Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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Así todo el rato. Y el del paraguas quejándose de que le pisaban los cables.

– ¿Queréis que la planche?-me ofrecí.

– Señora, es así, no hace falta.

Estaba arrugada como un trapo. Normal que les incomodara tanto la dichosa camiseta para las fotos. Marcos me sacó la lengua cuco y advertí que se estaba burlando de ellos, de toda la feria.

– Dame agua-me dijo entre la música y los flashes. Le pusieron otro conjunto de ropa sin que decidiera si le gustaba o no, a mí particularmente en absoluto porque le prefería con camisa y pantalones antes que con un andrajo de tirantes sobado. Pensé que era moderno, como ellos. En la barra de la cortina habían colgado varias prendas, todas por el estilo. Retales de mercadillo que trataban como oro en paño y que elogiaban con excesivos aspavientos. A Marcos, para no agobiarle, dejé de hacerle pucheros desde la puerta. A él le daba igual una cosa que otra, tenía la misma respuesta, la misma sonrisa a medias cuando le decían las estilistas: «Te gusta, ¿verdad?».

Sonó el timbre. Era ella.

– Abre, Begoña.

– Voy, voy.

Yo me contuve porque mi madre me había enseñado a contenerme y a mirar al infinito cuando no quisieran dolerme los disgustos. Intenté sonreírle pero no pude. Fui hacia la entrada a abrir la puerta.

Diez, nueve, ocho, siete, seis… Y volví a contar como contaba mi abuela, sujetándome el pecho, que es como decir reprimiendo la verdad. Cinco, cuatro, tres… Me había pasado la mañana mirándole posar ante los fotógrafos de moda. Estaba eufórica, sobre todo entusiasmada ante la Vida porque me sentía orgullosísima de él, me sentía dichosa como jamás me había sentido en la vida. Su triunfo era mi triunfo, verle sonreír ante los desconocidos, brillar como una estrella de la gran pantalla que elogiaban y aplaudían era maravilloso. El chico más bello del mundo estaba ante la mujer más insignificante y, sin embargo, más importante de su vida. No necesitaba apuntarlo en mi libreta…, pero necesité abrirla cuando tuve ocasión para apuntar una única palabra. Feliz.

– ¿Es que nunca vas a enseñarme fotos del abuelo?-pregunté a la abuela mientras nos mecíamos juntas en la entrada de casa.

– El abuelo ya no está.

– ¿Por qué?

– El abuelo se fue.

– ¿Cuándo?

– Un día.

Ahí se quedaban las dudas. Ella seguía haciendo ganchillo sobre las faldas del sayo negro y respiraba hondo, entre dolida y satisfecha. Envaraba la respuesta-«un día»- con respeto pero sin levantar la vista de la labor. Por su gesto y su mirada entendía que había algo más en la callada de su respuesta. Tal vez era su secreto, como todas las mujeres de la familia empezábamos a guardar irremediablemente un secreto en los bolsillos. Yo quería tener abuelo, quería que me llevaran a la feria en septiembre como iban el resto de las niñas, con ropa a estrenar y lazo ancho. Pero ni estrenaba ropa ni me llevaban a la feria en comparsa familiar. Iba solo con ella, cuando tocaba, a sentarnos en la fuente y beber agua. Quizá entonces percibí que las mujeres del pueblo no miraban bien a mi abuela, esperaban a que pasaran los perros para pasar ellas y dejaban caer alguna cosa como un pañuelo para retardar sus andares. Me pareció notar que a mi abuela le tenía sin cuidado porque me apretaba la mano fuerte, más fuerte aún que de costumbre, y tiraba adelante hacia la alameda del mar con disciplina. Eso no se lo pregunté porque a mí no me gustaba que me preguntaran por mis amigas y, en vez de hacer evidente que me daba cuenta, le decía:

– Qué feas son las mujeres del pueblo, abuela. Tú eres guapa, guapa como mamá. Me da igual cómo nos miran.

– Son mujeres. Las entenderás.

