Antes de que empezara la película ya me decía: «Elige papel, tú eres uno de ellos». Y yo elegía. Me hablaba del cine eligiendo títulos. Pero, sobre todo, insistía en que yo debía ser actor. Entonces me parecía que me estaba hablando de algo que solo sucedía a gente con nombre, a las estrellas, esos que aparecían en letras en los carteles… Confía en el azar, me decía. Me he convertido en un actor por azar, te parecerá mentira, pero hay una fuerza invisible que me ha ido acompañando. Llevaba razón: el azar.
Lo cierto es que tiempo después caí en la cuenta de que aquella sala tuvo la culpa, conocimos al maquinista del cine de antiguo, ese al que íbamos… y, ya ves, cosas del azar…, yo creo que el azar me ha perseguido toda la vida.
Justo eso, pensé. Y Marcos siguió deshelándome…
– Siempre ha habido algo extraño, como premonitorio, que me ha dado el ánimo para seguir, justo cuando la cosa se pone gris… ¿Sabes, Begoña? Cuando todo parece que ya no, pues ahí sale la luz. De tanto ir al cine mi padre se hizo proyeccionista, Héctor (lo recordaré siempre porque me recordaba a Héctor Alterio) se puso enfermo y mi padre y yo le recogimos en la escalerilla de las máquinas. La gente estaba ya en la sala, el público a tope, todo lleno. Yo cogí un taxi y me lo llevé al hospital y mi padre se subió a la salita y proyectó la película… Era…, me acuerdo perfectamente, La ventana indiscreta .
Nadie echó en falta al hombre, el pobre nos dio las llaves del cuarto y pudimos seguir poniendo películas sin que los del cine se enteraran. El cine no paró. Y yo empecé a ver como mías las películas. Mi padre y yo nos quedábamos sentados horas, callados.
Tras aquella confesión de Marcos, pensé que no me saldría dulce ninguna de las recetas que me había propuesto para su fiesta. Ya lo sé, me entró miedo. Dios y el diablo estaban juntos en cada una de las palabras. Mi madre habría cerrado la puerta de la cocina, mi abuela se habría puesto a cocer leche de cara a los fogones…, con el vaho llorando en los azulejos. ¿Y yo? Mi posibilidad de articular alguna palabra bien era peregrina, había llegado a la meta del recorrido que empecé aquel día en la Gran Vía.
Los días más felices . Estreno 29 de agosto. El bucle de mi vida estaba cerrándose. Miré cómo se componía el cartel y apareció su cara llenando toda la fachada del cine Avenida, su nombre, sí, su nombre. Marcos Caballero. Yo, desde la otra acera, temblando de nervios y de felicidad, me desvanecí empapada en sudor. Como ahora. Otra vez.
En el pasillo del mercado se montó un gran círculo de gente, al abrir los ojos estaba rodeada de desconocidos abrigándome con sus miradas. No estaba segura de si me había desplomado, si habían sido unos segundos, unos minutos, una hora… diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos… El dos era mi número favorito.
– Begoña, ¿estás mejor?
Balbuceé un «sí» ante la mirada de los otros, que empezaron a marcharse del lugar.
– ¿Qué te ha pasado? Te has caído. Yo creo que has tropezado con las cajas sin querer.
– Sí, he tropezado.
– ¿Has desayunado algo?
– Un café.
– Un café no puedes desayunar. Vamos a tomarnos algo. Los dos. Hala, vamos. En Rocablanca te vas a comer unos churros como ningunos, Santiago nos pone una mesa, nos comemos media docena y salimos tan campantes.
Al llegar a la cafetería me volví a reflejar en el escaparate, esta vez ya no solo era Holly Golightly, de Desayuno con diamantes , era todas las mujeres que habían salido por la gran pantalla desde la invención del cine porque no había ninguna criatura en el mundo más feliz que yo. Y más desorientada.
Aun así evité tararear la canción (Moon River) y preferí sacar de mi memoria otra película.
– Mire, señor Jeffries, no soy una mujer de estudios, pero puedo decirle una cosa…
Marcos me miró alucinado.
– ¡ La ventana indiscreta !-dijo aplaudiéndome-. Es una frase de La ventana indiscreta , qué genio Hitchcock. ¡Te sabes el texto de la película!
