Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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Las voces que abrazan los buenos augurios suenan en calma, según dicen.

Cuando tuve todo hecho, organizado y limpio, me dispuse a hacer arroz con leche para Marcos.

Sin embargo ni tenía arroz, ni tenía leche. Al bajar a la calle descubrí a la «niña» hablando en el portal acaloradamente, estaba con el actor amigo, no sé si Rubén o Hugo.

– ¿Qué pasa con Marcos…?

– Marcos está subidito, pasa de mí. Está con su película y con sus sesiones de fotos pasando de todo lo demás. Lo único que me envía por móvil son fotos de las sesiones, las que más le gustan, ni se preocupa de ponerme un «beso» o algo cariñoso, me las reenvía directamente del fotógrafo.

– Bueno… ¿Y lo demás?

– Lo demás soy yo, tío.

– Nosotros nos vemos y hacemos planes.

– Ya, pero hacéis planes y no contáis conmigo.

Ella estaba refugiándose en la cercanía del otro.

– Tú y yo, al menos, ya pensábamos en vivir juntos a los cuatro meses. Marcos en cambio pasa.

Dice que es pronto, que no quiere meterse en una relación completa.

– Es que…

– ¿Qué?

– Que lo mismo todavía está pendiente de ella. Tampoco hace mucho que rompieron.

– ¡Pero yo le quiero!

– Ya, tía, y ¿qué? Pero cada uno es cada uno. A veces fluyen las cosas y otras veces se queda todo destemplado… por mucho que lo intentes, niña. ¿Qué piensas hacer?

– No sé. No me llames niña. Marcos me llama niña.

Se habían apoyado en el portal, junto a los telefonillos, y yo estaba escuchando todo perfectamente desde dentro. Se oía con absoluta nitidez, por eso esperé petrificada escuchándoles.

– La ex apareció el otro día en el Palentino.

– ¿Y qué?

– Pues que vi sus ojos, muy abiertos, con ganas de acercarse a Marcos. Las tías sabemos descifrar miradas…, todo eso que vosotros no tenéis ni puta idea.

– Pero tú no vas a negarle que se saluden…

– … ¡Se saludaron! Yo no negué nada. Pero lo que me retuerce es que…, buff…, que Marcos se quedó en silencio mogollón de rato desde que ella le saludó y se fue. Pedí dos cañas, tú llegaste después, ni te enteraste…

– Estaba bien.

– Claro que estaba bien, lié hierba y acabamos en casa. Borrachos.

– Digo ella…

– ¡Bah! Supongo.

– Os quedasteis en casa…

– Estaba la tía esa, llegaba la asistenta. Y me echó. Yo creo que se la ha buscado para que yo no me pueda quedar. Tengo las llaves y ahora venía a recoger… Es la hierba que me quedaba. Con la tontería se me quedó en el salón.

La medicina de la «niña» la llevaba entre la basura, entre los papelotes y cenizas que había recogido del comedor. Abrí la portezuela del cuarto de basuras y vacié todo con ganas, como si la arrojara a ella.

Entonces es cuando salí a la calle.

– Hola-articulé fingiendo sorpresa.

– Hola-dijo ella.

– Qué casualidad veros aquí en la puerta. Voy a comprar unas cosas que me hacen falta…

– Ah-añadió-, yo voy a subir a casa de Marcos ahora.

– ¿Te dejaste algo?-respondí desafiante.

Y en ese momento devolví un «hola» al chico al mismo tiempo que desplegaba una sonrisa gratuita para ella y eché a andar hacia el mercado reclamada por el arroz y la leche. Un desasosiego me recorrió el cuerpo al saber que Marcos, tal vez, todavía estaba enamorado de la otra chica. La ex. No tenía ni idea. Era la primera vez que escuchaba esa información, por eso empecé a darle vueltas a mis recuerdos: a todas las fotos que tenía guardadas en casa, las entrevistas en las que hablaba de amor y de aspiraciones familiares. No recordaba nada que me hiciera encontrar alguna clave de su anterior relación.

Cogí leche entera, un paquete de azúcar y otro de arroz, un botecito de canela en rama y me volví a casa.