No se lo pregunté, pero la densidad de la frase era un relato de medianoche que me inquietó y deseé crecer rápidamente. Hacerme mayor a toda prisa. No creí entonces que pudiera entender la realidad de la frase y renuncié a ella. Si de algo estaba segura es de que iba a crecer como crecen los rabos de lagartija. El día menos pensado tendría edad para entenderlo todo. Por qué nos miraban mal, por qué susurraban a nuestro paso. Con esperar a crecer bastaba. Pero eso no se sabe de pequeña. Me metí a buscar fotos del abuelo en la despensa, donde había un gran baúl de madera vieja que escondía telas, cajas y trastos oxidados. Escudriñar entre los bultos del cajón era lo más apasionante de mi infancia, podía salir manchada de hollín o con unas monedas machacadas en el bolsillo. Todo era susceptible de embriagarme, de hecho, recuerdo perfectamente el olor del baúl: alcanfor, matamoscas y humedad.

– ¿De dónde has sacado ese llavero?-me interrogaba la abuela si me pillaba jugueteando con mi capital.

– De ningún sitio.

– ¿De ningún sitio?-insistía.

– No, no.

– Niña, niña…

Ella sabía que registraba el arcón de madera cuando no estaba, que aprovechaba los momentos de ausencia y las misas de tarde; pero-evidentemente- si me dejaba hacerlo, o no rechistaba al sospechar de mi exploración, es que allí no iba a encontrar nada. No valía la pena buscar. Allí no me tropezaría con las fotos que buscaba. Estaba claro. Así que el baúl dejó de tener interés y comencé con los altillos del armario empotrado de la escalera. Allí siempre había restos de telas bien dobladas, cuadros, rayas, lunares, terciopelos…, y ovillos de lana con el instrumental para hacer punto. La caja de hilos se guardaba en ese lugar también.

– ¿Te encuentras bien?-preguntó con expresión inquisidora la abuela.

Yo acababa de cerrar el armarito de un portazo.

– Sí, sí, estaba aquí. Sentada.

– Ya te veo que estás aquí. Anda, déjame que guarde una cosa.

Visualicé la clave de mis inquietudes en su mano. Tardé solo unos instantes en advertir el ovillo violeta que yo había deshecho y rehecho entre sus dedos. Lo llevaba como los niños que tocan los peluches, mimándolo. Tragué saliva y respiré llenando los pulmones hasta el tope de oxígeno. Podía esperarme lo peor. Por ejemplo, que hubiera sentido que ya no crujía en el interior el papel porque la carta la tenía yo. Tampoco sería raro que distinguiera en mi mirada la mirada del pánico. Ella me descubría si el temblor me cegaba, pero empecé a contar…, diez, nueve, ocho, siete…, seis…, cinco…

Miré entre sus dedos comprobando que las dimensiones eran idénticas a las que tenía antes.

Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir: la abuela me apartó suavemente, abrió la portezuela forrada de papel y dejó el ovillo violeta entre sus pertenencias con litúrgico esmero. Nada más. Si seguía allí, pensé, es que era el lugar donde se abrazaba de vez en cuando a sus recuerdos de amor. Me aparté y tuve otro de aquellos presentimientos que tendría de mayor. El amor de verdad no se olvida. Tal vez solo nos enamoramos una vez.

Y, bien, las fotos seguían sin aparecer. Me equivoqué al creer que ese era el único secreto de la abuela, ella, que sabía mirar con los ojos cerrados. Había sido abandonada por el amor, pero ¿quién había sido el que la llevó al altar? A mí lo que me extrañaba era que la abuela no tuviera fotos de boda como las tenían las tías o las vecinas, por eso empecé a recelar de nuestro árbol genealógico. ¿Y si nunca se había casado? ¿Y si mi madre era adoptada? ¿Y si yo también era adoptada? ¿Y si nadie éramos familia? En lugar de buscar parecidos físicos, tan evidentes entre nosotras, prefería desconfiar hasta que encontrara las fotos de boda que me atestiguaran la realidad y dejaran de preocuparme.

– ¿El abuelo te quería mucho?

– Ángeles, qué manías tienes de vez en cuando…

– Y… ¿querías mucho al abuelo?

«Qué bien se va, cuánta ilusión, ir a caballo así, como Napoleón…», tiritaba de frío buscando fotos en el desván mientras cantaba una canción para disimular, como si estuviera jugando en el columpio de cuerdas. Porque el miedo que ofrecía el tugurio de polvo y muebles viejos era infinitamente menor que la posibilidad de encontrar algo tras la leña. Deseaba que apareciera la prueba. ¡Las pruebas! Pero cogí unas anginas terribles que me duraron semanas de convalecencia en mi cuarto. Quizá fue el frío, quizá los nidos de palomas que habitaban entre las vigas y que soltaban plumas y mierda en el suelo del desván.

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