Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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El susurro de la caracola: краткое содержание, описание и аннотация

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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Los borbotones de café me despertaron después.

Las barcas eran soltadas de los amarres del puerto invisible y salían de faena tranquilamente, por eso a mí se me antojó que salían de paseo por el Mediterráneo. Él estuvo pensando un rato, con una taza de té en las manos, y al fin dijo:

– Me gustaría que te quedaras aquí conmigo. Sé que has dejado cosas atrás, pero… ¿qué importa? ¿A ti te importa? ¿Quieres vivir? ¿De qué color quieres que pintemos la habitación?

Fue una carrera fugaz de preguntas que yo escuché mansamente, sin desconfianzas.

– Está bien así. Pero cambiaré las cortinas lavanda.

– Son violeta.

– Por eso, porque son violeta. No soporto el violeta.

A él no le importaba. Asunto zanjado. Gonzalo apuró la taza, la dejó en la pila, encendió un cigarrillo que apagó al poco y se fue al baño. Dejó la puerta abierta. Se duchó mientras yo me aseaba y me peinaba con una coleta sencilla. Abrió la cortina y me invitó a pasar al agua caliente con un gesto tramposo. Yo no quise. Estaba ya peinada. Bueno, no. Todavía contemplaba sus insolentes gestos estupefacta, todavía me sorprendía la forma de ser de un hombre tan alborozado y gozoso, tan natural y tan caradura.

– Ángeles… ¿por qué no bajamos al pueblo? Así paseamos. Luego te llevo a comer a un sitio que te va a encantar.

Me iba a encantar. Cualquier parecido con mi vida anterior era una casualidad. Yo había abandonado a las personas que más me querían, seguramente; pero ahora estaba con quien yo quería.

Esa era la diferencia. No iba a esquivar ningún sentimiento, creo que más por exigencia que por necesidad. Tenía hambre de halagos y sexo. Hasta me sonaba bien mi nombre: «Ángeles». Todo era asombroso, me revolvía coqueta si él me llamaba desde la calle, si sentía un leve rumor de cortejo animal, si sacaba la lengua obsceno desde la puerta… a la vista de los vecinos. El primer día me sonrojé, el segundo menos, el tercero menos, el cuarto menos, el quinto menos aún…, a la semana de estar allí nada. Era feliz, casi sin interrupción. Amorosa, divertida, liberada.

Serenaba tenerle abrazado a mi espalda constantemente, hasta cuando parábamos en la puerta del Casino de la playa para merendar; iba continuamente protegiéndome con sus manos.

Me llevó al final de España. «Allí donde acaba la costa y se rompe con Francia», me dijo. Era el cabo de Creus, conocía al farero y subimos. Incluso me subió los últimos escalones a lomos como una amazona.

No eludía ninguno de los besos. Ninguno.

– Merci, merci, madame…-Puse cara de boba y conté para serenarme: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…, conté como siempre hasta sumar y sacar un número de la suerte. En aquella ocasión, al contar, lo hice mirando al infinito, disfrutando del paisaje de rocas, observando cómo el viento vigoroso abofeteaba los acantilados para intentar peinar la aspereza. Con el soplo violento se escapaban las gaviotas, que sobrevolaban el cabo de Creus dificultosas. Yo también estaba siendo atizada por el viento, pero me quedé imperturbable, entera, como si hubiera estado allí antes sin saberlo.

Me sujeté a la barandilla y a Gonzalo. Tengo muy presente aquella tarde, porque entendí bien el mensaje: las bocanadas de aire se estaban llevando mar adentro la plegaria aciaga de la abuela. «Deja las rosas ahí, que crezcan y mueran en su sitio.» Yo ya no estaba en mi sitio.

– ¿Estás bien?-me dijo Gonzalo retirándome el pelo de la cara.

– Estoy. Estoy feliz. ¿No me ves?

– Sonríes… Me gusta… Qué pena que hoy haga más viento de lo normal, este sitio es espectacular. Así no lo disfrutas del todo.

– Te equivocas. El viento me está limpiando.

– Dirás despeinando… Tenía pensado que comiéramos aquí, pero si quieres volvemos a casa.

