Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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«Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.»

C. G. JUNG

Ocurrió entonces algo que no esperaba ni remotamente. Marcos me dijo que le acompañara a comprar, que fuéramos juntos los dos.

– ¿Y eso?…

Tras dar varias vueltas en su habitación, se había puesto un abrigo azul que me recordaba a mi abrigo azul de entonces, uno marinero de botones grandes y capucha. Yo iba con mi jersey de cuello vuelto, la bufanda enredada y los guantes que me regaló la Luisa, unos suyos que usaba en misa para no tocar las velas ni los bancos usados por las viejas de su edad. Creo que era de los meses más fríos de los últimos años en la capital, un otoño que se estaba agarrando a la piel calando hasta los huesos. Se notaba incluso desde los balcones de Marcos, la gente se frotaba los brazos y, al respirar, soltaban bocanadas de neblina. Era el único chico de Madrid que podía tener más frío que yo en estos días de otoño. Había bajado de peso en las últimas semanas, tal vez por eso tenía más frío, justo los kilos que yo estaba cogiendo, de la felicidad, pensé. Para el día de Todos los Santos quería preparar en casa una fiesta de Halloween-disfraces y calabazas al estilo de los americanos- para sus amigos y la gente del cine.

– Ayúdame, Begoña-me pidió consejo para organizar la comida-. He pensado que podías preparar dulces de los tuyos y llenamos la mesa del salón de placeres golosos…-dijo.

Ahora había llegado el momento de disfrutar de él con todas las ganas y, a lo mejor, volver a meter la cabeza en la pila bautismal de la iglesia donde me refresqué el día que salí del horno de Matilde (es un decir) feliz como una perdiz. Para sentirme nueva, viva. De repente, sin aviso previo-mucho mejor-, me había pedido ir juntos al mercado, acompañarle para decidir las compras y todos los ingredientes para hacer eso que llamaba «placeres golosos».

– Será mejor, porque hacer una lista va a ser más complicado y acabaremos por olvidar algo.

– Miramos todo y lo que se nos ocurra…, bueno, lo que se te ocurra. Vamos viendo y vamos comprando.

– No tengo problema. ¿Quieres pan de Calatrava?

– Claro, y caramelos, y copas con arroz con leche…, todo eso que sabes hacer.

– Pero se van a hartar de dulce.

– Mejor. El dulce crea buen rollo.

– Pues… tienes razón. Preparo una cena toda de dulce para tus amigos. Me parece bien, un poco empalagoso, pero bien.

– No te creas. Yo creo que el dulce es necesario. Más que lo salado. De sal ya vamos sobrados.

Y de azúcar más bien poco. ¿No crees, Begoña? Yo cuando estoy algo depresivo, necesito urgentemente algo de chocolate, me cambia el ánimo. He llegado a bajar al quiosco en pijama con tal de comprarme algunas chocolatinas… con urgencia, como si fueran letales los minutos. Chocolate, chocolate, chocolate…, corriendo a por chocolate.

– Ni te cuento.

– Yo creo que los días son más felices con dulce.

Los días más felices , como tu película.

– … Y por eso lloramos sal, si fuera al revés lloraríamos azúcar. Todo lo celebramos con pasteles, con caramelos. Hasta el postre va al final, como la gran sorpresa que es, sin embargo, deberíamos ponerlo al principio.

– A lo mejor lo de dejarlo al final es porque lo bueno sucede al final.

– Tal vez, pero para qué esperar a que llegue.

– ¿Quieres que haga tarta de manzana? ¿Peras al vino?

– ¿Sabes hacer natillas?

– Hacemos natillas.

Quizá la abuela y mamá estaban haciendo todo, cocinando desde no sé dónde, para que yo ahora no cometiera sus errores. Tras aquel «no cortes las rosas, déjalas que crezcan y mueran en su sitio», había ido dando palos de ciego con tal de matar el hechizo. Ahora aparecía la posibilidad de darle esquinazo a la genética y cicatrizar mis faltas. Lo peor que me podía pasar era continuar en una situación circular que acentuaría mi angustia provocada por la trayectoria de las mujeres de mi familia.

Marcos saludó con un beso a una de las mujeres que venían del mercado, iba con su niña.

