Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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El susurro de la caracola: краткое содержание, описание и аннотация

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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«La próxima vez haré un flan», pensé.

16

Cuando empecé a ir a su casa de forma continuada, empecé a conocer también el sufrimiento de forma continuada. Verle salir de la habitación mientras yo abordaba la faena del hogar me hacía un daño inmenso. Me veía obligada a disimular que le quería, que quería abrazarle. Yo iba sudando, con mi escoba como asidero de mi estabilidad, un amor no superado. Destilaba ansiedad.

Tenerle cerca mientras ordenaba la estantería, sabiendo que podía pasar por mi espalda, era tan terrible como esperar en la parada del autobús. Mucho peor. Al fin y al cabo, abajo tirada en la calle suspiraba por todo lo que mi imaginación podía fantasear acerca de su forma de vida, esa que no conocía y que se me hacía lejana. La que me quedaba tabicada por la fachada. En cambio ahora, arriba en su domicilio, me paseaba por la casa aguantándome las lágrimas, sujetándome a las paredes del pasillo para no perder en alguna ocasión el equilibrio. Sentí lástima de mí misma. Estaba cumpliendo con la escrupulosa tarea de arreglar su ropa y su piso, me debía desenvolver bien… Ni siquiera tenía que hacerle la comida. Subía a la casa, me encerraba en el baño y, presa de mí misma, me sentaba en la taza hasta que la respiración se me calmaba. Ya allí dentro, en lo que se suponía entonces que era el paraíso, el único lugar que me importaba del mundo, me temblaban las rodillas y no paraba de llorar. Mi plan estaba fracasando.

Cuando todo estaba silencioso y me enteraba de que Marcos seguía durmiendo en su habitación mientras yo me tenía que poner con la plancha en la habitación contigua, me entraba el desespero. Ese era el decaimiento total. Sucedió así varios días. Yo llegaba y él dormía en su cuarto.

Así no pude resistirme, abrí la puerta y le miré por la rendija… Marcos estaba tendido con los brazos abiertos. Se movió y yo cerré los ojos a la vez que cerraba la puerta de una manera ridículamente sigilosa para no ser pillada al verle desnudo. Cuando volví a abrir la puerta pasados unos minutos, se había quedado de lado en posición fetal agarrado a la almohada, como un bebé grande tirado en medio de su cuna con las sábanas revueltas. Dormía en calzoncillos y sin camiseta, dejando la espalda al aire, huesuda y musculada a partes iguales, masculina; noté la columna curvada en un arco de huesos en el que se podían enumerar las vértebras como una secuencia. Yo debía cerrar la puerta, pero mis ganas por él me llamaban diciéndome «entra y cúbrele con la sábana, no lo dejes así». Callada y semiescondida, pero sin soltar la mano del pomo, escuchaba su respiración…, fuerte, soltaba y cogía aire por la boca de forma sonora… Me dejé llevar por sus bocanadas de aliento. Era un jadeo de soplos cálidos y acompasados sin cadencia alguna, irregulares en la desnudez. Volví al cuarto con la ropa de la plancha después de dejar su puerta entornada sin hacer el mínimo ruido. Recé un avemaría para colarme en sus sueños.

Lo que quería era acostarme a su lado, estrecharme en su espalda recogida en su descanso, envolverme con la sábana sintiendo el calor de su cuerpo, abrazarle incluso sin que me notara. Pero no podía, no podía, no podía… Esa era mi tortura. Esa era mi rabia. Me moría. La tristeza que provoca el saber que no puedes besar es infinitamente más dolorosa que un último beso.

Me ahogaba continuamente en su casa; y cuando se levantaba y me lo cruzaba en el pasillo, tuve que explicarle en más de una ocasión que eran cosas de la fatiga, que tenía una alergia crónica y que me aparecía cuando estaba baja de defensas. «Coge lo que quieras de la nevera», me decía para consolarme.

– ¿Has desayunado bien?

– Sí, sí. Es una fatiga tonta.

– Bueno, pues desayuna algo.