– Voy abrigada, tranquilo-añadí-: Debemos plantar rosas en el patio. Quiero poner flores recién cortadas todos los días en la entrada de casa.

Puse flores en casa de Marcos en mi segunda visita a su casa. Las compré en la gitana del semáforo, ya sabía que se llamaba Inmaculada (lo llevaba anotado en mi libreta) y que siempre andaba angustiada a finales de semana porque las flores no le aguantaban tanto como podía aguantar ella. Organizaba en el suelo unos doce cubos de flores que iban de las margaritas a los claveles, las siemprevivas, los nardos, las rosas y… poco más, sobre todo mucho relleno verde para ramos de bulto. Cogí margaritas, las tenía amarillas, blancas y moradas. Ver el improvisado jardín apelmazado en cubos hacía más llamativas y relumbrantes las flores de lo que luego eran al cogerlas en un sencillo ramillete. Me llevé un manojo de las blancas y pagué con monedas. Llevaba en mi bolsillo una copia de la foto dieciséis en la que a Marcos se le veía tan guapo. Esa foto me había dado suerte, había sido la causante de mi estímulo para salir a la calle y abordar el azar. La había remirado un montón de veces. Era una fotografía nueva en la que aparecía sentado en la ventana del café Comercial, en la glorieta de Bilbao, con un pantalón vaquero un poco roto, una camiseta blanca y, por encima, una camisa de cuadros rojos y azules. Llevaba una bufanda de lana gorda anudada al cuello con varias vueltas, parecía de ochos; y unas zapatillas sin cordones. Me daban ganas de decirle: «Marcos, voy a cuidarte desde hoy, te quiero». Ahora lo conocía mejor.

Al tumbarme en su cama me preguntaba cómo organizar mi vida desde ese momento, todo había cambiado. Ya era la asistenta de Marcos. Todo volvía a ser alegre y, sin embargo, no podía decírselo a nadie, no tenía con quien compartirlo y era muy difícil de explicar lo que me estaba pasando. ¿Había algún plan mejor? Hasta que llegué al horno de Matilde a recoger las llaves no fui consciente de la nueva situación. Había aprendido a moldear los días revisando revistas, enumerándolas, poniéndoles fechas, plastificándolas con cuidado, vigilando su calle para buscar encuentros clandestinos. No sé las semanas, los meses que había estado esperándole, con la cabeza apoyada en la barandilla de la parada de metro de frente a su casa, o en la parada del autobús, o repitiendo itinerarios, calles, plazas, bares… con mi soledad, mis pensamientos, siempre idénticos, y volviendo a casa insatisfecha. Ahora tenía las llaves de su interior. Eso pensé, estoy dentro de él. Lo mío era demasiado, pero sobre todo era dulce.

Me quedé dormida en su cama.

Sonó dos veces el teléfono del salón, la primera me despertó, me asusté. La segunda tuve intención de cogerlo. (…) Mejor no contestar, pensé. (…) Él no me había dicho nada de coger su teléfono fijo, así que no hice caso a las llamadas. Lo dejé sonar. (…) Quizá debido a la hora, Marcos quería asegurarse de si ya estaba trabajando y si necesitaba algo. O cerciorarse de que era discreta no cogiendo su teléfono. No lo cogí por esta última razón y volví a hacer su cama donde me había quedado dormida.

En ese momento sonó mi móvil. Era Marcos.

– ¿Begoña?

– Sí, soy yo.

– Te estaba llamando a casa.

– … No he querido cogerlo. Por si acaso son cosas tuyas.

– Soy yo, soy yo.

– ¿Sí? Dime.

– No hay problema en que lo cojas. Al contrario, lo prefiero… Si es alguien que quiere algo, me lo anotas en la libreta que hay al lado… si no te importa.

– No, no. Qué va. No me importa.

– ¿Todo bien en casa?

– Sí.

– Pues entonces nada. Estoy en una grabación. Lo que haga falta lo anotas también y ya lo compro yo esta tarde.

– De acuerdo.

– ¿Falta de algo?

– Nada. Creo que nada. He visto de todo.

– Muy bien. Hablamos entonces.

– Vale.

– Oye, las croquetas riquísimas.

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