– …
– Como yo me entere de que estáis tocando mis puzles, vais aviadas. Soy muy paciente y… ¡lo sabes!
Mamá calló.
– No me mires así. ¿Qué quieres decir, eh? ¿Qué quieres decir? ¡Que no está la mesa lista! Pues no está la mesa lista y se acabó. ¡Que se vaya tu madre a su casa a cenar!
Mi madre callaba abrazada al mantel bordado que guardábamos en el segundo cajón del aparador, bajo los cubiertos de la abuela. Lo abrazaba contra su pecho. Parecía que se protegía del golpe irracional que de un momento a otro saldría de su mano perversa estampándola sin reparos en mi madre.
Sin motivos. Por un puzle. Sin quejarse, para que yo no viera nada, ni dijera nada, ni gritara nada, mamá callaba.
El salvaje obligaba a mamá a agacharse de rodillas para recoger los segmentos del puzle que se caían por el nerviosismo sádico de papá, al revolucionarse enfurecido por el comedor, brazos en alto, con la idea infundada de que le tocábamos las piezas como un complot para que nunca los acabara.
Estaba loco.
– ¡No he terminado aún!-gritaba-. No te vayas todavía.
Yo juraba que de mayor mataría a mi padre. Y se lo pedía a la Virgen de escayola que tenían en la habitación, sobre el cabecero de su cama. Uno de mis mayores miedos de pequeña era que les cayera encima mientras dormían, pero en esos momentos-escondida viendo todo- rezaba para que esa Virgen cayera sobre mi padre matándolo en sus sueños. De hecho, una vez cayó sobre la cama y se rompió el brazo con el que sujetaba al Niño Jesús, pero no le mató porque se desplomó de día, sobre las seis. Digo yo que no acerté con los avemarías en las coordenadas de la cama ni en tiempo ni en espacio… Y que, a lo mejor, no estaba bien que pidiera la muerte de papá. Eso sí, me pasé semanas dando portazos para que alguno de los puzles se viniera abajo desmontándose en el suelo.
– No des portazos-se me quejaba mamá.
– ¡No me importa!
– No me grites tú también, Ángeles, no me grites…
– No te grito, mamá, no llores. Que lloro yo.
– Prométeme que si tienes hijos, cuando seas madre y les quieras mucho…, te acordarás de mí. Y, sobre todo, que no les gritarás. Les harás comidas dulces, les enseñarás a tener paciencia, a ordenar la casa, a decir «gracias». Y a dar besos con abrazo. Acuérdate de mamá.
Ella no sabía que yo, con los portazos, lo que deseaba es que cayeran los trozos del espanto en el que nos obligaba a vivir papá. Con los portazos lo que quería era ayudarla a gritar, a huir, a sacar el dolor afuera frente a los puzles. Después de todo, eran puzles y venían desmontados. Nuestra vida estaba hecha pedazos y temía que acabáramos también en cajas. Mi madre, curiosamente, pegó el brazo del Niño Jesús con el pegamento de papá y volvió a colgar la Virgen en el cabecero de su cama sin haber cumplido su función, matarle.
«¿No te hacían de pequeño arroz con leche?» Marcos salió hacia el pasillo y me quedé paralizada en la cocina, abrí el grifo y eché agua en la cazuela donde había hervido la leche con el arroz. Los restos habían empezado a quedarse pegados y resecos. Marcos puso música en el comedor y me acerqué a mirar disimuladamente… Estaba encerrado en sí mismo frente a la estantería, apoyado ligeramente sobre una pierna y tocándose con una mano el flequillo, que le rozaba ya las pestañas. Le entendí desde una tímida distancia. Había cogido una de sus caracolas y estaba escuchando la voz interior, esa voz que susurran las caracolas de mar a los que saben escucharlas. En silencio me volví a la cocina y cerré la puerta despacio…, como la cerraba mi madre.