– ¿Has visto una bolsita por aquí?-me dijo la chica de la boca gruesa al tropezármela hurgando entre los almohadones del sofá.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el otro día.

– No he visto nada.

– ¿Has recogido ya todo?

– Pues sí. Ya he hecho limpieza. Estaba ahora con la cocina.

– … era una bolsa así-dijo indicándome nerviosa con los dedos-. Y llevaba una goma. Como hojas secas.

– Pues, hija, no. No te puedo ayudar. Ya sabes que yo no toco nada. Marcos tiene todo muy ordenado y me limito a poner las cosas en su sitio… Lo que sí he visto es mucha ceniza…

Noté que no se fiaba de mí. Esas cosas se notan. Yo tampoco me habría fiado de mí. No quería contestarme ni preguntarme, solo me miraba chula, tan fanfarronamente que me pareció que no se iba a ir del comedor si yo no me iba a la cocina. Así hice. Puse la leche a calentar con dos palitos de canela rotos en cuatro trozos, con la corteza del limón y una pizquita de sal. Subí el fuego. Ella hervía en el salón moviéndose sobre sus tacones de un lado a otro. De pronto volvió a la cocina.

– ¿Qué estás haciendo?

– Remover la leche.

– Ya veo. ¿A qué huele?

– … A canela. ¿Qué pensabas?… Lo mejor es con una cuchara de madera, ¿sabes? No hay que dejar de remover para que no se pegue el arroz al fondo.

– Eso engorda.

– Engorda, sí, seguramente.

– ¿Es para Marcos?

– … Y ahora lo retiraré del fuego, sacaré las pieles del limón y los trocitos de canela… Echo el azúcar y… lo vuelvo a poner dos minutitos más…

El portazo de la «niña» al irse me removió la cazuela del fuego sin necesidad de la cuchara de madera. Yo conocía ese método de dar portazos. Había impulso, necesidad, violencia. Era la primera vez que le encontraba utilidad práctica al arroz con leche, la primera vez que perpetré un acto de rechazo silencioso sin desfallecer en lágrimas en la cocina. Los genes otra vez. Los genes…

La cocina había sido el refugio de guerra de mi abuela y el lugar donde mi madre se escondía a puerta cerrada. Yo ahora acababa de encontrarle a las cuatro paredes alicatadas la utilidad para, envuelta en un delantal, resolver el desprecio. Creo que el fogón encendido era el lugar que nos mantenía seguras ante la adversidad, como si no hubiésemos adelantado nada desde la prehistoria. El fuego protege y la cocina también. Mi abuela podía pasarse horas reflejada en los azulejos humeantes de vapor haciendo tortas de calabaza o sazonando solomillos de carne con ajo y perejil picado para que se maceraran en la despensa lentamente. Mi madre igual. Con las variaciones de los recuerdos culinarios ablandaba carne picada en un cuenco de barro con almendras molidas, removiéndolo todo y mortificándose los dedos para mezclarlo perfectamente. Siempre cocinando, siempre de espaldas a la puerta de la cocina, pero seguras. Cuando mi madre estaba triste, cocinaba salado, cuando hacía dulces es que estaba alegre. La abuela igual. Dulce si estaba feliz, salado si estaba apagada. No había más misterio en la alacena de mi madre y su madre. Ahora pienso que los sentimientos también se podían guardar en botes de conserva para utilizarlos cuando nos hicieran falta, incluso guardarlos al vacío cuando el sobrante se nos amontonara en la despensa. Y yo hoy me había entregado al arroz con leche… dulce…

Una vez rotas mis relaciones con la «niña», creció dentro de mí la sensación de que yo era la única mujer de la casa. Marcos tenía la habitación hecha, el comedor arreglado, las camisas y camisetas planchadas, los pantalones doblados, los botones recosidos para no perderlos, flores en el salón recién puestas, y la cocina, recuperada, había empezado a utilizarse.

– Qué rico, Begoña.

– Sabía que te iba a gustar…

– … me encanta…

Acababa de entrar Marcos a la cocina e imaginé que se había tropezado con ella por las escaleras o en el portal, pero cerré la puerta para que se quedara conmigo al abrigo del olor a arroz con leche que acababa de hacer. Me importaba un pito la moza.

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