– Blanca, ven, ponte con el señor, es un actor famoso-dijo. Le hizo una foto con su pequeña y luego le pidió que firmara un autógrafo en un papel de la cartera.

– Muy guapa la niña.

– Y tan rica… No sabe cuánto. Muchas gracias, que tenga mucha suerte siempre en el cine. Me gustó Los días más felices .

– Gracias.

Marcos y yo seguimos caminando. Tras permanecer en silencio unos segundos, me miró y dijo:

– ¿Lo ves? A mí también me dicen de usted. Es mera cortesía.

– Ya, pero cuando eres joven no sienta mal.

– Bueno…, suena bien.

– Ya verás cuando seas mayor.

– … Me lo dices como una madre.

Seguí mirando al frente, directa al supermercado. Temiendo que todo lo que iba a cocinar dulce me fuera a salir salado. Me daba miedo verme reflejada en alguna marquesina y descubrirme temblorosa.

– No eres mayor… ¿Cuántos tienes?-dijo Marcos mirando a los dos lados de la calle antes de cruzar.

– Veinticinco más que tú-conseguí decir.

– O sea…, hago cuentas. Entonces tú tienes…

– ¡No hagas cuentas!-le corté-. Tengo veinticinco más que tú.

Marcos me miraba sin entender.

– Ya sé que es de mala educación preguntar la edad, pero me hace gracia que hayas hecho las cuentas y hayas restado la diferencia entre los dos. Qué gracia.

– Sí. Las tengo hechas… desde hace tiempo.

Y pronuncié su nombre con delicadeza, como mimándolo pensativa:

– Marcos.

– Ya sé, ya sé… No debo preguntar la edad. Nunca se debe preguntar la edad, sobre todo la edad de las mujeres. Me lo decía mi padre.

– ¿Tu padre?

Me pareció que la calle se abría en canal y me entró una fatiga nerviosa. Por primera vez Marcos me hablaba de su familia; yo nunca había querido preguntarle porque tenerle cerca, cocinarle, planchar su ropa, verle dormir por las mañanas cuando llegaba antes de hora a casa, su casa, me resultaba suficiente para vivir. Sobrevivir. No estaba segura de si debía insistir en preguntar por su padre, «qué raro era todo», pensé. El tiempo en el que yo no debía cortar las flores del jardín había pasado, pero presentí a la abuela cruzando el semáforo con nosotros, un escalofrío, diciéndome: «Niña, sentirás el momento en que la canela debe romperse para echarla a hervir con la leche, no hace falta que te lo diga, es una sensación, tus sensaciones son las que moverán tus actos». Era la imagen exacta de lo que debí haber hecho durante años, esperar a sentir el momento, me gustara o no. Miré a mi lado, de donde me venía el escalofrío, por fortuna no se aparecía nadie, porque habría asustado a los que también estaban cruzando por el paso de cebra. La abuela me perseguía con sus plegarias. Dije su nombre completo para mis adentros a modo de invocación silenciosa: Begoña Rojo. Pensé que así ella apreciaría mi cariño desde la distancia y me ayudaría.

– Así que tu padre… te dijo que no preguntaras nunca la edad a una mujer.

– … Ummm. Sí. Hablaba muy bien siempre de las mujeres. Y eso que…

– ¿Qué?

– Nunca tuvo una mujer. Siempre ha vivido solo.

No estaba segura de entenderlo todo, pero me di cuenta de que había algo más en la necesidad de hablar de Marcos.

– Mi padre ha sido de pocas palabras.

– Ya.

– Un hombre muy silencioso.

– Casi todos los hombres son así-le dije.

– ¿Poco habladores?

– Sí. Poco habladores. Y los que hablan al principio, al final no dicen nada… Es como si se agotaran, como si la pila de lo sentimental tuviera una caducidad distinta a la nuestra. Siempre estás pensando que te van a decir algo más de lo que sueñas que te van a decir. Pero solo lo deseas, porque ese hombre del que te enamoraste se esfuma. Las mujeres nos acostumbramos con el tiempo, si te fijas, las parejas de jubilados acaban todas silenciosas, mirándose en las cenas, apenas se dan los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches… Se va mitigando.

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