hombre más chispeante de mi vida. Venía despojado de problemas, fumando vida y diciéndome que era la más guapa del baile. Algo que nunca me había dicho nadie. Nunca me lo había dicho nadie. Nunca. El Carnaval se había terminado y era uno de los músicos de la banda, sin embargo, lo hacía como entretenimiento, por pura pasión musical. Aquella misma noche en la que me dejé llevar por el alcohol y la oscuridad, me contó su vida de profesor universitario entre beso y beso.
Viajaba constantemente, curioseaba con el arte, componía canciones para poemas que escribía de madrugada y tenía una casa en Cadaqués. Yo no había oído hablar de Cadaqués. Pero sí había oído hablar de que los besos con abrazo eran más intensos, más prisioneros del amor, que se parecían a los de las películas. Y era cierto. Los besos con abrazo hacen que los huesos crujan sin dolor. Me escapé con él. Salí del baile abrazada a él con la complicidad del disfraz que me habían cosido la abuela y mamá, con mucho sigilo avancé hacia casa, cogí mis cosas y… nunca más volví. Apenas tuve conciencia de estar abandonando mi mundo porque al huir de allí huí también de mí y de la condena del ovillo violeta. Era la forma de cortar las rosas, de que por fin alguien dejara de hacer lo que tocaba según el calendario familiar y genético. Me dejé a la mujer aburrida que había pasado las Navidades poniendo la mesa y sirviendo cenas para dejarme llevar por los abrazos del profesor. En el fondo no hice más que un exorcismo de lo que no pudo hacer mi abuela aquel día de la fuente, cuando su mujer interior se quedó sola en la fuente de la Alameda. Por eso sentí que aquella madrugada yo corría por las dos sin pedirle permiso a nadie, sin ceremonias, sin maldiciones morales, di esquinazo a mi vida y también a la de mi abuela.
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