– … cuando un hombre y una mujer se gustan el uno al otro, se unen así: ¡pa!, como si fuera un choque entre dos trenes, y no se quedan sentados analizándose mutuamente.
Marcos siguió el juego y continuó la frase.
– Hay un modo inteligente de enfocar el matrimonio…
Yo seguí:
– ¿Inteligente? Nada ha causado tantos problemas a la humanidad como la inteligencia. Antes conocías a alguien, te gustaba y te casabas. Ahora se leen muchos libros, se emplean palabras de cuatro sílabas y se psicoanaliza a la otra persona hasta que no se distingue entre una relación amorosa y unas oposiciones al ayuntamiento.
Marcos se quedó callado. Yo me quedé callada.
– Eres un ser excepcional-arrancó a decirme-. Me acabas de recordar a mi…
– Qué va.-Hice como que no escuchaba.
– ¿Te la sabes? Claro que te la sabes.
– Tengo más, pero para recordarlas tendré que comerme primero uno de estos churros. Qué hambre tengo, debe de ser el frío.
– Te lo había dicho, son los más sabrosos de Madrid.
– … Yo también iba mucho al cine, Marcos. Iba cada tarde, me compraban la entrada, fila diez, siempre fila diez, mirábamos la película y nos volvíamos a casa. Pero en mi caso era distinto.
– ¿Por qué?
– Tal vez nunca supe entender al hombre que me llevó a ver las películas. Yo me aburría porque pensaba que me llevaba porque no sabía qué decirme. Y yo, entonces, solo quería cortar rosas…
– ¿Qué quieres decir?
– Yo quería volar.
– Qué bonito, Begoña. Yo aprendí a volar mirando películas una y otra vez, papá se convirtió en el proyeccionista y me las vi una y otra vez, una y otra vez, hasta aprendérmelas… Tengo grabado en la memoria la violencia con la que aquellos rollos daban vueltas en la máquina, ese «clic» al pararse, el bufido del ventilador directo a la cara… ¡Qué poco moderno era aquel cine!
– Yo hace mucho que no voy al cine.
– Pero mi película sí que la has visto.
– Sí.
– ¿Y te gusta?
– Cómo no me vas a gustar, estás genial. Estoy convencida de que harás muchas y de que las harás mejores.
– Eso quiere decir que no te gusta del todo.
– Claro que me gusta, ¡claro! No quería decir eso. De hecho tengo que decirte que fui al estreno, bueno…, pasaba por la calle y lo vi. Os vi a todos. Tú ibas de negro, muy guapo.
– Es verdad, iba de negro. Pero me quité el traje al acabar la fiesta, me sentía demasiado importante y me cambié. Qué lujo de noche, qué nervios, era como si todo se hubiera hecho realidad, entré al cine sin darme cuenta ni de la gente que me gritaba, que gritaban mi nombre, «Marcos, Marcos».
Pensé en mi padre, en que decían su nombre, para evitar los nervios y la sensación absurda de entrar por aquella alfombra roja… No fui consciente de lo que me estaba pasando porque estas cosas yo pensaba que solo pasaban en las películas… Ha sido un golpe de suerte, Begoña, he sido actor por suerte. Igual que mi padre un día se puso a hacer de proyeccionista, yo igual. Un día me cogieron en uno de esos castings.
– Te la mereces. Te mereces todo lo bueno que te pase. De hecho, solo deberían pasarte cosas buenas. Y que tu padre… vea que has sido Cary Grant.
– Ojalá.
– No dudes de tu suerte, eres un pedazo de actor, una persona ejemplar y tienes una gran luz. No dejes que nadie te la apague, Marcos. Y encima eres guapo.
– Francamente, te lo agradezco. Al final, el miedo de ser lo que he soñado me da vértigo, por si me fallo. Por si le fallo a él.
– ¿Lo sabe tu padre?
Titubeé. Se abrió la puerta del Rocablanca y entró una ráfaga de frío hasta la mesa en la que estábamos sentados. Me llegó olor a canela, a rama recién rota entre los dedos. En ese instante sonó el móvil de Marcos, pero prefirió no cogerlo, «se está aquí a gusto». Volvió a sonar y anotó en una servilleta varios números. Eran los días de los ensayos de su segunda película, tenían que dictarle las horas de recogida. Seguimos hablando como si no hubiera existido la pregunta anterior.
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