Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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– ¿Nada más?-me preguntó.

– Qué va. Es muy sencillo y…

– …Y me va a encantar.

– Espero que sí.

Y de pronto parecía que él y yo habíamos estado hablando toda la vida. El azúcar quemado estaba caramelizando la casa, el dulzor estaba recorriendo las paredes, colándose por las puertas y por sus poros. Había dejado caer azúcar caliente sobre el mármol de la cocina y se habían formado dos caramelos corrientes, demasiado espontáneos pero lo suficientemente dulces como para dejarse llevar.

– ¿Caramelos de azúcar?

– Sí-le contesté feliz.

– Se habrán pegado a la barra…

– He puesto aceite con el dedo para poder soltarlos ahora. Verás.-Y le ofrecí uno, el más grande, que se me rompió al dárselo al en ese momento ansioso de Marcos.

– Qué rico.

– A veces me los hago en casa-le dije-. Me gustan más que los de las tiendas. No sabe a fresa, ni a menta…, sabe a azúcar.

– Sabe a casa.

Sabe a casa. Tenía razón. El azúcar quemado cristalizado era el olor a casa. Mi abuela me hacía cristalitos cada vez que se ponía a hervir flanes de huevo. Si las castañas traen el invierno a las calles, el azúcar trae la sensación de cobijo, de techo, de nido… a casa. Es increíble lo bien que me estaba sintiendo. Marcos todavía no había soltado los papeles de la mano, el guión que ponía «Roberto».

Aproveché.

– Ahora te llaman Roberto en el trabajo.

– ¿En el estudio? Bueno, algunos. Es la forma de meterme en el papel. A Roberto le gustan tus caramelos-contestó mientras arrancaba el otro trozo de la encimera.

– Sí. Ya veo. Si quieres te hago más. El pan de Calatrava no tarda mucho en hacerse…

– ¿Y si pongo caramelos de azúcar en un plato esta noche? Es original.

– A lo mejor les parecen demasiado bastos. Es solo azúcar…

– Son caramelos, les encantarán. Por cierto, perdona. ¿Me has planchado las camisas?

– Sí, las tienes colgadas en el armario. Hay una que la he dejado fuera, le falta un botón en el puño, pasaré a la mercería a comprar repuesto. Es de los de nácar, habrá. O lo mismo tengo yo en casa. De esos siempre guardo.

Estaba perpleja. Tratando de ser lo más natural posible porque en aquel instante si el azúcar hirviendo me hubiera caído en las manos, no habría sentido el dolor, tenía a Marcos caramelizado. Al mirarme en el cristal del horno me reconocí diferente, estaba sonriendo gracias a la situación. Ya no era necesario imaginar cómo era Marcos en sus momentos más caprichosos, jugueteando con el dulce, intentando averiguar el sabor de mi pastel… Marcos respiraba hogar. Y yo tenía más ganas de llorar de las que tengo ahora. Me veo las manos agrietadas por la sequedad de esta celda, el frío no es un frío que congela, pero sí es un frío que me perturba. Metería los dedos ahora mismo en leche con pan para volver a hacer otro pan amasado… y caramelizaría el molde… para hacer flanes, o la tarta de manzana que hice semanas después. Me di la vuelta en la cocina mientras Marcos rompía con sus dientes el cristal azucarado y me metí al baño para desahogarme en soledad. Me rompí como el azúcar. Desde allí, también se podía oler el calor del horno respirando leche, huevos, azúcar… El pan que hacía mi madre era el lápiz con el que estaba escribiendo el capítulo más maravilloso de mi vida.

– ¿Sabes que en la película salgo con un perro? Antes me daban alergia, ahora parece que no.

Porque entre Cuco y yo hemos entablado una relación espléndida. Es de la Once, es un perro guía…

Me estoy acostumbrando a él. Bueno, ya he metido la pata. Qué patoso, por no querer contar nada, al final te lo estoy contando a ti. Cruzo los dedos.

– Cruzo los dedos-repetí.

– Me estoy planteando si tener un perro aquí. ¿Tú tienes perro?

– No. Tengo un gato y un periquito.

– ¿Habla el periquito?

– Qué va, lo intento, pero pasa de mí. Es un borde. Siempre ha sido un borde. Bueno, ya está viejo, no creo que hable ahora.

– ¿Y el gato?

