– Si lo haces muy arriba, acabará mirando a un lado, se le torcerá la cabeza.
Mi madre no respondió, pero hizo caso. La amortajaron abrazada a una cruz metálica y con los pies atados con un lacito. La expresión de sueño («parece que está dormida», decían) se convirtió en calma fantasmal y con el transcurso de las horas sentí que se transformó en fastidio. Yo conocía a la abuela. Así, desplomada en la madera, me resultaba desconocida, como si hubieran metido allí a otra muerta y mi abuela fuera a esperarme en la cocina, de espaldas a la puerta y preparando flanes de huevo esponjosos y dulces.
No respiraba.
Era evidente que no.
Me cuesta hablar en pasado.
La tía Esmeralda, beata de nacimiento, pasó la bandeja de las limosnas y leyó en el altar como lo hacía siempre, engolada y mística. Para mí que era la querida del cura, tal y como decían en la calle, porque no dejaba a nadie más que a ella cambiar el agua de los jarrones de misa, ni tocar las ropas blancas de los altares, ni abrir los cepillos, de los que además guardaba la llave en su monedero, ni poner ofrendas fuera de donde dijera ella. Era el ama. Y la abuela tuvo que retorcerse de los siete males porque no la soportaba, aunque tampoco lo manifestaba verbalmente. Nunca lo había dicho. Yo lo sabía por cómo se miraban. Lo intuía. Como sabía también que aparecerían las fotos del abuelo, con el que al final se casó y nacimos todos cargados de genes.
La abuela no se movía. El cura hablaba machaconamente. Mi madre me cogía de la mano y no llorábamos nada porque ella ya había llorado todo y, en mi caso, empecé a saber llorar muchos años después. Nos despedimos de la abuela en la sacristía cuando nos explicaron que iban a tapar la caja con los cierres.
– ¿Queréis un segundo a solas? Aunque ya está todo hecho y el Señor está con ella-nos dijo el cura.
– Está bien-dijo mi madre.
Nos quedamos las dos. Las tres. Silenciosas. Parecía que estábamos ensayando para salir huyendo juntas camino de la playa o de la alameda. Mi madre le quitó el anillo y se lo puso ella como ensartándose a una vida nueva. Yo entendí que acababa de dejar de ser hija para ser solo madre, mi madre. Al sentarse en la butaca de la sacristía me saqué del bolsillo el ovillo violeta y, mirando a mi madre-que no entendía qué estaba haciendo-, se lo coloqué a la abuela entre las manos y le quité la cruz.
– Adónde vas con eso, Ángeles…, qué haces.
– Es de la abuela.
– Ya sé que es de la abuela, pero no es necesario…
– Esto sí, mamá.
Y eso fue todo porque en ese momento entró el cura a reclamarnos para recoger todo el protagonismo y cerrar la caja junto con dos hombres y la tía Esmeralda. Me quedé mirando el cuerpo inerte y sentí que su pecho se deshinchaba ligeramente. Por supuesto que no dije nada más. Mi madre, exhausta, no quiso pedirme ninguna explicación porque ya era tarde y no había tiempo ni palabras para justificar nada. El cura ni se enteró de que había quitado el crucifijo…
Una vez en la calle, nos acompañaron a casa mientras los hombres se llevaban el ataúd al cementerio.
– ¿Queréis algo más?-preguntó entristecida la vecina.
– No, tranquila, está bien.
– Si necesitáis algo, ya sabes dónde estoy.
– Nos vamos a quedar en casa, apenas hemos dormido.
– Ángeles, ¿quieres venirte con mis hijas?-dijo mirándome y girándose después a mi madre-.
Así te quedas sola y te la quito de en medio por si tienes que arreglar papeleo.
– No, no. Prefiero que estemos juntas-respondió mi madre, gracias a Dios, sacando las llaves del bolso y abrazándome con complicidad.