Y mi «gracias» debilitado se me atascaba en la garganta suplicándole un roce, un beso, un algo que me reconfortara de ese ir y venir por su vida sin permiso. No sé cómo pude aguantar. Lo que en un principio era simpático, todos esos días en busca de sus fotos, recopilando revistas, recortando fotos, enumerándolas, fechándolas, intentando saber de su vida por las entrevistas o hurgando en las tiendas donde compraba…, ahora era desolador. Todos los martes y jueves, mis días de limpieza, cuando subía las escaleras (lo prefería por no llegar en ascensor y ralentizar mi ilusión), llegaba dispuesta a sentirle cerca, a ver lo jovial que estaba, lo accesible que se me entregaba con sus comentarios y envolverme de su vitalidad… El aire se me hacía tóxico nada más entrar.

Así, una tarde le dije:

– A veces siento que molesto.

Y él contestó, sinceramente:

– No quiero que tengas esa sensación.

No quería que me sintiera mal. Tal vez, me explicó, el problema era que ahora no tenía tantas grabaciones ni sesiones de fotos y se pasaba más horas en casa.

– Sé que puede incomodarte que esté por aquí mientras haces la casa, pero es que me quedo dormido porque alargo las noches leyendo o salgo a tomar una copa. A lo mejor así no trabajas bien, conmigo dentro…

– No, no. No te excuses. No lo decía por eso, es por si quieres que venga en otro momento, tal vez te viene bien otra hora. Así duermes tranquilo…

Me sonrió y días más tarde, cuando llegué-era jueves-, cogió sus cosas y se bajó al jardín del museo, el que estaba pegado a la parada de autobús. No me pareció bien, pero empecé a respirar mejor. Yo creo que tuve, incluso, demasiada suerte. Empecé a impacientarme menos y a llorar menos con él fuera de la casa. Su presencia no física ya me era bastante difícil como para tenerle dentro junto a mí. Me bastaba con saber que todo aquello que tocaba y limpiaba era suyo. Era un funámbula que deambulaba entre cacharros, lavadoras y toallas. Ya había oído hablar de que los objetos tienen energías, el magnetismo del dueño se queda impregnado en las cosas y puedes sentir la piel ajena cuando tocas algo de la persona que amas más allá de la muerte. Tan cierto… No podía estar más de acuerdo con eso, aunque me sintiera ridícula palpando sábanas, libros o ceniceros. Me había resignado a esa felicidad de segundo grado, enfermiza.

Mientras él estaba en el parque leyendo con unos auriculares chiquititos blancos, yo le sentía en los almohadones, revolviendo las mantas, apoyándome en la dureza del colchón, manoseando la cabecera de la cama, acariciando el borde de los vasos en los que había bebido, palpando con los dedos en los marcos de fotos o en las caracolas… Lo prefería así. Al menos durante un tiempo. No soportaba caminar por el pasillo, entrar al baño, salir a la cocina y… tropezarme con él como un fantasma. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: él era mi fantasma más que mi fantasía.

Él salía cuando yo llegaba a su casa. Empezamos a cruzarnos solo en la puerta, tal vez cuando escuchaba las llaves en la cerradura emprendía la marcha. Así como dejaba el bolso colgado en la percha de la entrada me entregaba un «Buenos días, Begoña», yo le dedicaba un «Muy bien, Marcos» y se bajaba. Mi vida empezaba a ir marcha atrás. Todo lo que había conseguido se me estaba esfumando por no sobrellevar bien su presencia física a mi lado. Trato de imaginarme haciéndolo todo mejor, digiriendo la normalidad con más paciencia, pero por aquel entonces… no podía.

A veces, cuando me marchaba de su casa y le dejaba una nota con las cosas que hacían falta, él todavía seguía leyendo en la calle ajeno a todo. Bueno, ajeno a mí. Desde el balcón le miraba entre una faena y otra. Dejaba la escoba apoyada en la televisión y me acercaba a las cristaleras del balcón como antes lo había hecho con su cuarto, mirando por la rendija. Esta vez, disimulaba entre las cortinas.

¿Cómo podía haber cambiado todo? ¿Cómo podía ser él el que ahora estuviera en la calle ignorante de lo que pasaba arriba? ¿Cómo era tan absurda? Yo era una intrusa, me estaba convirtiendo en un mero

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