– Tampoco habla.

– No, ya me imagino-me soltó irónico-. Digo que qué tal tu gato.

Me sentí ridícula.

– Es un gato que me regaló mi marido. Lo tengo como compañero.

– Perdona, a lo mejor te estoy preguntando mucho. La culpa la tiene el azúcar quemado. Tus caramelos.

– Pues también le encanta el azúcar.

– ¿A tu marido?

– Nooo.-Esta vez reí irónica yo-. A mi marido no sé qué le gusta. Y… tampoco creo que…

– Perdona, Begoña. Perdona.

– No te preocupes. Hace mucho que no forma parte de mi vida.

Yo continué hablando a su lado, pero con otro tono. La presencia verbal de mi ex marido me acababa de amargar la garganta. Aquella frase me oxidó el ánimo y sentí necesidad de abrir el horno para ver cómo estaba el pan de Calatrava. El humo me cegó y aproveché para llorar fingiendo que se me había metido por el calor una pestaña en la córnea. Marcos tuvo el propósito de soplarme en los ojos, pero me negué. Era imposible tenerle tan cerca, volví a entrar al baño y me lavé la cara con agua fría. Era como meter la cabeza otra vez en la pila de la iglesia. Así estaba yo delante de Marcos. Anestesiada. No era que estuviera nerviosa, era que estaba feliz. ¿Cómo digo feliz de otra manera? Feliz. No existe más satisfacción. Quizá, sin quererlo, había roto el azúcar quemado de mi relación con Marcos.

Y eso fue todo porque en ese momento se metió a la ducha y yo dejé todo listo para irme a casa.

Alguien llamó por teléfono y le dijo que llegarían sobre las seis, era voz de mujer. (Ella.)

18

Cuando la luz se va yendo, me invade una tristeza enorme. No lo puedo evitar. Aquí en la celda, rodeada de fotografías de Marcos pegadas por las paredes, me siento por momentos mal, por momentos bien. Ahora… mal. Escucho continuamente las voces del resto de las presas mezcladas en el pasillo, una frecuencia que suena a eco porque la barahúnda se confunde con los hierros y con las cisternas de agua que constantemente se llenan y se vacían con ese molesto goteo que provocan las que están estropeadas. He rezado durante una hora mientras recordaba el olor del pan tostado, el horno caliente, la costra de azúcar bañando el bizcocho de pan que hice aquel mediodía… Al final he acabado rompiendo unas galletas que me he subido del economato. Son demasiado pastosas, demasiado secas, demasiado insípidas. Se me han roto sin querer, de tanto estrujarlas con el recuerdo entre las manos.

Odio estas galletas ásperas que solo sirven para bañar en la leche caliente.

Al menos, por esta tarde, se me han movido las entrañas evocándome a Marcos en su cocina, comiéndose los caramelos que le hice. Están pasando demasiados días. Tengo las sábanas llenas de migas secas. Me da por darle demasiadas vueltas a la cabeza y no me gusta. Tengo frío, tengo calor, tengo miedo, tengo ganas de abrazarme a alguien y no veo más que fotos de Marcos en la pared.

Quisiera ser pequeña otra vez…

Mi abuela y yo nos teníamos un afecto mutuo que enfurecía a mi madre porque nos entendíamos mirándonos. Y eso que ella me daba miedo, su presencia física era tan poderosa al entrar en la cocina grande, la de la chimenea, que abandonaba todo lo que estaba haciendo. Era más alta que mamá, más fuerte, más callada. Tenía el pelo blanco pegado hacia atrás con un moño que cogía con horquillas después de haber trenzado las canas con agua de colonia. Se lo pegaba estirado con la fuerza de unas manos arrugadas pero duras, fibradas como abanicos. Después se maquillaba con Maderas de Oriente, unas cajitas aplastadas que llevaban dibujado un dromedario blanco y que contenían una borla de terciopelo que, conforme se iba usando, se quedaba tiesa como la arena de playa mojada. Mi abuela me tenía prohibido tocar su caja de tocador, incluso ponía fuera de mi alcance las colonias y los peinadores ribeteados de ganchillo. Abría el armario del baño y, como era tan alta, los dejaba en el estante más alejado del suelo para que «no tocara nada». Abajo quedaban las toallas, el papel, el botiquín, etcétera.

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