Mi madre y yo no volvimos a hablar de la abuela hasta que meses después fuimos a ponerle flores en la lápida del cementerio. Justo el 31 de octubre, un día antes de Todos los Santos. Llevábamos gladiolos y claveles, rojos y blancos. Me pareció que mi madre tenía algo que decirme porque cuando intentaba sacar el tema de la abuela, se ponía nerviosa y volvíamos a hablar de las flores y de las lápidas de alrededor.
Gané la batalla al arrodillarme a colocar los gladiolos en la jardinera que había bajo los dos nombres.
– Mamá, la abuela no estuvo enamorada del abuelo, ¿verdad?
– Tú no conociste al abuelo.
– Ya lo sé, pero no lo quería. Lo he oído muchas veces.
– Era un hombre fuerte.
– ¿Por qué no hay fotos, mamá?
Y ahí fue cuando mi madre liberó su ansiedad al hablar de los hombres de la familia como nunca volvió a hacerlo en toda su vida.
– Porque las rompió todas.
– … las rompió-repetí.
– La abuela no quiso saber nada más.
– En el pueblo dicen que la abuela fue diabólica.
– ¡Nunca han dicho que fue eso!
– Que lo llevó a la cárcel… y por su culpa lo mataron.
Mi madre se echó a llorar cuando solté la metralla a dos metros de los nombres grabados de mis abuelos en mármol negro. Los gladiolos que tenía entre las manos se cayeron al suelo y a mí me pareció que los fantasmas se aparecían de nuevo a nuestras espaldas. Mi madre, sin dejar de llorar, se había alejado un poco hacia los pasillos de los nichos. Sentí miedo pero me giré hacia ella, estábamos solas, rodeadas de muertos.
– Mamá, al abuelo no lo conocí porque lo metieron en la cárcel…
– Calla.
– … porque la abuela lo delató para que lo encerraran. Fue una chivata.
– La abuela no fue una chivata.
– No es justo, mamá. ¿Por eso rompió sus fotos?
– Tu abuelo…, tu abuelo…
– ¿Qué, mamá?
– Tu abuelo…
Se oyó mal pero fue muy clara. La poca luz que quedaba de sol acababa de sucumbir en colores rojos, hacía frío. Sollocé, mamá me había respondido en voz baja mirándome: «Tu abuelo era como papá». Entendí todo lo que significaba esa frase gélida rodeada de muertos, de lápidas numeradas y de flores frescas recién cortadas para el día de Todos los Santos. La abuela había pedido que nunca la enterráramos junto al abuelo porque quería no volvérselo a encontrar nunca, pero «yo no podía hacer eso», dijo mi madre desvanecida por los recuerdos. Siguió hablándome. Sin freno ya.
Mi abuelo había sido como mi padre y sentí que el puzle de mi vida empezaba a deshacerse por un portazo del cielo. El infierno en este caso había sido común a las dos. Lo delató por rojo. Fue a la cárcel por rojo. Y lo fusilaron. Y mi abuela se quedó tranquila, aunque corrieran mil voces por el pueblo.
Porque entonces no pasaba nada porque un hombre maltratara a una mujer. Pero llegaban a matarte si no pensabas igual.
– Yo le pregunté muchas veces por qué lo hizo-me intentaba explicar mi madre-. Se lo pregunté a tu abuela una noche sí y otra noche también, pero optó por callar. Ella me dijo que no soportaba más, que no le soportaba más, que estaba cansada, que el infame del abuelo le pegaba constantemente. Y la abuela, enferma de él, no se lo pensó dos veces.
Mi madre repitió las palabras de mi abuela: «Me planté en el cuartel amoratada; aquellos uniformados, aquellos hombres, nunca habrían entendido que era un infierno y no entenderían que quería pedir ayuda, por eso utilicé las razones de los hombres para sacarme del problema».
El frío congeló el cementerio.
Mi madre me besó a modo de posdata. Yo sabía algo más que ella, tenía la carta del único hombre que amó mi abuela. Esa carta y esa información que me contó mi madre me aseguró la libertad moral para amar. Pero también para buscar solución a mis problemas.
Módulo nueve.
– Entonces, ¿qué pasó con Gonzalo?
– Le maté.
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