Cuando le llamé, tuve que despertarle entrando en su habitación. Los fotógrafos de la sesión de moda que iban a realizar en casa me habían dicho que fuera «preparándose el actor» mientras ellos iban subiendo los focos y el resto de los trastos a la casa. Yo había dejado listo el comedor, echando atrás las sillas y la mesa junto con el sillón del medio. Todos los objetos pequeños los había metido en uno de los cajones del mueble blanco para que no rondaran entre el jaleo. Marcos estaba dormido profundamente y me devolvió un «sí, ya voy» con los ojos cerrados. Ni se acordaba de la sesión que iban a hacerle.
Me presenté a los chicos que venían en grupo de la revista esa que tantas veces había visto en el salón.
– ¿Queréis café o algo?-les ofrecí.
Marcos estaba duchándose rápidamente.
Ellos aceptaron. Puse la cafetera a calentar y corrí las cortinas como uno de los fotógrafos me pidió. Sacaron varios paraguas plateados, grandes como sombrillas de playa, que dispusieron delante de la estantería. Crucé los dedos porque me daba mucho reparo que se abriera un paraguas bajo techo, otra de las herencias de la abuela. No quise ocultar mi malestar al ver el despliegue de cables y cajas que soltaron sobre el parqué. No había visto semejante acontecimiento para «unas fotos», según me había explicado Marcos. Aquello era la cosa más sorprendente de ir y venir de chicos, todos jóvenes, que murmuraban posiciones y comentarios que no entendía. Iba una chica rubia muy ceñida diciendo que le dejaran espacio para poner todos los maquillajes, los peines y el secador sobre la mesa.
– Tomad el café. Os lo dejo en esta jarrita, poneos lo que queráis.
– ¿Tiene sacarina?-me preguntó la ceñida.
– Sí, y azúcar moreno.
– Mejor sacarina.
Se presentaron todos con nombres que no parecían nombres, toda una serie de pequeños diminutivos así como ingleses o de perro. Evité memorizar por ahorrarme preguntar y fui a la puerta de la habitación de Marcos.
– Están desplegando una buena en el comedor, ahora verás-dije. Se sonrió y, sin embargo, parecía triste. Más mayor, más maduro. Estaba tan guapo como nervioso. Los de las fotos empezaron a organizar todo con una rutina que no se ajustaba al excesivo ceremonial de trastos que había allí extendido. Marcos se sentó a las órdenes de la ceñida, que era maquilladora y peluquera. Lo puso muy moreno y muy despeinado, más de lo que me parecía normal. Pensé que no había hecho falta que se hubiera arreglado porque ahora estaba peor, lleno de laca y mechones sobre su frente totalmente tiesos.
– ¿Os importa que me quede aquí?-dije al ejército de modernos.
Me quedé allí parada mirando porque nadie me contestó, solo uno que buscaba enchufes tras el sofá y que iba con una camiseta enorme y rota soltó algo amable. Temí que se manchara la pared con tanta caja metálica y esos paraguas abiertos. El secador hacía mucho ruido y subieron la música para que se escuchara también. En resumen: más bulla. A veces, Marcos me buscaba con la mirada entre los extraños y yo intentaba abrazarle desde la puerta. Había algo diferente. Un silbido de complicidad entre los dos. Las fotos empezaron en cuanto uno de los chicos, el más frágil pero más alto, dijo que tenía todo «okey», era el fotógrafo. Los otros disparaban flashes de luz con unos aparatos manuales que iluminaban la sala a fogonazos en pequeñas detonaciones.
– Begoña, pasa con nosotros.
Pasé a cambio de ir limpiando lo que iban tirando y me quedé lo más alejada del jaleo. Hacían muchas fotos y siempre había algo que no les gustaba. Eso era lo más raro, lo más chocante de todo.
Siempre les parecía bien la sonrisa de Marcos, pero alguno ponía alguna pega a la luz, de algo que llamaban «actitud» o expresión. Yo no pintaba nada, pero si me hubieran pedido opinión, habría dicho que se callaran, que le dejaran estar, ¡cómo no iba a estar nervioso con tanto chisme y tanta opinión! En ningún momento se quejó, a pesar de la murga que daba la ceñida y el flaco del dispositivo. La rizada de nombre cortito iba tirándole de la camiseta verde por la espalda como si nunca le parecieran bien al fotógrafo las arrugas que le salían. Una foto y se acercaba, otra foto y retocaba, la siguiente y otra vez.
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